Con un chillido de asco y miedo, tiró de ella y vio salir la trompa de su brazo, como una daga pequeña, chorreando sangre. Entonces comprendió qué era la sangre del sendero, oh, sí, y sus ojos volaron a la nevera.
La puerta se había cerrado otra vez, pero varios de los parásitos estaban fuera reptando torpemente sobre el esmaltado blanco, herrumbroso. Ante la vista de Beverly, uno de ellos desplegó sus alas membranosas, como de mosca, y zumbó hacia ella.
La chica actuó sin pensar: cargó una de las municiones de acero en la taza del Bullseye y tiró del elástico hacia atrás. Al flexionar los músculos del brazo izquierdo, vio que la sangre brotaba a borbotones del orificio que aquello había dejado en su brazo. Soltó la goma, de cualquier modo, apuntando inconscientemente a la bestia voladora.
¡Mierda fallé!, pensó en el momento en que el proyectil salía disparado como un fragmento de luz parpadeante bajo el sol neblinoso. Más tarde diría a los otros Perdedores que estaba segura de haber fallado, así como el jugador de bolos sabe que su tiro ha sido malo en cuanto la bola abandona sus dedos. Pero entonces vio que el proyectil describía una curva. Sucedió en una fracción de segundo, pero la impresión fue muy clara: había descrito una curva. Golpeó a la cosa voladora, convirtiéndola en pasta. Una lluvia de gotitas amarillentas cayó sobre el sendero.
Beverly retrocedió lentamente, con los ojos dilatados y los labios estremecidos, la cara bañada de un blanco grisáceo, espantada. Mantenía la vista clavada en la puerta de la nevera por si alguna de esas otras cosas la olfateaba o percibía su presencia. Pero los parásitos se limitaron a arrastrarse lentamente, como moscas de otoño aturdidas por el frío.
Por fin giró en redondo y echó a correr.
El pánico latía oscuramente en sus pensamientos, pero no cedió del todo. Llevaba el tirachinas en la mano izquierda y, de vez en cuando, miraba por encima del hombro. Aún había sangre salpicando el sendero y las hojas de los matorrales, como si Patrick hubiese avanzado en zigzag al correr.
Beverly irrumpió otra vez en la zona de los coches abandonados. Delante de ella había un charco de sangre más ancho que apenas comenzaba a absorber la tierra pedregosa. El suelo parecía removido, con marcas oscuras trazadas en la blanca superficie polvorienta. Como si hubiese habido lucha en ese sitio. Dos surcos, separados por cuarenta o cincuenta centímetros, se alejaban de allí.
Beverly se detuvo, jadeando. Echó una mirada a su brazo y comprobó, aliviada, que el flujo de sangre iba menguando, aunque tenía chorreaduras hasta la palma de la mano. Empezaba a sentir dolor, una palpitación sorda y pareja, como se siente en la boca una hora después de la visita al dentista, cuando empieza a pasar el efecto de la novocaína.
Volvió a mirar atrás y, al no ver nada, se dedicó a estudiar aquellos surcos que se apartaban de los coches abandonados y del vertedero para perderse en Los Barrens.
Esas cosas estaban en la nevera. Seguramente se lanzaron todas sobre él; basta con ver toda esta sangre. Llegó hasta aquí y luego
(hola y adiós)
pasó algo más. ¿Qué?
Tenía mucho miedo de saberlo. Las sanguijuelas eran una parte de Eso y habían llevado a Patrick hacia otra parte de Eso, tal como se lleva a un venado enloquecido de pánico hacia el matadero.
¡Vete de aquí! ¡Vete, Bevvie!
Pero siguió los surcos cavados en la tierra apretando el Bullseye en la mano sudorosa.
¡Por lo menos, ve en busca de los otros!
Iré… dentro de un momento.
Siguió caminando. Seguía los surcos por una superficie que se inclinaba hacia abajo, cada vez más blanda. Los siguió otra vez hasta el follaje denso. Una cigarra chirriaba, estridente; de pronto quedó en silencio. Los mosquitos le aterrizaban en el brazo surcado de sangre. Los apartó a manotazos, mordiéndose el labio inferior.
Allá delante había algo en el suelo. Lo recogió para mirarlo. Era una billetera hecha a mano de las que hacían los chicos en el curso de manualidades del Centro Cívico. Sólo que, obviamente, el autor de ésa no era muy buen artesano: las puntadas de plástico ya se estaban soltando y el compartimiento para billetes flameaba como boca floja. En el monedero había una moneda de veinticinco centavos. La billetera sólo contenía, aparte de eso, una credencial de la biblioteca, extendida a nombre de Patrick Hockstetter. Beverly arrojó la billetera a un lado, tal como estaba, y se limpió los dedos en los pantaloncitos.
