It (Eso) – Stephen King

Y recordaba haberse sentido muy joven, muy fuerte.

XVIII. EL TIRACHINAS

1

—Bueno, Parva —dice Richie—, te ha llegado el turno. La pelirroja se ha fumado todos los cigarrillos, incluyendo la mayor parte de los míos. Se hace tarde.

Ben echó un vistazo al reloj. Sí, es tarde, casi medianoche. Queda tiempo para un cuento más, piensa. Un cuento más antes de las doce, sólo para mantenerse abrigados. ¿Cuál será? Pero eso es sólo un chiste, por supuesto, y no de los mejores; sólo queda una historia por contar, al menos una sola que él recuerde, y es la historia de los balines de plata que hicieron en el taller de Zack Denbrough la noche del 23 de julio y que utilizaron el día 25.

—Yo también tengo mis cicatrices —dice—. ¿Lo recordáis?

Beverly y Eddie sacuden la cabeza; Bill y Richie asienten. Mike guarda silencio, con los ojos alertas en la cara cansada.

Ben se levanta y se desabrocha la camisa que lleva puesta, abriéndola. Allí aparece una antigua cicatriz, con forma de H. Sus líneas están quebradas porque la barriga era mucho más grande cuando pusieron allí esa marca, pero su forma sigue siendo identificable.

La gruesa cicatriz que desciende desde la barra transversal de la H es mucho más nítida. Parece una blanca cuerda de ahorcado de la que se hubiera cortado el lazo.

Beverly se lleva la mano a la boca:

—¡El hombre-lobo! ¡En aquella casa! ¡Oh, Dios!

Y se vuelve hacia las ventanas como si pudiese verlo acechar en la oscuridad exterior.

—En efecto —dice Ben—. ¿Y queréis saber algo curioso? Hace dos noches, esa cicatriz no estaba allí. Sólo se veía la antigua tarjeta de presentación de Henry; lo sé porque se la enseñé a un amigo mío, un tabernero llamado Ricky Lee, allá en Hemingford Home. Pero ésta… —Ríe sin mucho humor y empieza a abrocharse otra vez—. Ésta acaba de volver.

—Como las que tenemos en la palma de las manos.

Sí —dice Mike, mientras Ben se abotona la camisa—. El hombre-lobo. Aquella vez todos vimos a Eso con la forma del hombre-lobo.

—Porque así lo había visto Ri-Ri-Richie la p-pri-mera vez —murmura Bill—. ¿No fue así?

—Sí —responde Mike.

—Estábamos unidos, ¿verdad? —comenta Beverly. Su voz está llena de suave maravilla—. Tan unidos que nos leíamos la mente.

—El Viejo Peludo estuvo a punto de usar tus tripas para ligas, Ben —apunta Richie, pero no sonríe al decirlo. Se ajusta las gafas remendadas por la nariz; detrás de ellos, su cara luce blanca, ojerosa y fantasmagórica.

—Bill te salvó el trasero —dice Eddie, abruptamente—. Es decir, Bev nos salvó a todos, pero si no hubiera sido por ti, Bill…

—Sí —concuerda Ben—. Me salvaste, Gran Bill. Yo estaba casi perdido en esa casa de locos.

Bill señala brevemente la silla vacía.

—Recibí cierta ayuda de Stan Uris. Y él la pagó caro. Tal vez murió por eso.

Ben Hanscom sacude la cabeza.

—No digas eso,

—Pero es v-v-verdad. Y si es cu-culpa vuestra, también es culpa mía, y de t-t-todos los presentes, porque seguimos adelante. Aun después de lo que pasó con Patrick y de lo que había escrito en aquella nevera, seguimos adelante. Creo que es culpa mía, m-m-más que de nadie, porque yo qu-qu-quería que siguiéramos. Por Ge-Georgie. Tal vez hasta porque pensaba que, si mataba al as-s-sesino de Georgie, mis padres tendrían que q-q-q-q…

—¿Quererte otra vez? —adivina Beverly, con suavidad.

—Sí. Claro. Pero no c-c-creo que fuera cu-cu-culpa de nadie, Ben. A-así era Stan, s-s-simplemente.

—No pudo enfrentarlo —dice Eddie.

Está pensando en la revelación del señor Keene sobre su medicamento para el asma y su imposibilidad de abandonarlo. Piensa que podría haber abandonado la costumbre de enfermarse, pero no la de creer. Tal como han resultado las cosas, tal vez esa costumbre le ha salvado la vida.

—Ese día estuvo grandioso —dice Ben—. Stan y sus pájaros.

Una risa sofocada corre entre ellos; todos miran la silla que Stan habría debido ocupar si el mundo fuese un lugar recto y cuerdo donde los buenos ganaran siempre. Lo echo de menos —piensa Ben—. Dios mío, cómo lo echo de menos…

Y dice:

—¿Recuerdas, Richie? Un día comentaste que, según decían algunos, él había matado a Jesús. Y Stan contesta, con perfecta cara de sota: «Ése debe haber sido mi padre».

—Lo recuerdo —dice Richie, en voz tan baja que apenas le oyen. Saca el pañuelo del bolsillo posterior, se quita las gafas y, después de enjugarse los ojos, vuelve a ponérselas. Guarda el pañuelo y propone, sin apartar la vista de sus manos—. ¿Por qué no lo cuentas, Ben?

—Duele, ¿verdad?

—Sí —dice Richie, ya tan espesa la voz que cuesta entender sus palabras—. Claro que duele.

Ben mira a todos y asiente.

—Muy bien. Otro cuento antes de las doce, sólo para mantenernos abrigados. Bill y Richie tuvieron la idea de hacer las balas…

—No —corrige Richie—. A Bill se le ocurrió primero; pero también fue el primero en ponerse nervioso.

—S-s-sólo empecé a preocuparme…

—Creo que no tiene importancia —interrumpe Ben—. Aquel mes de julio, los tres pasamos bastante tiempo en la biblioteca. Tratábamos de averiguar cómo se hacían las balas de plata. Yo tenía plata: cuatro dólares que habían sido de mi padre. Después, Bill se puso nervioso, pensando en qué situación nos encontraríamos si nos salía mal el disparo en el momento en que algún monstruo se nos viniera encima. Y cuando vimos la puntería de Beverly con el tirachinas, terminamos usando mis dólares de plata para hacer balines. Conseguimos los utensilios y nos reunimos, todo el grupo, en casa de Bill. Tú estabas presente, Eddie.

—Dije a mi madre que íbamos a jugar al Monopoly —completa Eddie—. Me dolía mucho el brazo, pero tuve que ir caminando porque ella estaba muy enfadada conmigo. Y cada vez que oía a alguien detrás de mí, por la calle, me volvía como movido por un resorte pensando que era Bowers. Eso empeoró el dolor.

Bill sonríe.

—Y lo que hicimos fue reunirnos a mirar cómo Ben hacía las municiones. Creo que Ben habría po-podido hacer las ba-balas de plata.

—Oh, no estoy tan seguro —aduce Ben, aunque no es cierto.

Recuerda que fuera estaba oscureciendo (el señor Denbrough había prometido llevarlos a todos en coche hasta sus respectivas casas); en la hierba cantaban los grillos y las primeras luciérnagas parpadeaban junto a las ventanas. Bill había preparado cuidadosamente el tablero del Monopoly en el comedor, como si llevaran más de una hora jugando.

Recuerda eso y el claro charco de luz amarilla que caía sobre la mesa de trabajo de Zack. Recuerda que Bill dijo:

—Hay que tener c-c-c…

2

cuidado. No quiero qu-que esto que-quede hecho un des-s-sastre. Mi padre se v-v-va a po-poner f-f-f…

Escupió una ristra de efes y, por fin, logró decir «furioso».

Richie se secó ostentosamente la cara.

—¿Repartes toallas después de la ducha, Bill el Tarta?

Bill hizo ademán de pegarle y el chico se encogió, chillando con su voz de negrito esclavo.

Ben no les prestaba atención. Observaba los utensilios y las herramientas que Bill iba disponiendo uno a uno, bajo la luz. Parte de su mente deseaba tener, algún día, un taller tan bonito como ése, pero la mayor parte se concentraba en la tarea a realizar. No sería tan difícil como la fabricación de balas de plata, pero aun así tenía que ser cuidadoso. No había excusas para un trabajo chapucero. Eso era algo que nadie le había enseñado; simplemente, lo sabía.

Bill había insistido en que Ben se encargara de hacer las municiones, así como insistía en que Beverly se encargara de utilizar el tirachinas. Cabía discutir esas decisiones y las habían discutido, pero sólo veintisiete años después, al relatar el episodio, reparó Ben en que nadie había sugerido que una bala o balín de plata podía no servir para detener a un monstruo; tenían de su parte el peso de mil películas de terror.

—Bueno —dijo Ben, haciendo crujir los nudillos mientras miraba a Bill—, ¿tienes los moldes?

—Oh. —Bill dio un respingo—. A-a-aquí.

Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó su pañuelo. Lo desplegó sobre el banco de carpintero. Dentro había dos bolas de acero opaco, cada una con un pequeño agujero. Eran moldes para balines.

