Pero en 1958 las cosas no eran tan fáciles; Zack Denbrough tenía uno a gas que ponía nerviosa a Beverly. Ben se dio cuenta de que ella estaba nerviosa y quiso decirle que no se preocupara, pero temió que le temblara la voz.
—No te preocupes —dijo a Stan, de pie junto a ella.
—¿Eh? —se extrañó Stan, parpadeando.
—Que no te preocupes, digo.
—¡Pero si no estoy preocupado!
—Ah, me pareció. En todo caso, quería decirte que esto no es nada peligroso. Por si te preocupas.
—¿Te sientes bien, Ben?
—Perfectamente —murmuró él—. Dame las cerillas, Richie.
Richie le dio una cajita de cerillas. Ben hizo girar la válvula del gas y encendió un fósforo bajo la boca del soldador. Se oyó un ¡flump!, y apareció un brillante fulgor azul y naranja. Ben graduó la llama hasta convertirla en un hilo azul y empezó a calentar la base de la bala de mortero.
—¿Tienes el embudo? —preguntó a Bill.
—Aq-aquí.
Bill le entregó un embudo que Ben había fabricado poco antes. El diminuto agujero de la base se ajustaba casi exactamente al de los moldes, y Ben lo había hecho sin tomar precauciones. Bill estaba asombrado, casi atónito, pero no sabía cómo expresarlo sin incomodar a su amigo.
Absorto en lo que estaba haciendo, Ben podía dirigirse a Beverly… y lo hizo con la precisión del cirujano que da órdenes a su enfermera.
—Bev, tú tienes el mejor pulso. Clava el embudo en el agujero. Usa uno de esos guantes para no quemarte.
Bill le entregó un guante de trabajo y Beverly puso el diminuto embudo en el molde. Nadie hablaba. El siseo del soldador parecía muy potente. Todos lo observaban entornando los ojos hasta casi cerrarlos.
—E-e-espera —dijo Bill, súbitamente.
Corrió a la casa y volvió un minuto después con un par de gafas oscuras envolventes, de poco precio, que llevaban más de un año languideciendo en un cajón de la cocina.
—Será me-mejor q-q-que te pon-que te pongas esto, P-p-parva.
Ben las tomó con una gran sonrisa y se las puso.
—¡Caray, si parece Fabian! —exclamó Richie—. ¡O Frankie Avalon! ¡Cualquiera de los que salen en Bandas de América!
—Vete a la mierda, Bocazas —dijo Ben. Pero comenzó a reír a pesar de sí mismo. La idea de parecerse a Fabian o a alguno de ésos era muy extraña. Como la llama vaciló, dejó de reír y volvió a concentrarse.
Dos minutos después entregó el soldador a Eddie, que lo sujetó con timidez con la mano sana.
—Listo —dijo a Bill—. Alcánzame el otro guante. ¡Rápido!
Bill se lo entregó. Ben se lo puso y sostuvo en la mano enguantada la bala de mortero, mientras hacía girar la manivela del torno con la otra.
—Sujétalo bien, Bev.
—Estoy lista, no te preocupes —le espetó ella.
Ben inclinó el crisol sobre el embudo mientras los otros miraban; un chorrito de plata fundida fluyó entre ambos receptáculos. Ben vertía con precisión, sin desperdiciar ni una gota. Por un momento se sintió electrizado. Le parecía verlo todo aumentado por un fuerte resplandor blanco. Por ese único momento no se sintió Ben Hanscom, el gordo que usaba sudaderas para disimular la panza y las tetas; se sintió Thor, que fabricaba truenos y rayos en la forja de los dioses.
La sensación pasó de inmediato.
—Bueno —dijo—. Tendré que recalentar la plata. Que alguien ponga un clavo o algo así en el agujerito del embudo, antes de que los restos se endurezcan allí.
Stan se encargó de eso.
Ben sujetó otra vez la bala de mortero en el torno y tomó el soldador.
—Bien —dijo—; número dos.
Y volvió al trabajo.
4
Diez minutos más tarde habían terminado.
—¿Y ahora? —preguntó Mike.
—Ahora pasamos una hora jugando al Monopoly —dijo Ben—, mientras la plata se endurece en los moldes. Después los abro con un cincel, a lo largo de las líneas de corte, y asunto terminado.
Richie echó una mirada inquieta a la cara resquebrajada de su reloj.
—¿A qué hora vuelven tus padres, Bill?
—D-d-diez, diez y m-m-media —dijo Bill—. Hay p-p-programa do-doble en el A-a-aa…
—Aladdin —completó Stan.
—Sí. Y después irán a c-c-comer pi-pizza. Casi siempre ha-ha-acen eso.
—Entonces tenemos tiempo de sobra —apuntó Ben.
Bill asintió.
—Vamos —propuso Bev—. Quiero llamar a mi casa. Lo prometí. Y no quiero que ninguno de vosotros hable. Mi padre cree que estoy en el Centro Cívico y que desde allí me llevarán a casa en coche.
—¿Y si quiere ir a buscarte más temprano? —preguntó Mike.
—Entonces me veré en un gordo problema.
Ben pensó: Yo te protegería, Beverly. En su imaginación se desplegó un sueño inmediato, con un final tan dulce que se estremeció. El padre de Bev empezaba a reñirla, le gritaba y todo eso (ni siquiera en su sueño lograba imaginar lo que podía ser un enfado de Al Marsh). Ben se arrojaba delante de ella y le decía a Marsh que se marchase.
Si quieres meterte en líos, gordo, sigue protegiendo a mi hija.
Hanscom, casi siempre tranquilo e intelectual, podía convertirse en un tigre furioso cuando se enfadaba. Así que fue muy sincero con Al Marsh.
Si quieres meterte con ella, tendrás que vértelas primero conmigo.
Marsh echaba a andar hacia él… pero el fulgor de acero que veía en los ojos de Hanscom lo detenía.
Me las pagarás, murmuraba. Sin embargo, era evidente que había perdido las ganas de pelear. Después de todo, era sólo un tigre de papel.
Lo dudo mucho, decía Hanscom, con una tensa sonrisa a lo Gary Cooper. Y el padre de Beverly se iba sigilosamente.
¿Qué te pasó, Ben? —gritaba Bev, con los ojos brillantes, llenos de estrellas—. Parecías a punto de matarlo.
¿Matarlo? —decía Hanscom, demorando en sus labios la sonrisa de Gary Cooper—. Ni pensarlo, nena. Aunque sea un degenerado, sigue siendo tu padre. Podría haberlo maltratado un poco, pero sólo porque no soporto que nadie te levante la voz sin acalorarme, ¿sabes?
Ella le echaba los brazos al cuello y lo besaba (en los labios, ¡EN LOS LABIOS!). Te amo, Ben, sollozaba. Él sentía sus pechos pequeños firmemente apretados contra el torso y…
Se estremeció un poquito, descartando esa imagen brillante, terrible, con esfuerzo. Richie estaba en el marco de la puerta preguntándole si los acompañaba o no. Sólo entonces notó que estaba solo en el taller.
—Sí —dijo, con un pequeño sobresalto—, ya voy.
—Te estás volviendo senil, Parva —reprochó Richie, mientras lo veía acercarse a la puerta.
Pero le dio una palmada en el hombro. Ben sonrió y le rodeó brevemente el cuello con un brazo.
5
No hubo problemas con el padre de Beverly. Había llegado a casa tarde después de trabajar, dijo la madre por teléfono. Se había quedado dormido frente al televisor y sólo se había despertado el tiempo necesario para acostarse en la cama.
—¿Te traen a casa, Bevvie?
—Sí. El padre de Bill Denbrough nos llevará a unos cuantos.
La señora Marsh pareció súbitamente alarmada.
—No habrás salido con un chico, ¿verdad, Bev?
—No, por supuesto —dijo Bev, mirando por la arcada hacia el comedor donde los otros rodeaban el tablero de Monopoly. Pero me gustaría que así fuera, pensó mientras agregaba—: Chicos, puajj. Lo que pasa es que aquí abajo tienen un registro; todas las noches hay un padre o una madre que se encarga de llevar a los chicos a su casa.
Eso, al menos, era cierto. El resto era una mentira tan atroz que se ruborizó acaloradamente en la oscuridad.
—Bueno —dijo la madre—. Sólo quería estar segura. Porque si tu padre te pilla saliendo con muchachos a tu edad, se pondrá furioso. —Como si lo pensara mejor, agregó—: Y yo también.
—Sí, ya sé.
Bev seguía mirando hacia el comedor. Lo sabía, sí. Y allí estaba, no con un chico sino con seis, en una casa donde los padres habían salido. Vio que Ben la miraba, preocupado, y le esbozó una sonrisa. Él, aunque ruborizado, le devolvió el saludo.
—¿Estás con alguna de tus amigas?
¿De qué amigas me hablas, mamá?
—Eh, sí, está Patty O’Hara. Y creo que también Ellie Geiger. Está abajo, jugando al ping-pong.
La facilidad con que mentía la avergonzó. Habría preferido hablar con su padre; le habría dado más miedo, pero menos vergüenza. Eso debía significar que no era muy buena.
—Te quiero mucho, mamá —dijo.
—Y yo a ti, Bev. —Su madre hizo una breve pausa antes de agregar—: Ten cuidado. En el diario dicen que puede haber otro caso. Ha desaparecido un chico llamado Patrick Hockstetter. ¿Lo conoces, Bevvie?
Ella cerró los ojos por un instante.
—No, mamá.
—Bueno… adiós, cariño.
—Adiós.
