—Tienes tus pa-pa-pa-p… ¡PÁJAROS!
Arrojó el libro a Stan. El niño judío lo tomó mirando a Bill sin decir palabra. En las mejillas le relucían las lágrimas. Apretó el libro hasta que los dedos se le pusieron blancos. Bill lo miró. Luego miró a los otros.
—V-v-vamos —ordenó.
—¿Crees que los pájaros servirán de algo? —preguntó Stan, en voz baja y ronca.
—En la torre-depósito te sirvieron, ¿no? —apuntó Bev.
Stan la miró, inseguro. Richie le dio una palmada en el hombro.
—Vamos, Stan, amigo —lo alentó—. ¿Eres hombre o ratón?
—Debo de ser hombre —respondió Stan, tembloroso, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Que yo sepa, los ratones no se cagan en los pantalones.
Rieron, y Ben habría jurado que la casa se apartaba de ellos, de ese sonido alegre. Mike giró.
—Esa habitación grande, la que dejamos atrás. ¡Mirad!
Miraron. El salón estaba ya casi negro. No era humo, no era gas; sólo negrura, una negrura casi sólida. El aire había sido privado de su luz. La negrura parecía rodar y doblarse ante sus miradas, casi coagulada en rostros.
—V-v-vamos.
Volvieron la espalda a lo negro y siguieron caminando por el pasillo. Había tres puertas en él: dos con sucios pomos de porcelana blanca; la tercera, con un simple agujero donde hubiera debido estar el pomo. Bill hizo girar el picaporte y empujó para abrir. Bev, pegada a él, levantó el Bullseye.
Ben retrocedió, consciente de que los otros estaban haciendo lo mismo, agrupándose detrás de Bill como perdices asustadas. Aquello era un dormitorio; estaba vacío. Sólo había un colchón manchado. Los herrumbrados fantasmas de los alambres en espiral, que formaban un somier desaparecido mucho tiempo atrás, habían quedado tatuados en el pellejo amarillo del colchón. Ante la única ventana, se balanceaban los girasoles.
—No hay nada… —comenzó Bill.
Y entonces el colchón empezó a inflarse y a desinflarse, rítmicamente. De pronto se desgarró por el medio dejando escapar un líquido negro, pegajoso, que manchó el relleno y corrió por el suelo hacia la puerta en largos cordones.
—¡Cierra, Bill! —gritó Richie—. ¡Cierra esa maldita puerta!
Bill cerró de un portazo y miró a sus compañeros, asintiendo.
—Vamos.
Apenas había tocado el pomo de la segunda puerta, al otro lado del estrecho pasillo, empezó a sonar aquel alarido zumbante detrás de la madera barata.
9
Hasta Bill retrocedió ante ese grito agudo, inhumano. Ben tuvo la sensación de que aquel ruido podía volverlo loco; imaginó un grillo gigantesco detrás de la puerta, como en esas películas donde la radiactividad hacía crecer a todos los bichos. No habría podido correr, aunque ese espanto zumbador hubiese astillado los paneles de la puerta para acariciarlo con sus grandes patas peludas. Notó que, junto a él, Eddie respiraba con jadeos trabajosos.
El grito creció en intensidad sin perder su cualidad de insecto. Bill retrocedió un paso más. Su cara ya no tenía sangre. Bajo los ojos abultados, los labios eran sólo una cicatriz purpúrea.
—¡Dispara, Beverly! —se oyó gritar Ben—. ¡Dispara a través de la puerta! ¡Dispara antes de que nos atrape!
El sol caía por la sucia ventana del extremo con un peso febril.
Beverly levantó el Bullseye como si estuviese dormida, mientras el grito se hacía más alto, más alto…
Pero antes de que ella pudiese tensar la goma, Mike gritó:
—¡No! ¡No! ¡No tires, Bev! Jolín, cómo no me di cuenta…
Increíblemente, Mike estaba riendo. Se adelantó para abrir la puerta de un fuerte empujón. La madera se desprendió de la jamba hinchada con un ruido chirriante.
—¡Es un silbador! ¡Un simple silbador para espantar a los cuervos!
La habitación era una caja vacía. En el suelo había una lata con ambos extremos cortados. En el medio tenía un trozo de cordel encerado, bien tenso y anudado contra los agujeros perforados en la lata. Aunque en la habitación no había brisa alguna (la única ventana estaba cerrada y cubierta con tablas puestas al azar, por donde pasaban ranuras de luz) no cabía duda de que el zumbido provenía de la lata.
Mike se acercó a ella y le soltó una buena patada. El zumbido cesó de inmediato mientras la lata iba a parar al rincón más alejado.
