—A-a-arriba —ordenó.
Al subir, salieron a una cocina mugrienta. Había una sola silla, de respaldo recto, en el centro del linóleo irregular. Era todo el mobiliario. En un rincón se amontonaban botellas de vino vacías. Ben vio otras en la despensa. Allí se olía a alcohol y a cigarrillos rancios. Ésos eran los olores que dominaban, pero el otro olor también estaba allí, cada vez más fuerte.
Beverly se acercó a los armarios y abrió uno. De inmediato soltó un grito penetrante: una rata noruega, de color negro pardusco, le saltó casi a la cara. Golpeó en la mesa con un plop y los fulminó a todos con sus ojos negros. Beverly, sin dejar de gritar, levantó el tirachinas y tensó la honda.
—¡NO! —rugió Bill.
Ella se volvió para mirarlo, pálida y aterrorizada. Por fin hizo un gesto de asentimiento y aflojó el brazo sin haber disparado. Pero Ben comprendió que había estado a punto de hacerlo. La chica retrocedió lentamente, tropezó con Ben y dio un respingo. Él la rodeó con un brazo, estrechándola.
La rata se escabulló por la mesa hasta el extremo, saltó al suelo y desapareció por la despensa.
—Quería hacerme disparar —dijo Beverly, con voz débil—. Para que usara una de nuestras dos únicas municiones
—Sí —confirmó Bill—. Es c-c-como ese c-c-campo de ad-diestramiento del FBI. T-t-te hacen ca-caminar p-p-por una c-c-calle de d-d-decorado, por d-d-donde salen b-blancos. Si di-disparas contra la g-g-gente hon-honrada y no sólo c-c-contra los ma-maleantes, pi-pierdes p-p-puntos.
—No puedo hacer esto, Bill —dijo ella—. Voy a arruinarlo todo. Toma. Llévalo tú.
Le tendía el Bullseye, pero Bill sacudió la cabeza.
—D-d-debes ser tú, Be-Beverly.
En otro de los armarios se oyó una especie de maullido.
Richie se acercó.
—¡No te acerques demasiado! —exclamó Stan—. Podría…
Richie echó una mirada adentro y se volvió con expresión de asco. El golpe con que cerró el armario produjo un eco muerto en la casa vacía.
—Una camada de ratas. —Parecía enfermo—. La más grande que he visto. Tal vez la más grande del mundo. —Se frotó la boca con el dorso de la mano—. Hay cientos de crías allí dentro. Las colas… tenían las colas enredadas, Bill. Como atadas. —Hizo una mueca—. Como serpientes.
Todos miraron la puerta del armario; el chillido era apagado pero audible. Ratas —pensó Ben, mirando la cara pálida de Bill, la cenicienta de Mike—. Todo el mundo teme a las ratas. Y Eso también lo sabe.
—V-Vamos —dijo Bill—. Aquí, e-e-en Nei-neibolt Street, la div-diversión nunca se ac-acaba.
Siguieron por el vestíbulo delantero. Allí se entremezclaban los desagradables olores a yeso podrido y orina rancia. Por los vidrios sucios pudieron echar un vistazo a la calle y ver sus bicicletas. Las de Bev y Ben estaban erguidas sobre sus soportes. La de Bill, apoyada contra un arce descopado. A Ben le pareció que esas bicicletas estaban a mil kilómetros de distancia, como si las viera por un telescopio al revés. La calle desierta, con sus escasos parches de asfalto, el cielo húmedo y desteñido, el ding-ding-ding de una locomotora que se desviaba por una vía lateral, todas esas cosas le parecían sueños, alucinaciones. Lo real era ese escuálido vestíbulo con sus hedores y sus sombras.
En un rincón había un montón de fragmentos pardos: una botella de cerveza rota.
En otro, mojada y henchida, una revista con fotografías de mujeres. La chica de la portada se inclinaba sobre una silla con la falda levantada, mostrando la parte alta de sus medias de red y sus bragas negras. La foto no era especialmente sexy, en opinión de Ben; tampoco le molestó que Beverly la viera. La humedad había dado un color amarillento a la piel de la mujer y llenado de arrugas la superficie de su cara. Su mirada salaz se había convertido en la mueca libidinosa de una prostituta muerta.
(Años después, mientras Ben relataba esto, Bev gritó súbitamente, sobresaltando a todos, que no se limitaban a escuchar el relato sino que estaban reviviendo el episodio: «¡Era ella! ¡La señora Kersh! ¡Era ella!»).
Ante los ojos de Ben, la vieja-joven de la revista guiñó el ojo y meneó el trasero en una lasciva invitación.
