—Te digo que me había olvidado de todo —dijo, golpeando ligeramente el mostrador con los nudillos, para dar énfasis—. ¿Has oído alguna vez de una amnesia tan absoluta que uno ni siquiera se dé cuenta de que tiene amnesia?
Ricky Lee sacudió la cabeza.
—Yo tampoco. Pero esta noche, mientras venía hacia aquí, me vino todo de golpe. Recordaba a Mike Hanlon, pero sólo porque él me había llamado por teléfono. Me acordaba de Derry, pero sólo porque él me había llamado desde allá.
—¿Derry?
—Y eso era todo. Me di cuenta de que no pensaba en mi infancia desde… No sé siquiera desde cuándo. Y entonces, justo en ese momento, volvió todo, en un torrente. Como lo que hicimos con el cuarto dólar de plata, por ejemplo.
—¿Qué hicieron con él, señor Hanscom?
El ingeniero miró su reloj y, de pronto, bajó de su taburete. Se tambaleó un poquito, apenas. Eso fue todo.
—No puedo permitir que se me escape el tiempo —dijo—. Esta noche tengo que volar.
Ricky Lee puso inmediatamente expresión de alarma. Hanscom se echó a reír.
—No seré yo quien pilote el avión. Esta vez no. Voy con United Airlines, Ricky Lee.
—Ah. —Seguramente se le veía el alivio en la cara, pero no importaba—. ¿Adónde va?
Hanscom aún tenía la camisa abierta. Observó pensativamente las líneas blancas, melladas, de la vieja cicatriz, y comenzó a abotonarse la camisa.
—¿No te lo dije, Ricky Lee? A casa. Vuelvo a casa. Da esos dólares a tus chicos.
Echó a andar hacia la puerta. Algo en su modo de caminar, hasta en la manera de tirarse de los pantalones, aterrorizó a Ricky Lee. De pronto se parecía tanto al difunto y poco llorado Gresham Arnold que era como ver a un fantasma.
—¡Señor Hanscom! —gritó, alarmado.
Hanscom se volvió. Ricky Lee dio un rápido paso hacia atrás. Su trasero chocó contra la estantería, las copas tintinearon brevemente y las botellas se golpearon entre sí. Había dado ese paso atrás porque, de pronto, tenía la seguridad de que Ben Hanscom estaba muerto. Sí, Ben Hanscom yacía muerto en algún lugar, en una zanja, en un desván, tal vez en un armario, con el cinturón alrededor del cuello y las punteras de sus costosas botas colgando a cinco centímetros del suelo. Esa cosa que estaba allí, junto al tocadiscos automático, mirándolo con fijeza, era un espectro. Fue sólo un momento, pero bastó para cubrirle el acelerado corazón con una capa de hielo. Estaba seguro de ver las sillas y las mesas a través de ese hombre.
—¿Qué pasa, Ricky Lee?
—N-n-o, nada.
Ben Hanscom miraba a Ricky Lee con los ojos bordeados por dos medias lunas de color púrpura. Sus mejillas ardían. Tenía la nariz roja e irritada.
—Nada —susurró Ricky Lee otra vez.
Pero no podía apartar la vista de esa cara, la cara de un hombre que ha muerto hundido en el pecado y se yergue, duro, ante la humeante puerta del infierno.
—Yo era gordo y éramos pobres —dijo Ben Hanscom—. Ahora me acuerdo. Y recuerdo que alguien, una niña llamada Beverly o Bill el Tartaja, me salvó la vida con un dólar de plata. Me vuelvo loco de miedo por lo que pueda seguir recordando esta noche. Pero no importa lo asustado que pueda estar, porque de todos modos volverá. Todo está allí, como una gran burbuja que crece en mi mente. Y voy igual, porque todo lo que he conseguido, lo que ahora tengo, se debe, de algún modo, a lo que hicimos entonces, y en este mundo hay que pagar lo que se recibe. Tal vez por eso Dios nos hizo niños, para empezar cerca del suelo; Él sabe que uno debe caerse muchas veces y sangrar mucho antes de aprender esa simple lección. Se paga por lo que se recibe, se posee lo que se paga… y, tarde o temprano, lo que se posee vuelve a uno.
—Volverá este fin de semana, ¿verdad? —preguntó Ricky Lee, con los labios entumecidos. En su creciente aflicción, sólo eso le servía de apoyo—. Volverá este fin de semana, como siempre, ¿verdad?
—No lo sé —dijo Hanscom, con una sonrisa horrible—. Esta vez estaré mucho más lejos que en Londres, Ricky Lee.
—¡Señor Hanscom…!
—Da esas monedas de plata a tus chicos —repitió.
Y se escurrió hacia la noche.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó Annie, pero Ricky Lee no le hizo caso.
Levantó la tabla divisoria de la barra y corrió a una de las ventanas que daban al aparcamiento. Vio que se encendían los faros del Caddy de Hanscom, oyó el ronroneo del motor. El coche salió del aparcamiento levantando tras de sí una cola de gallo de polvo. Las luces traseras se redujeron a puntos rojos por la autopista 63. El viento nocturno de Nebraska comenzó a dispersar el polvo.
—Se toma un barril entero y tú lo dejas irse con ese cochazo —protestó Annie—. Qué bien, Ricky Lee.
—No te preocupes.
—Se va a matar.
Y aunque eso había estado pensando Ricky Lee, menos de cinco minutos antes, giró hacia ella en el momento en que las luces traseras desaparecían de la vista y sacudió la cabeza.
—No lo creo —dijo—. Aunque, por el modo en que estaba, sería mejor que se matara.
—¿Qué te dijo?
Él meneó la cabeza. Todo estaba confuso en su mente y la suma total carecía de significado.
—No tiene importancia. Pero no creo que volvamos a ver a ese hombre. Nunca más.
4
Eddie Kaspbrak toma su medicamento
Si uno quiere saber todo cuanto puede saberse del norteamericano de clase media, hombre o mujer, al acercarse al final de este milenio, basta con echar un vistazo a su botiquín. Al menos, eso se ha dicho. Pero, ¡por Dios!, echemos un vistazo al que Eddie Kaspbrak está abriendo después de apartar misericordiosamente su cara blanca y sus grandes ojos fijos.
En el estante superior hay Anacin, Excedrin, Excedrin PM, Contac, Gelusil, Tylenol y un gran frasco azul de Vicks. Hay una botella de Vivarin, otra de Serutan y dos de Leche de Magnesia Phillips: la común, que tiene gusto a tiza líquida, y el nuevo sabor a menta, que tiene gusto a tiza líquida con sabor a menta. Hay un frasco de Rolaids, conviviendo amistosamente con un gran frasco de Tums. Los Tums están junto a un frasco de tabletas Di-Gel con sabor a naranja. Los tres parecen un terceto de extrañas alcancías, llenas de píldoras en lugar de monedas.
En el segundo estante, las vitaminas: allí tenemos la E, la C, la C con escaramujo. Hay B simple, complejo B y B-12. Hay L-Lysine, que se supone sirve para esos molestos problemas de la piel, y lecitina, que sirve para ese molesto colesterol acumulado dentro y alrededor del Gran Motor. Hay hierro, calcio y aceite de hígado de bacalao. Hay Myadec múltiples, Centrum múltiples y, en la cima del botiquín, solitaria, una enorme botella de Geritol, por las dudas.
Si avanzamos hasta el tercer estante de Eddie, encontraremos la flor y nata de los medicamentos comerciales. Ex-Lax, las pildoritas de Carter. Son para que Eddie Kaspbrak no deje de entregar la correspondencia. Aquí, a poca distancia, Pepto-Bismol y Estreptocarbocaftiazol, por si la entrega es demasiado abundante o dolorosa. También unos hisopos, en frasco con tapa de rosca, para mantener todo higienizado una vez que se ha cumplido el reparto, ya se trate de una simple circular o de una gran encomienda certificada. Hay Fórmula 44 para la tos, Dristán para los resfriados, y un gran frasco de aceite de castor. Una latita de Sucrets, por si a Eddie le duele la garganta, y un cuarteto de enjuagues bucales: Chloraseptic, Cepacol, Cepestal en inhalador y, por supuesto, el viejo Listerine, imitado con frecuencia, pero jamás igualado. Visine y Murine para los ojos. Quadriderm y Neosporin para la piel (segunda línea de defensa, por si el L-Lysine no responde a las expectativas), y algunas píldoras de tetraciclina.
Y a un lado, arracimados como amargos conspiradores, hay tres frascos de champú de brea.
El estante inferior está casi desierto, pero las cosas que hay allí son realmente serias: con esto se puede volar al espacio, sí. Con esto se puede volar más alto que el jet de Ben Hanscom y estrellarse con más fuerza que el de Thurman Munson. Allí hay Valium, Percodan, Elavil y Darvon Compound. También hay otra caja de Sucrets, pero sin Sucrets: si la abrimos, encontraremos en ella seis quaaludes.
Eddie Kaspbrak creía en el lema de los boy scouts.
Entró en el baño balanceando un bolso azul. Lo puso sobre el lavabo, descorrió la cremallera y, con manos estremecidas, empezó a echarle botellas, frascos, tubos, pomos y rociadores. En otras circunstancias, los habría tomado en cautelosos puñados, pero no había tiempo para sutilezas. Tal como Eddie veía las cosas, la alternativa era tan simple como brutal: avanzar y seguir avanzando o quedarse en un mismo sitio por el tiempo suficiente para empezar a pensar de qué se trataba y, sencillamente, morir de miedo.