Quince metros más allá encontró una zapatilla. La maleza era ya demasiado densa y no le permitía seguir la huella de los surcos, pero no hacía falta ser rastreador para distinguir las salpicaduras de sangre.
El rastro descendía, serpenteante, por un soto empinado. Bev perdió pie y resbaló; los espinos la arañaron. Unas líneas de sangre fresca aparecieron en la parte alta del muslo. Ahora respiraba aceleradamente; el pelo, sudoroso, se le pegaba al cráneo.
Las manchas de sangre llegaban hasta uno de los difusos senderos abiertos en Los Barrens con el Kenduskeag a poca distancia. Allí estaba la otra zapatilla de Patrick, con los cordones ensangrentados.
Beverly se aproximó al río con el Bullseye medio estirado. Los surcos habían reaparecido, ahora menos profundos. Eso es porque perdió las zapatillas, se dijo ella.
Caminó por el último recodo del camino y se encontró frente al río. Los surcos bajaban hasta la orilla y, por fin, llegaban hasta uno de esos cilindros de cemento: una de las estaciones de bombeo. Allí se interrumpían. La tapa de hierro que coronaba ese cilindro estaba un poco entreabierta.
Al inclinarse hacia ella para mirar abajo, una gruesa y monstruosa risita brotó súbitamente del interior.
Eso fue demasiado. El pánico que venía amenazándola descendió, por fin. Beverly giró en redondo y huyó hacia el claro, hacia la casita, con el brazo ensangrentado protegiéndose la cara de las ramas que la fustigaban.
A veces yo también me preocupo, papá —pensó, descabelladamente—. A veces me preocupo MUCHO.
7
Cuatro horas después, todos los Perdedores, con excepción de Eddie, se agazapaban entre los matorrales, cerca del sitio donde Beverly, escondida, había visto a Patrick Hockstetter abrir la nevera. El cielo se había cubierto de nubes tormentosas; en el aire había otra vez olor a lluvia. Bill sostenía el extremo de la larga cuerda. Los seis habían reunido sus monedas para comprar la cuerda y un botiquín de primeros auxilios para Beverly. Bill había aplicado cuidadosamente un parche de gasa al agujero sanguinolento del brazo.
—D-d-di a tus pa-padres q-q-que te rasp-p-paste pat-pat-patinando —recomendó.
—¡Mis patines! —recordó Beverly, horrorizada. Los había olvidado por completo.
—Ahí están —señaló Ben.
Yacían tirados a poca distancia. La chica corrió a buscarlos antes de que ninguno de ellos pudiera ofrecerse. Acababa de recordar que los había dejado a un lado antes de orinar, y no quería que los otros se acercaran a ese sitio.
Bill, en persona, ató un extremo de la cuerda al tirador de la nevera; todos lo acompañaron cautelosamente, en grupo, listos para huir a la menor señal de movimiento. Bev había ofrecido devolverle el tirachinas, pero él insistió en que se lo quedase. Nada se movió. Aunque el suelo frente al artefacto estaba manchado de sangre, los parásitos se habían ido.
—Podríamos traer al comisario Borton, al señor Nell y a otros cien policías, sin que sirviese de nada —comentó Stan Uris, amargamente.
—No verían un pimiento —concordó Richie—. ¿Cómo está tu brazo?
—Duele. —Ella hizo una pausa, miró a Bill, a Richie y otra vez a Bill—. ¿Creéis que mis padres verían ese agujero que tengo?
—N-n-no creo —musitó Bill—. Prep-prep-p-paraos para co-co-correr. V-v-voy a at-t-tar esto.
Pasó el extremo de la soga por el tirador cromado, lleno de herrumbre, con el cuidado de quien desactiva una sombra. Ató un nudo flojo y retrocedió soltando cuerda. Cuando hubo cubierto cierta distancia, dedicó a los otros una sonrisa temblorosa.
—Uff —dijo—. M-m-menos mal. Ya e-e-está.
Ya a una distancia prudencial (eso cabía esperar) de la nevera, Bill les repitió que estuviesen preparados para huir. Un trueno resonó directamente arriba haciéndoles dar un salto. Comenzaban a caer las primeras gotas.
Bill tiró de la cuerda con todas sus fuerzas. El nudo flojo se soltó, pero no antes de haber abierto la puerta de la nevera. Del interior cayó una avalancha de pompones naranja. Stan Uris emitió un gruñido de dolor. Los otros se limitaron a mirar, boquiabiertos.