—Sólo un silbador para alejar a los cuervos —explicó a los otros, como excusándose—. No es nada. Sólo un truco barato. Pero yo no soy un cuervo. —Miró a Bill, ya sin reír, pero aún sonriente—. Todavía tengo miedo a Eso, creo que a todos nos da miedo. Pero Eso también nos teme a nosotros. Para ser franco, creo que Eso está muy asustado.
Bill asintió.
—Pi-pi-pienso lo mmmmismo.
Se acercaron a la última puerta del pasillo. Bill pasó el dedo por el agujero donde hubiese debido estar el picaporte. En ese momento, Ben comprendió que allí terminaría todo; detrás de esa puerta no había triquiñuelas. El olor era más potente y también la mareante sensación de dos fuerzas opuestas que se arremolinan en torno a ellos. Echó un vistazo a Eddie, que tenía un brazo en cabestrillo y la mano sana ocupada con el inhalador. Miró a Bev, que estaba al otro lado, muy pálida, sujetando el tirachinas en alto como si fuese un hueso de la suerte. Pensó: Sí tenemos que huir trataré de protegerte, Beverly, lo juro.
Ella debió de captar su pensamiento, porque giró hacia él y le ofreció una sonrisa tensa. Ben se la devolvió.
Bill empujó la puerta. Los goznes pronunciaron un grito sordo y quedaron en silencio. Era un retrete…, pero algo andaba mal allí. ¿Qué han roto aquí adentro? —fue cuanto Ben pudo pensar al principio—. Esto no fue una botella de vino.
Había fragmentos blancos, de perversos destellos, sembrados por doquier. Por fin, Ben lo comprendió. Era la demencia que lo coronaba todo. Se echó a reír, y Richie le imitó.
—Alguien se tiró aquí la madre de todas los pedos —dijo Eddie.
Mike rió con cierta vergüenza asintiendo con la cabeza. Stan sonreía un poquito. Sólo Bill y Beverly permanecían muy serios.
Los trocitos blancos sembrados por toda la habitación eran fragmentos de porcelana: el inodoro había estallado. El depósito, como borracho, se erguía en un charco de agua salvado de la caída por el hecho de que el artefacto estaba en un rincón y la pared lo había frenado.
Todos se aglutinaron detrás de Bill y Beverly haciendo chirriar bajo los pies los trocitos de porcelana. Fuera lo que fuese —pensó Ben—, envió a ese pobre inodoro al infierno. Imaginó a Henry Bowers arrojando dentro dos o tres M-80 y huyendo a toda prisa después de bajar la tapa. No se le ocurría otra cosa, como no fuera dinamita, que pudiese causar semejante cataclismo. Algunos de los fragmentos eran grandes, pero se los contaba con los dedos de una mano; en su gran mayoría, se reducían a astillas afiladas como dardos. El empapelado (guirnaldas de rosas y elfos con gorros, como en el vestíbulo) estaba salpicado de agujeros en todas las paredes. Parecían disparos de fusil, pero Ben comprendió que eran trocitos de porcelana empotrados en las paredes por la fuerza de la explosión.
Había allí una bañera, levantada sobre patas que imitaban zarpas con mugre de generaciones enteras incrustada entre las garras. Ben le echó un vistazo y vio, en el fondo, un residuo de salitre y mugre. Desde arriba, una ducha herrumbrada miraba hacia abajo. Había un lavabo y un botiquín torcido con los estantes vacíos. En esos estantes, allí donde habían estado los frascos, había pequeños anillos de herrumbre.
—¡Yo no me acercaría demasiado, Gran Bill! —señaló Richie, ásperamente.
Ben se volvió a mirar.
Bill se estaba acercando a la boca abierta en el suelo donde había estado en otro tiempo el inodoro. Se inclinó hacia él… y giró hacia los otros.
—¡S-s-se oye un b-b-bombeo de maq-maquinaria, como en Los Barrens!
Bev se acercó más a él. Ben la siguió. Sí, se oía un palpitar constante. Sólo que así, retumbando por las tuberías, no se parecía al ruido de una maquinaria, sino al de un ser vivo.
—P-p-por aquí sa-sa-salió —dijo Bill. Estaba mortalmente pálido pero le brillaban los ojos de entusiasmo—. P-p-por aq-aquí sa-salió a-a-aquel d-d-día, y de aq-aquí sale s-s-siempre. ¡Los de-de-desagües!
Richie asentía.
—Nosotros estábamos en el sótano, pero Eso no estaba allí. Bajó la escalera, porque por aquí podía salir.
—¿Y esto lo hizo Eso? —preguntó Beverly.
—C-c-creo que t-t-tenía pri-prisa —contestó Bill, gravemente.