Frío, pero sudando, Ben apartó la vista.
Bill abrió una puerta a la izquierda y todos lo siguieron a una gran habitación que, antiguamente, podía haber sido la sala. De la lámpara pendía un arrugado par de pantalones verdes. Como el sótano, esa habitación parecía demasiado grande, casi tan larga como un vagón de carga, demasiado para una casa tan pequeña como parecía desde afuera…
Oh, pero eso era afuera, dijo una voz nueva dentro de su mente. Era una voz jocosa y chillona. Ben tuvo la súbita y absoluta certeza de estar oyendo a Pennywise en persona; Pennywise le estaba hablando por algún descabellado aparato de radio mental. Afuera las cosas siempre parecen más pequeñas de lo que son, ¿verdad, Ben?
—Vete —susurró.
Richie se volvió a mirarlo, pálido y tenso.
—¿Has dicho algo?
Ben sacudió la cabeza. La voz había desaparecido. Eso era lo importante. Sin embargo
(afuera)
había comprendido. Esa casa era un sitio especial, una especie de estación, tal vez, uno de los lugares de Derry, uno de los muchos lugares de Derry, por donde Eso encontraba su salida al mundo superior. Esa casa maloliente y podrida en la que todo estaba mal. No sólo porque parecía demasiado grande: también los ángulos estaban mal y la perspectiva no tenía sentido. Ben estaba de pie junto a la puerta que se abría entre la sala y el vestíbulo, mientras los otros se alejaban de él por un espacio que, de pronto, le pareció tan amplio como el parque Bassey. Sin embargo, a medida que se alejaban, parecían tornarse más grandes en vez de más pequeños. El suelo se arqueaba hacia abajo y…
Mike se volvió.
—¡Ben! —llamó.
Ben vio la alarma en su rostro.
—¡Acércate! ¡Te estás quedando atrás!
Oyó a duras penas esa última palabra. Se alejaba, como si los otros se estuviesen alejando en un tren expreso.
Súbitamente aterrorizado, echó a correr. Detrás de él, la puerta se cerró con un estallido ahogado. Gritó… y algo pareció barrer el aire a sus espaldas agitándole la camisa. Miró atrás, pero no había nada. Eso no alteró su convencimiento de que algo había pasado por allí.
Alcanzó a los otros, jadeando, sin aliento. Habría jurado que acababa de correr un kilómetro, pero cuando miró atrás, la pared opuesta del vestíbulo estaba apenas a tres metros.
Mike le apretó el hombro con tanta fuerza que le hizo daño.
—Me has asustado, tío —dijo. Richie, Stan y Eddie lo miraban, interrogativamente—. Se le veía pequeño —dijo Mike—. Como si estuviese a un kilómetro de distancia.
—¡Bill!
Bill se volvió a mirarlo.
—Tenemos que asegurarnos de que nadie se aparta —jadeó Ben—. Esta casa… es como la casa embrujada de los parques de diversiones o algo así. Nos perderemos. Creo que Eso quiere que nos perdamos. Que nos separemos.
Bill lo miró por un momento, con los labios apretados.
—E-está bien —dijo—. To-to-todos unidos. N-n-nada de sep-separarse.
Todos asintieron, asustados, arracimados contra la pared del vestíbulo. La mano de Stan buscó a tientas el libro de los pájaros en el bolsillo trasero. Eddie tenía su inhalador en la mano, apretándolo y soltando, apretándolo y soltando, como un alfeñique dedicado a aumentar sus músculos con una pelota de tenis.
Bill abrió la puerta y se encontró con otro vestíbulo más estrecho. El empapelado, que tenía un estampado de rosas y elfos con gorros verdes, se estaba desprendiendo del yeso esponjoso. Las manchas amarillas de la humedad esparcían anillos seniles en el cielo raso. Un chorro de luz mohosa entraba por una ventana sucia, en el otro extremo.
De pronto, el corredor pareció alargarse. El cielo raso se elevó y empezó a estrecharse sobre ellos como un extraño cohete. Las puertas crecieron hacia arriba, alargadas como caramelo blando, las caras de los elfos se volvieron largas y extrañas; sus ojos eran agujeros negros y sangrantes.
Stan soltó un grito y se llevó las manos a los ojos.
—¡N-no no es re-real! —gritó Bill.
—¡Sí que es real! —aulló Stan, a su vez, hundiendo sus pequeños puños contra los ojos—. ¡Es real y tú lo sabes, por Dios, me estoy volviendo loco, esto es una locura, esto es una locura…!
—¡Mi-mi-mira! —vociferó Bill.