La lluvia se tornó más fuerte. Los relámpagos soltaban latigazos allá arriba, intimidándolos. En el momento en que la puerta se abría por completo, restalló un rayo azul purpúreo.
Richie fue el primero en ver aquello y gritó con voz aguda, herida. Bill soltó una exclamación de furia y miedo. Los otros guardaron silencio.
En el lado interior de la puerta, en letras de sangre ya seca, se leían estas palabras:
BASTA YA O LOS MATO.
ES UN CONSEJO DEL AMIGO
PENNYWISE
A la lluvia torrencial se agregó el granizo. La puerta de la nevera se mecía, estremecida, en el fuerte viento, mientras la leyenda empezaba a chorrear tomando el ominoso aspecto de un anuncio para películas de terror.
Bev no se dio cuenta de que Bill se había levantado hasta que lo vio avanzar hacia la nevera, sacudiendo los puños. El agua le chorreaba por la cara, pegándole la camisa a la espalda.
—¡Te vamos a m-m-matar! —vociferó.
Los truenos rugían, entre relámpagos tan poderosos que la chica llegaba a percibir su olor. A poca distancia de ellos se oyó el sonido resquebrajado de un árbol que caía.
—¡Vuelve aquí, Bill! —chillaba Richie—. ¡Vuelve, tío!
Empezó a levantarse, pero Ben lo bajó nuevamente de un tirón.
—¡Tú mataste a mi hermano George! ¡Hijo de puta! ¡Degenerado! ¡Bastardo! ¡Quiero verte la cara! ¡Sal si eres valiente!
El granizo cayó a cántaros, fustigándolos aun a través de los arbustos que los protegían. Beverly levantó el brazo para protegerse la cara. En las mejillas chorreantes de Ben habían aparecido manchas rojas.
—¡Bill! ¡Vuelve! —gritó ella, desesperada.
Un trueno más ahogó su voz, rodando por Los Barrens, por debajo de las nubes negras.
—¡Quiero verte la cara, maldito hijo de puta!
Bill pateaba con furia el montón de pompones que habían salido de la nevera. Giró en redondo y empezó a caminar hacia el grupo con la cabeza gacha, como si no sintiera el granizo, aunque a esa altura cubría el suelo como si fuera nieve.
Avanzó torpemente entre las matas. Stan tuvo que sujetarlo por el brazo para evitar que se metiera entre las zarzas. Lloraba.
—Ya vale, Bill —dijo Ben, rodeándolo con un brazo torpe.
—Sí, no te preocupes —agregó Richie—. No vamos a echarnos atrás. —Miró a los otros, salvajes los ojos en la cara mojada—. ¿Alguien quiere echarse atrás?
Todos sacudieron la cabeza.
Bill levantó la vista secándose los ojos. Estaban todos empapados de pies a cabeza; parecían una camada de cachorros después de vadear un río.
—Eso n-n-nos ti-ti-tiene m-m-miedo —aseguró—. L-l-lo intuyo. P-Puedo jurarlo.
Beverly asintió, sobria.
—Me parece que tienes razón.
—Ayu-yu-yudadme —pidió Bill—. P-p-por favor. A-a-ayudadme.
—Te ayudaremos —dijo Beverly.
Y tomó a Bill entre sus brazos. Nunca había imaginado lo fácil que sería rodearlo con los brazos, lo delgado que era. Sintió el corazón de Bill palpitando contra la camisa; lo sintió junto al suyo. Y pensó que ningún contacto le había parecido nunca tan dulce, tan intenso.
Richie los abarcó a ambos con sus brazos y apoyó la cabeza en el hombro de Beverly. Ben hizo lo mismo por el lado apuesto. Stan Uris abrazó a Richie y a Ben. Mike, después de una breve vacilación, deslizó un brazo por la cintura de Beverly y el otro por los hombros estremecidos de Bill. Y así permanecieron, estrechándose, mientras el granizo se convertía en lluvia torrencial, tan densa que parecía una nueva atmósfera. Truenos y relámpagos resonaban en lo alto. Nadie hablaba. Beverly mantenía los ojos cerrados con fuerza, Se quedaron bajo la lluvia, amontonados, abrazándose y escuchando el ruido del agua en los matorrales. Eso era lo que Beverly recordaba mejor: el ruido de la lluvia y el silencio compartido. Y un vago dolor porque Eddie no estaba allí, con ellos.
Recordaba esos detalles.