—¿Eddie? —llamó Myra desde la planta baja—. Eddie, ¿qué estás haciendo?
Eddie dejó caer en el bolso la caja de Sucrets que contenía los estimulantes. El botiquín ya estaba casi vacío, descontando el Midol de Myra y un pomito de Blistex, casi agotado. Después de una breve pausa, tomó el Blistex. Cuando iba a cerrar el bolso, pensó un segundo más y dejó caer también el Midol[10] dentro del bolso. Ella podía comprar otro.
—¿Eddie?
La voz sonaba en ese momento desde la escalera.
Eddie terminó de cerrar la cremallera y salió del baño balanceando el bolso a su costado. Era un hombre bajito, de cara tímida y aconejada. Había perdido gran parte del pelo; el resto crecía en parches inquietos, multicolores. El peso del bolso lo escoraba notoriamente hacia un lado.
Una mujer extremadamente voluminosa estaba ascendiendo lentamente de la planta baja. Eddie oyó el crujido de la escalera, que protestaba bajo su peso.
—¿Qué estás hacieeeendo?
Eddie no necesitaba consultar con un psiquiatra para saber que, en cierto sentido, se había casado con su madre. Myra Kaspbrak era enorme. Al casarse con Eddie, cinco años antes, era sólo corpulenta, pero él solía pensar que su inconsciente había visto la enormidad potencial de esa mujer. Bien sabía Dios que su propia madre había sido una mole. Y Myra se las compuso para parecer más enorme que nunca al llegar a la planta alta. Llevaba puesto un camisón blanco, que se henchía como una colmena en el busto y en las caderas. Su cara, sin maquillar, era blanca y reluciente. Parecía muy asustada.
—Tengo que irme por un tiempo —dijo Eddie.
—¿Cómo que tienes que irte? ¿Qué llamada telefónica fue ésa?
—Nada —dijo él, huyendo abruptamente por el pasillo hacia el enorme guardarropa.
Dejó en el suelo su bolso, abrió la puerta plegadiza y apartó los seis trajes negros idénticos que pendían allí, tan llamativos como una nube de tormenta contra las otras ropas, más coloridas. Para trabajar usaba siempre un traje negro. Se inclinó hacia el interior del armario, que olía a lana y a naftalina, y sacó de la parte trasera una de las maletas. Después de abrirla, empezó a llenarla de ropa.
La sombra de su mujer cayó sobre él.
—¿Qué está pasando, Eddie? ¿Adónde vas? ¡Dímelo!
—No puedo decírtelo.
Ella permanecía allí, observándolo, tratando de pensar qué decir, qué hacer. Le cruzó por la mente la idea de empujarlo al interior del guardarropa y quedarse allí, con la espalda contra la puerta, hasta que se le hubiera pasado esa locura, pero no se decidió a hacerlo. Sin embargo, le habría sido fácil: medía siete u ocho centímetros más que él y pesaba cuarenta y cinco kilos más. Pero si no sabía qué decir ni qué hacer era porque Eddie estaba actuando muy en contra de su modo de ser. No se hubiese sentido más horrorizada si, al entrar en el comedor, hubiese encontrado el nuevo televisor de pantalla gigante flotando en el aire.
—No puedes irte —se oyó decir—. Prometiste que me conseguirías el autógrafo de Al Pacino.
Era algo absurdo y Dios lo sabía, pero en ese momento, hasta un absurdo era mejor que nada.
—Ya lo tendrás —repuso Eddie—. Tendrás que procurártelo tú misma, ya que conducirás la limusina.
Un nuevo terror se unía a los que ya circulaban en la pobre cabeza aturdida de Myra. Lanzó un pequeño grito.
—No puedo… Yo nunca…
—Tendrás que hacerlo —dijo él, examinando sus zapatos—. No hay otra persona.
—¡Pero todos los uniformes se me han quedado pequeños! ¡Me ajustan demasiado el busto!
—Pide a Dolores que te agrande uno —sugirió él, implacable.
Descartó dos pares de zapatos, buscó una caja vacía y metió en ella un tercer par. Zapatos negros, de buena calidad, les quedaba mucho uso, pero estaban algo ajados para usarlos en el trabajo. Cuando uno se ganaba la vida paseando a la gente rica por Nueva York, a la gente rica y famosa, todo tenía que lucir a la perfección. Pero servirían para el sitio a donde iba. Y para lo que tuviera que hacer cuando llegara. Tal vez Richie Tozier…