Y todos ellos, y Ben, con la cabeza dándole vueltas, vieron que Bill se agachaba, enroscándose, y que se arrojaba súbitamente hacia arriba. Su puño cerrado golpeó contra nada, absolutamente nada, pero se oyó un fuerte ruido de rotura. El yeso cayó de un lugar donde ya no había cielo raso… y de pronto lo vieron. El pasillo volvió a ser un pasillo, estrecho, sucio, de techo bajo, pero cuyas paredes ya no se estiraban hacia la eternidad. Bill los miraba, frotándose la mano lastimada, harinosa de yeso. Arriba se veía la clara marca dejada por su puño.
—N-n-no es re-real —dijo a Stan a todos—. S-s-sólo una fa-f-fa-fachada f-f-falsa.
—Para ti, tal vez —dijo Stan, sombríamente.
Su rostro mostraba espanto y horror. Miró en derredor, como si ya no supiera con seguridad dónde estaba. Al percibir el hedor agrio que rezumaban sus poros, Ben, que se había alegrado demasiado por la victoria de Bill, volvió a asustarse. Stan estaba a punto de derrumbarse. Pronto se pondría histérico, volvería a gritar, tal vez. Y entonces ¿qué pasaría?
—Para ti —repitió Stan—. Pero si yo hubiese intentado eso, no habría pasado nada. Porque… tú tienes a tu hermano, Bill, pero yo no tengo nada.
Recorrió el entorno con la vista: primero, el salón, que había cobrado una atmósfera parda, sombría, tan densa y neblinosa que apenas se veía la puerta por donde habían entrado. Luego, el pasillo, iluminado pero también oscuro, también mugriento, también completamente inverosímil. Los elfos hacían cabriolas en el papel podrido, bajo las rosas. El sol refulgía en los vidrios de la ventana, en el extremo del pasillo. Y Ben comprendió que si llegaban hasta allí encontrarían moscas muertas…, más vidrios rotos…, ¿y qué más? ¿Las tablas del suelo separadas para hacerlos caer a una mortal oscuridad donde esperaban dedos codiciosos? Stan tenía razón: ¿cómo se les había ocurrido entrar en su Guarida sin más protección que dos estúpidos balines de plata y un inútil tirachinas?
Vio que el pánico de Stan saltaba de uno a otro, como un incendio de prados arrastrado por el viento fuerte. Se ensanchó en los ojos de Eddie, abrió la boca de Bev en una exclamación herida, hizo que Richie se ajustara las gafas con ambas manos para mirar alrededor como si temiera encontrarse con un enemigo pisándole los talones.
Temblaban, al borde de la huida. Casi habían olvidado la recomendación de Bill en cuanto a no separarse. Escuchaban al pánico que, con la fuerza de un vendaval, aullaba entre sus oídos. Como en un sueño, Ben oyó la voz de la señorita Davies, la ayudante de biblioteca, que leía a los pequeños: ¿Quién camina, trip-trap, sobre mi puente? Y los vio, vio a los niños inclinados hacia adelante, silenciosos y solemnes, reflejando en los ojos la eterna fascinación del cuento de hadas: ¿Sería el monstruo derrotado… o se los comería?
—¡Yo no tengo nada! —gimió Stan Uris. Parecía muy pequeño, casi tanto como para escurrirse entre las rendijas del suelo, como una carta humana—. ¡Tú tienes a tu hermano, tío, pero yo no tengo nada!
—¡S-s-sí ti-ti-tienes! —chilló Bill, a su vez.
Aferró a Stan y Ben, seguro de que iba a darle un golpe, gimió mentalmente: No, Bill, por favor, así actuaría Henry, si actúas así Eso nos matará a todos ahora mismo.
Pero Bill no golpeó a Stan. Lo hizo girar con mano ruda y le arrancó el librito del bolsillo trasero.
—¡Dame eso! —vociferó Stan, echándose a llorar.
Los otros, asustados, se apartaron de Bill, cuyos ojos parecían despedir llamas. Su frente relumbraba como una lámpara. Presentó el libro a Stan como un sacerdote presenta la cruz a un vampiro.
—T-t-tienes tus pá-p-p-p-pa…
Giró la cabeza hacia arriba con los tendones del cuello salientes, la nuez de Adán como una punta de flecha sepultada en su garganta. Ben estaba lleno de miedo y piedad por su amigo, Bill Denbrough; pero también experimentaba una fuerte sensación de maravilloso alivio. ¿Cómo había dudado de Bill? ¿Cómo había podido alguno de ellos dudar de Bill? Oh, Bill, dilo, por favor, ¿no puedes decirlo?
Y Bill, de algún modo, lo dijo: