De cualquier modo, fue un alivio que aquellos chicos se fueran y que su propio hijo, ese desconcertante tartamudo, subiera a su cuarto y apagara la luz.
7
El día en que el Club de los Perdedores se encontró finalmente con Eso, en combate cuerpo a cuerpo, el día en que Eso estuvo a punto de destripar a Ben Hanscom, fue el 25 de julio de 1958. Fue un día caluroso, húmedo y tranquilo. Ben recordaba claramente el clima: la última jornada de calor. A partir de entonces se había instalado una temporada fresca y nubosa.
Llegaron al 29 de Neibolt Street a eso de las diez de la mañana. Bill llevaba a Richie en Silver; Ben mostraba sus amplias nalgas a ambos lados del vencido asiento de su Raleigh. Beverly bajó por Neibolt con su Schwinn de mujer, con el pelo rojo apartado de su frente por una banda verde. Mike llegó solo. Unos cinco minutos después, aparecieron Stan y Eddie, caminando.
—¿C-c-cómo está tu bra-brazo, E-e-eddie?
—Oh, más o menos. Me duele cuando me vuelvo de ese lado, dormido. ¿Has traído todo?
En el cestillo de Silver había un envoltorio de lona. Bill lo sacó para desplegarlo y entregó el tirachinas a Beverly, que lo tomó con una pequeña mueca, aunque sin decir nada. También había allí una cajita de lata para pastillas de menta. Bill la abrió, mostrando los dos balines de plata. Todos los miraron en silencio agrupados en el raído prado de la casa donde sólo parecían crecer malas hierbas. Bill, Richie y Eddie conocían ya ese lugar; los otro observaban con curiosidad.
Las ventanas parecen ojos —pensó Stan. Y su mano buscó el librito que tenía en el bolsillo trasero tocándolo como para que le diese buena suerte. Llevaba ese libro consigo a casi todas partes; era la Guía de pájaros norteamericanos, de M. K. Handy—. Parecen ojos sucios y ciegos.
Hiede —pensó Beverly—. Lo huelo, pero no con la nariz, exactamente.
Mike pensó: Es como aquella vez, en la fundición. Tiene el mismo ambiente… como si nos dijera que entremos.
Ben pensó: Ésta es una de las guaridas de Eso, sí. Como los agujeros Morlock, por donde entra y sale. Y Eso sabe que estamos aquí. Espera que entremos.
—¿E-estáis todos se-seguros de que-de querer entrar? —preguntó Bill.
Todos lo miraron, pálidos y solemnes. Nadie dijo que no. Eddie sacó el inhalador del bolsillo y se aplicó un buen disparo.
—Dame un poco —dijo Richie.
Eddie lo miró, sorprendido, esperando el chiste.
Richie tendió la mano.
—No es broma, nene. ¿Me das un poco?
Su amigo encogió el hombro sano, con un movimiento extrañamente descoyuntado, y le pasó el inhalador. Richie lo hizo funcionar y aspiró profundamente.
—Me hacía falta —dijo, devolviéndoselo. Tosió un poco, pero sus ojos estaban serenos.
—¿Puedo yo también? —preguntó Stan.
Así, uno tras otro, usaron el inhalador de Eddie. Cuando el medicamento volvió a su dueño, Eddie lo guardó en el bolsillo trasero de donde sobresalía el pico. Todos se volvieron para mirar la casa.
—¿Vive alguien en esta calle? —preguntó Beverly, en voz baja.
—En esta parte, ya no —respondió Mike—. Sólo los vagabundos que se quedan por un tiempo y luego se van en los trenes de carga.
—Ellos no ven nada —comentó Stan—. Están a salvo. En su mayoría, al menos. —Miró a Bill—. ¿Crees que los adultos pueden ver a Eso, Bill?
—N-n-no lo sé. A-a-alguien debe de ha-haber.
—Ojalá conociéramos a alguien —murmuró Richie, ceñudo—. Esto no es trabajo para chicos, ¿no os parece?
Bill estaba de acuerdo. Cuando los hermanos Hardy se metían en líos, allí estaba Fenton Hardy para sacarlos. Lo mismo ocurría con Hartson, el padre de Rick Brant, y hasta Nancy Drew tenía un padre que aparecía al instante si los malos la arrojaban, maniatada, a una mina desierta o algo por el estilo.
—Tendría que haber algún adulto con nosotros —prosiguió Richie, mirando la casa cerrada, de pintura desconchada, ventanas sucias y porche oscuro.
Suspiró, cansado, y Ben sintió, por un momento, que vacilaba la decisión general. Por fin, Bill dijo:
—Va-va-vamos a ech-char un vist-t-tazo. Mi-mi-mirad.
Caminaron hasta el lado izquierdo del porche donde el enrejado estaba suelto. Los rosales desmandados aún estaban allí…, y aquellos que el leproso de Eddie había tocado al salir seguían negros y marchitos.
—¿Con sólo tocarlos los dejó así? —preguntó Beverly, horrorizada.
Bill asintió.
—¿E-e-estáis todos s-s-seguros?
Por un momento no hubo respuesta. Ninguno estaba seguro, aunque sabían, por la expresión de Bill, que él era capaz de entrar sin ellos. Además, en la cara del líder había cierto embarazo. Como les había dicho anteriormente, George no había sido hermano de ellos.
Pero todos los otros chicos —pensó Ben—: Betty Ripson, Cheryl Lamonica, ese chico de los Clements, Eddie Corcoran, tal vez, Ronnie Grogan… hasta Patrick Hockstetter. Eso mata a los chicos, mierda.
—Iré, Gran Bill —dijo.
—Claro, qué joder —repuso Beverly.
—Seguro —dijo Richie—. ¿O crees que vamos a perdernos la diversión, so capullo?
Bill los miró, con la garganta cerrada. Luego hizo un gesto de asentimiento y entregó a Beverly la caja de lata.
—Y tú, Bill, ¿estás seguro?
—Se-se-seguro.
Ella asintió, inmediatamente horrorizada por la responsabilidad y encantada por su confianza. Abrió la cajita, sacó las municiones y guardó una en el bolsillo delantero de sus pantalones. Puso la otra en la honda de goma del Bullseye y cerró la mano en torno a esa pieza. Sentía la bolita bien apretada contra su puño; aunque fría al principio, se iba entibiando lentamente.
—Vamos —dijo, con voz no muy firme—. Vamos, antes de que me acobarde.
Bill hizo un gesto de asentimiento y clavó la mirada en Eddie.
—¿Po-po-p-podrás, E-e-eddie?
El chico asintió.
—Por supuesto. La última vez estaba solo. Esta vez estoy con mis amigos, ¿me explico?
Los miró, sonriendo un poquito. Su expresión era tímida, frágil y muy hermosa.
Richie le dio una palmada en la espalda.
—Así me gusta, señorrr. Si alguien quiere robarrrle el inhaladorrr, lo matamos. Pero lo matamos poquito a poco.
—Qué mal te sale el tono mexicano, Richie —rió Bev.
—Deb-debajo del p-p-porche —dijo Bill—. Se-se-guidme todos. Después, al s-s-sótano.
—Si tú vas delante y esa cosa salta sobre ti, ¿qué hago? —preguntó Beverly—. ¿Disparo a través de ti?
—Sí, si es n-n-necesario. P-p-pero su-sugiero q-q-que trates pri-primero de dar la vu-vuelta.
Richie rió nerviosamente.
—R-r-revis-revisaremos toda la c-c-casa, s-s-si hace f-f-falta. —Bill se encogió de hombros—. Q-q-quizá no haya n-n-nada.
—¿Te parece? —preguntó Mike.
—No —dijo Bill—. Es-s-so está a-a-aquí.
Ben también estaba seguro. La casa de Neibolt Street parecía envuelta en un vaho venenoso. No estaba a la vista, pero se lo podía percibir. Se humedeció los labios con la lengua.
—¿Li-listos? —preguntó Bill.
Todos se volvieron para mirarle.
—Listos, Bill —dijo Richie.
—V-v-vamos. Síg-sígueme de ce-cerca, B-Beverly.
Se dejó caer de rodillas y avanzó a rastras por entre los rosales marchitos hasta meterse debajo del porche.
8
Entraron por este orden: Bill, Beverly, Ben, Eddie, Richie, Stan y Mike.
Las hojas, debajo del porche, crepitaban dejando escapar un olor viejo y agrio. Ben arrugó la nariz. ¿Alguna vez había percibido ese olor en las hojas muertas? Estaba seguro de que no. Y entonces lo asaltó una idea desagradable. Esas hojas olían como debían de oler las momias un momento después de que el arqueólogo abriese el ataúd: a polvo y a amargo ácido tánico.
Bill había llegado a la ventana rota del sótano y estaba mirando hacia dentro. Beverly se arrastró hasta su lado.
—¿Ves algo?
Bill sacudió la cabeza.
—P-p-pero eso n-n-no qui-quiere decir n-n-nada. M-m-mira: ahí est-t-tá el carbón p-p-por donde salimos Ri-Ri-Richie y yo.
Ben, que miraba por entre ambos, vio la montaña. Además del susto, sentía cierta excitación que recibió de buen grado al reconocerla instintivamente como arma. Ese montón de carbón era como una señal distintiva en el paisaje, que uno sólo conocía por los libros o por las conversaciones ajenas.
Bill giró en redondo y se deslizó por la ventana. Beverly entregó el tirachinas a Ben plegándole los dedos sobre la honda y la bolita acurrucada en ella.
—Dámela en cuanto llegue abajo —le recomendó—. Inmediatamente.
—Entendido.
Ella se dejó caer, con agilidad, fácilmente. Para Ben, por lo menos, hubo un instante deslumbrador cuando los faldones de la blusa se le escaparon de los vaqueros, descubriendo un vientre blanco y plano. También la emoción de sentir sus manos al recibir el Bullseye.
—Ya la tengo. Baja tú.
Ben giró en redondo y empezó a retorcerse para pasar por la ventana. Habría debido prever lo que ocurrió de inmediato; era casi inevitable que se atascara. Su trasero chocó con el marco de la ventana y no le permitió avanzar más. Trató de salir y se dio cuenta, horrorizado, de que podía ir hacia fuera, pero con grave peligro de que los pantalones (y quizá también los calzoncillos) se le bajaran hasta las rodillas. Y allí quedaría, con su enorme trasero prácticamente en la cara de su amada.
—¡Date prisa! —dijo Eddie.
Ben tironeó ceñudamente con ambas manos. Por un momento le fue imposible moverse, pero al fin sus posaderas atravesaron el agujero. Los vaqueros se le clavaron dolorosamente en las ingles estrujándole los testículos. La parte alta de la ventana le enroscó la camisa hasta los omóplatos. Ahora era la barriga lo que le impedía seguir.
—Húndela, Parva —dijo Richie entre risitas histéricas—. Si no la hundes, tendremos que enviar a Mike por el tractor de su padre para sacarte de ahí.
—Bip-bip, Richie —dijo Ben, apretando los dientes.
Hundió el estómago tanto como pudo, luchando contra el pánico y la claustrofobia. Su cara se había puesto roja, brillante de sudor. El agrio olor de las hojas seguía en su nariz, sofocante.
—¡Bill! ¿No podéis tirar de mí?
Sintió que Bill lo sujetaba por un tobillo y Beverly por el otro. Volvió a hundir el estómago y, un momento después, caía a tumbos por la ventana. Bill lo sostuvo y ambos estuvieron a punto de caer. Ben no se atrevía a mirar a la chica. Nunca en su vida se había sentido tan avergonzado como en ese momento.
—¿E-e-estás bien, tío?
—Sí.
Bill soltó una risa temblorosa. Beverly se le agregó y un momento después Ben también pudo reír un poco, aunque pasarían años antes de que pudiese ver algo remotamente divertido en lo que acababa de ocurrir.
—¡Eh! —llamó Richie desde arriba—. Eddie necesita ayuda, ¿entendéis?
—Va-vale —dijo Bill.
Él y Ben se colocaron bajo la ventana. Eddie entró deslizándose sobre la espalda. Bill le cogió las piernas por encima de las rodillas.
—Cuidado —pidió el chico, con voz quejumbrosa y asustada—. Tengo cosquillas.
—Ramón tiene cosquillas, señorrr —anunció la voz de Richie, convertida en la de Pancho Villa,
Ben sujetó a Eddie por la cintura tratando de no tocar el yeso ni el cabestrillo. Entre él y Bill lograron pasar a Eddie por la ventana del sótano como si se tratara de un cadáver. Eddie soltó un grito, pero eso fue todo.
—¿E-e-eddie?
—Sí —dijo el chico—. Está bien. No hay problema.
Pero de la frente le brotaban grandes gotas de sudor y respiraba con alientos breves, rápidos. Sus ojos recorrieron el sótano.
Bill volvió a retroceder. Beverly estaba a poca distancia, con el tirachinas listo para disparar en caso necesario. Sus ojos no dejaban de recorrer el sótano. Richie bajó a continuación seguido por Stan y Mike. Todos ellos se movían con una suave gracia que Ben les envidió profundamente. Por fin estuvieron todos en el sótano donde Bill y Richie habían visto a Eso sólo un mes antes.
La habitación estaba en penumbras, pero no a oscuras. Por las ventanas se filtraba una luz crepuscular que formaba charcos en el sucio suelo. El sótano pareció muy grande a los ojos de Ben, casi demasiado grande, como si estuviese presenciando algún tipo de ilusión óptica. Por arriba se entrecruzaban vigas polvorientas. Las tuberías de la caldera estaban herrumbradas. Una especie de trapo blanco, polvoriento, pendía de los caños de agua en mugrientos cordeles. El olor se percibía también allí abajo, un olor amarillo, sucio. Ben pensó: Eso está aquí, sin duda. Oh, está, claro que sí.
Bill echó a andar hacia la escalera y los otros lo siguieron. Se detuvo ante el primer escalón para mirar abajo. Metió el pie y sacó algo. Todos miraron aquel objeto sin decir palabra: era un guante blanco de payaso, ya sucio de polvo.