Después de decidir que serían balines y no balas, Bill y Richie habían vuelto a la biblioteca para investigar cómo se hacían los balines.

—Qué atareados estáis —había comentado la señora Starrett—. Balas una semana, balines a la siguiente. ¡Y estamos en vacaciones!

—No queremos perder el adiestramiento —dijo Richie—. ¿No es cierto, Bill?

—S-s-sí.

Según resultó, hacer balines era jauja, una vez se tenían los moldes. La cuestión era dónde conseguirlos. Eso se solucionó con un par de discretas preguntas a Zack Denbrough… y ninguno de los Perdedores se sorprendió al saber que sólo un taller fabricaba esos moldes en Derry: Herramientas de Precisión Kitchener. Su propietario era el sobrino-tataranieto de los hermanos que habían instalado la Fundición Kitchener.

Bill y Richie fueron allá con todo el efectivo que los Perdedores pudieron reunir en tan breve plazo: diez dólares con cincuenta y nueve centavos. Cuando Bill preguntó cuánto podía costar un par de moldes para balines de dos pulgadas, Carl Kitchener (que parecía un ebrio consuetudinario y olía a vieja manta de caballo) preguntó para qué querían los moldes. Richie dejó que Bill se encargara de la respuesta, sabiendo que eso facilitaría las cosas: si los chicos se burlaban de su tartamudez, a los adultos los ponía incómodos, cosa que solía resultar muy útil.

Antes de que Bill llegara a la mitad de la explicación que había preparado con Richie durante el trayecto (algo referido a un modelo de molino de viento para el proyecto de ciencia del año siguiente), Kitchener le hizo señas de que estaba bien y le propuso el increíble precio de cincuenta centavos por molde.

Bill, sin poder creer en tanta buena suerte, le entregó un billete de un dólar.

—Por esto no os voy a dar una bolsa —dijo Carl Kitchener, mirándolos con el desprecio de quien está convencido de haberlo visto todo en este mundo, generalmente por duplicado—. No damos bolsas sino por compras de cinco dólares por lo menos.

—No i-i-importa, s-s-señor —dijo Bill.

—Y no os detengáis frente a mi tienda —indicó Kitchener—. A los dos os hace falta un buen corte de pelo.

Ya fuera, Bill dijo:

—¿N-notaste, Ri-Richie, que los m-m-mayores no te venden na-na-nada aparte de g-g-golosinas y rev-vistas si no te p-p-preguntan pa-para qué es?

—Cierto —dijo Richie.

—¿P-p-por qué será?

—Porque nos consideran peligrosos.

—¿S-s-sí? ¿Te p-p-parece?

—Sí —aseguró Richie y se echó a reír—. Quedémonos frente a la tienda, ¿quieres? Nos levantaremos los cuellos, miraremos a la gente con aire sospechoso y nos dejaremos crecer el pelo.

—Vete a la m-m-m… —dijo Bill.

3

—Bueno —dijo Ben, mirando con cuidado los moldes—. Ahora…

Le hicieron un poco más de espacio, mirándolo con expresión esperanzada, como mira al mecánico el dueño de un coche descompuesto cuando no sabe nada de automóviles. Ben no reparó en esa expresión. Estaba concentrado en su trabajo.

—Alcanzadme esa bala —dijo—, y el soldador.

Bill le entregó una bala de mortero cortada en dos. Era un recuerdo de guerra que Zack había recogido en Alemania cinco días después de entrar con el ejército del general Patton. En otros tiempos, cuando Georgie aún llevaba pañales, se había utilizado en la casa como cenicero. Pero Zack había dejado de fumar y la bala de mortero había desaparecido. Bill la había encontrado en la parte trasera del garaje una semana antes.

Ben puso la bala de mortero en el torno, la ajustó y luego tomó el soldador de manos de Beverly. Sacó del bolsillo un dólar de plata y lo dejó caer en el improvisado crisol. Despidió un sonido hueco.

—Eso te lo dio tu padre, ¿verdad? —observó Beverly.

—Sí —dijo Ben—, pero no lo recuerdo muy bien.

—¿Estás seguro de que quieres usarlo para esto?

Él la miró con una sonrisa.

—Sí —aseguró.

Y ella le devolvió la sonrisa. Para Ben fue suficiente. Si ella le hubiese sonreído dos veces, habría sido capaz de hacer balines de plata para matar a un pelotón de hombres-lobo. Miró hacia otro lado, apresuradamente

—Bueno, manos a la obra. No hay problema. Es más fácil que andar a pie.

Todos asintieron, vacilantes.

Años después, al relatar todo eso, Ben pensaría: Hoy en día cualquier niño podría ir a comprar un soldador de propano…, siempre que su padre no tuviese uno en el taller.

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