Ben miró hacia el interior de la tubería. Tenía unos noventa centímetros de diámetro y estaba oscura como un pozo de mina. La superficie interior, de cerámica, tenía incrustaciones de algo que prefirió no investigar. Ese palpitar flotaba hacia arriba, hipnóticamente… y de pronto él creyó ver algo. No lo vio con los ojos del cuerpo, al menos al principio, sino con otro, profundamente sepultado en su mente.
Volaba hacia ellos, avanzando con la velocidad de un tren expreso, llenando por completo la garganta de esa oscura tubería. Estaba en su forma original, fuese cual fuese. Cuando llegase adoptaría alguna forma sacada de sus mentes. Venía, subía desde sus propios caminos asquerosos y de las catacumbas negras bajo la tierra, con los ojos relucientes de una luz feral, verde amarillenta. Venía, venía, Eso venía.
Y de pronto, al principio bajo la forma de chispas, Ben vio los ojos de Eso en la oscuridad. Tomaron forma: llameantes y malignos. Sobre el palpitar de la maquinaria, Ben percibió un ruido nuevo: Juuuu… Un olor fétido eructó desde la mellada boca del desagüe. Se echó atrás, tosiendo y haciendo arcadas.
—¡Ya viene! —vociferó—. ¡Lo he visto, Bill, ya viene!
Beverly levantó el Bullseye.
—Bien —dijo.
Algo estalló en la boca del desagüe. Al reconstruir esa primera confrontación, más tarde, Ben sólo recordaría una forma cambiante, plateada y naranja. No era fantasmal sino sólida, y él percibió, detrás de Eso, alguna otra forma, verdadera y definitiva. Pero sus ojos no podían captar exactamente lo que estaba viendo.
Y entonces Richie retrocedió a tropezones, con el rostro convertido en un garabato de terror, gritando una y otra vez:
—¡El hombre-lobo, Bill! ¡Es el hombre-lobo! ¡El hombre-lobo adolescente!
De pronto, la silueta se fijó en una realidad, para Ben, para todos.
El hombre-lobo estaba de pie en la boca del desagüe con un pie peludo a cada lado del agujero. Sus ojos verdes echaban llamas hacia ellos desde su cara repulsiva. Estiró el hocico y una espuma blancoamarillenta le escurrió entre los dientes. Emitió un gruñido aturdidor. Sus brazos se dispararon hacia Beverly, con los puños de su chaqueta de la secundaria recogidos sobre los brazos peludos. Su olor era caliente, crudo, asesino.
Beverly soltó un alarido. Ben la aferró por la parte trasera de la blusa y tiró con tanta fuerza que se le desgarraron las costuras bajo los brazos. Una zarpa barrió el aire allí donde ella estaba un momento antes. Beverly cayó, tambaleándose, contra la pared. La bolita de plata escapó de su mano. Por un momento, centelleó en el aire. Mike, más rápido que el relámpago, la cogió de un manotazo antes de que cayera y se la devolvió.
—Dispara, nena —dijo. Su voz sonaba perfectamente tranquila, casi serena—. Dispárale ahora mismo.
El hombre-lobo emitió un rugido atronador que acabó en un aullido escalofriante, con el hocico apuntando al cielo.
El aullido se convirtió en risa. La zarpa se abatió contra Bill, en el momento en que el chico se volvía para mirar a Beverly. Ben lo apartó de un empellón y Bill cayó despatarrado.
—¡Dispara, Bev! —aullaba Richie—. ¡Por Dios, dispara!
El hombre-lobo saltó hacia adelante y a Ben ya no le cupo la menor duda, ni entonces ni después, de que Eso sabía exactamente quién era el jefe. Trataba de alcanzar a Bill. Beverly tiró de la goma hacia atrás, y disparó. La bola salió disparada. Una vez más, el proyectil no iba hacia el blanco, pero en esa oportunidad no hubo curva salvadora. Pasó a más de treinta centímetros abriendo un agujero en el empapelado de la pared, sobre la bañera. Bill, con los brazos sembrados de fragmentos blancos y sangrantes por diez o doce heridas, pronunció una maldición a gritos.
La cabeza del hombre-lobo giró en redondo; sus ojos verdes, relucientes, estudiaron a Beverly por un instante. Ben, sin pensar, se puso delante de ella, que buscaba a ciegas, en su bolsillo, la otra munición de plata. Sus vaqueros eran demasiado ajustados, no porque ella tuviese intención de provocar, sino porque aún estaba usando la ropa del año anterior. Sus dedos se cerraron sobre la bolita, pero se le escapó. La buscó a tientas y logró encontrarla. Tiró de ella sacándose el bolsillo y desparramando catorce centavos, dos entradas de cine y un puñado de pelusa.