Se reunió con los otros ante la mesa y jugaron al Monopoly durante una hora. Stan fue el gran ganador.
—Es que los judíos somos estupendos cuando se trata de hacer dinero —dijo Stan, mientras instalaba un hotel frente al Atlántico y dos grandes negocios en pleno centro—. Todo el mundo lo sabe.
—Jesús, hazme judío —dijo Ben, de inmediato.
Y todos rieron, porque Ben estaba casi en la quiebra.
De vez en cuando, Beverly miraba a Bill, observando sus manos limpias, sus ojos azules, el fino pelo rojo. Mientras él movía el pequeño zapato plateado que usaba como marcador, pensó: Si él me tomara la mano, me sentiría tan feliz que podría morir. En el pecho se le encendió, por un instante, una cálida luz. Sonrió en secreto, mirándose las manos.
6
El final de la noche fue casi descorazonador. Ben tomó un cincel del estante y usó un martillo para golpear los moldes por las líneas de corte. Se abrieron con facilidad. Dos pequeñas bolas de plata cayeron a la mesa. En una de ellas se veía, vagamente, parte de una fecha: 925. En la otra, líneas onduladas que podían ser restos de la cabellera de la Libertad. Todos las miraron sin decir nada. Por fin, Stan tomó una.
—Bastante pequeña —observó.
—También lo era la piedra que David arrojó contra Goliat —apuntó Mike—. A mí me parecen poderosas.
Ben se descubrió asintiendo. Él opinaba lo mismo.
—¿Tt-t-terminamos? —preguntó Bill.
—Terminamos —confirmó Ben—. Toma.
Y arrojó el segundo balín a Bill, tomándolo tan por sorpresa que el chico estuvo a punto de dejarlo pasar.
Los balines circularon de mano en mano. Cada uno de ellos los observó de cerca, maravillándose ante su redondez, su peso, su misma existencia. Cuando volvieron a Ben, los retuvo en la mano mirando a Bill.
—¿Qué hacemos con ellos?
—Dá-dáselos a B-beverly.
—¡No!
La miró con amabilidad, pero severo.
—B-b-bev, ya he-hemos discut-t-tido esto y…
—Yo lo haré —aseguró ella—. Dispararé la honda cuando llegue el momento. Si llega. Probablemente provocaré que Eso nos mate a todos, pero lo haré. Eso sí: no quiero llevarlas a casa. Cualquiera de mis
(mi padre)
padres podría encontrarla. Y me armarían un escándalo.
—¿No tienes ningún escondrijo? —preguntó Richie—. Qué diablos, yo tengo cuatro o cinco.
—Tengo uno —confirmó Beverly. Había una pequeña ranura en el fondo de su cama, donde a veces escondía cigarrillos, comics y, recientemente, revistas de cine y de modas—. Pero nada seguro para este caso. Guárdalas tú, Bill. Al menos, hasta que llegue el momento.
—Está bien —aceptó él. En ese momento, unas luces iluminaron el camino de entrada—. Jolín, lle-llegan t-temprano. S-s-salgamos de a-aquí.
Acababan de sentarse otra vez alrededor del tablero cuando Sharon Denbrough abrió la puerta de la cocina. Richie puso los ojos en blanco e hizo ademán de secarse la frente. Los otros rieron con ganas. Richie acababa de Soltarse Uno Bueno.
La madre entró un momento más tarde.
—Tu padre está esperando en el coche para llevar a tus amigos, Bill.
—Bu-bu-bueno, mamá —dijo él—. Ya t-t-terminábamos.
—¿Quién ganó? —preguntó Sharon, sonriendo a los amiguitos de su hijo con ojos brillantes.
La niña será muy bonita —pensó—. Probablemente, dentro de uno o dos años no podremos dejarlos solos si hay niñas en el grupo. Pero por el momento es demasiado pronto para que el sexo levante su fea cabeza.
—Ga-ganó St-Stan —dijo Bill—. Los ju-judíos son estu-estupendos cuando s-s-se trata de hacer d-d-di-nero.
—¡Bill! —exclamó ella, horrorizada y enrojeciendo.
Y tuvo que mirarlos a todos, asombrada, porque estaban aullando de risa, incluido Stan. El asombro se convirtió en algo parecido al miedo (aunque nada de eso diría a su marido más tarde, en la cama). En el aire había una sensación de electricidad estática, sólo que mucho más poderosa, mucho más atemorizante. Tuvo la impresión de que si tocaba a cualquiera de esos niños, recibiría una tremenda descarga.
¿Qué les ha pasado?, pensó, espantada. Tal vez hasta abrió la boca para decir algo así. Pero Bill ya estaba pidiendo disculpas, aunque con un fulgor travieso en los ojos, y Stan aseguraba que no importaba, que era sólo un chiste, que se lo hacían de vez en cuando. Y ella se sintió demasiado confundida. Prefirió no decir nada.