—Vamos, perrito —dijo Patrick Hockstetter, con los ojos cerrados y la respiración acelerada—. Vamos, perrito.
Al tercer día, al abrirse la puerta, el cachorro sólo pudo girar sus ojos hacia la cara de Patrick. Sus costados palpitaban rápidamente. Un día después, el cocker estaba muerto, con una corona de espuma congelada alrededor del hocico. Patrick, al verla, pensó en un helado de coco; rió con todas sus ganas mientras retiraba el cadáver congelado para arrojarlo entre las matas.
Ese verano, la provisión de víctimas (que Patrick consideraba, si acaso las tenía en cuenta, como «animales de experimentación») había mermado mucho. Dejando a un lado la cuestión de la realidad, tenía muy bien desarrollado el instinto de autoconservación y una intuición exquisita. Sospechaba que sospechaban de él. No sabía de seguro quién: ¿el señor Engstrom? Tal vez. El señor Engstrom se había vuelto a mirarlo con expresión pensativa, un día de esa primavera, en la tienda donde estaba comprando cigarrillos y donde Patrick esperaba para comprar el pan. ¿La señora Josephs? Quizá; a veces se sentaba ante la ventana de su sala con un telescopio y, según la señora Hockstetter, era «una entrometida». ¿El señor Jacubois, que tenía una insignia de la Sociedad Protectora de Animales en el parachoques del coche? ¿El señor Nell? ¿Otra persona? Patrick no lo sabía con seguridad, pero la intuición le decía que alguien sospechaba de él, y él nunca discutía con su intuición. Se limitó a atrapar algunos animales vagabundos entre los derruidos inquilinatos de la Manzana del Infierno, eligiendo sólo los que parecían muy flacos o enfermos, pero eso fue todo.
Sin embargo, descubrió que la nevera había adquirido un extraño poder sobre él. Comenzó a dibujarla en la escuela, cuando estaba aburrido. A veces soñaba con ella y la veía enorme, de unos veinte metros de alto, sepulcro blanqueado, poderosa cripta helada bajo el gélido claro de luna. En esos sueños, la gigantesca puerta se abría. Unos ojos enormes lo miraban fijamente. Entonces despertaba, sudando frío. De cualquier modo, no pudo renunciar del todo a las alegrías del artefacto.
Ese día había descubierto, por fin, quién sospechaba de él: Bowers. Al saber que Henry Bowers conocía el secreto de su cámara de eliminación, Patrick sintió algo tan parecido al pánico como le era posible experimentar. En realidad no era muy parecido, pero de cualquier manera, esa inquietud mental le resultó opresiva y desagradable. Henry lo sabía. Sabía que Patrick, a veces, desobedecía las reglas.
La última víctima había sido una paloma que descubrió dos días antes, en Jackson Street. La paloma había sido golpeada por un coche y no podía volar. Patrick fue a su casa, sacó la caja del garaje y puso a la paloma dentro. El ave le picoteó varias veces el dorso de la mano, dejándole huellas ensangrentadas. A él no le importó. Cuando abrió la nevera, al día siguiente, su víctima estaba bien muerta, pero él no retiró el cadáver. Ahora, teniendo en cuenta la amenaza de Henry, Patrick decidió que le convenía deshacerse de esos restos cuanto antes. Tal vez hasta llevara un cubo de agua y algunos trapos para limpiar el interior de la nevera, que no olía muy bien. Si Henry decía algo y el señor Nell bajaba a investigar, tal vez se diera cuenta de que algo (varios algos, en realidad) había muerto allí dentro.
Si Henry se chiva —pensó Patrick, de pie en el pinar, contemplando la herrumbrada Amana—, yo diré que él le quebró el brazo a Eddie Kaspbrak. —Claro que, probablemente, eso ya se sabía, nadie podía probar nada porque todos ellos habían declarado que habían pasado ese día jugando en la casa de Henry y el padre de Henry, el loco, los había respaldado—. Pero si él se chiva, yo me chivo. Una cosa por otra.
Eso ya no importaba. Lo que correspondía era deshacerse de la paloma. Dejaría abierta la puerta de la nevera y después volvería con trapos y agua para limpiar. Bien.
Patrick abrió la puerta que daba a su propia muerte.
Al principio quedó sólo desconcertado, sin poder captar lo que estaba viendo. Para él no tenía sentido alguno. No había contexto. Se limitó a mirar fijamente, con la cabeza inclinada a un lado y los ojos muy grandes.
La paloma no era sino un esqueleto rodeado por un montón de plumas. En el cadáver no quedaba carne alguna. Y alrededor, pegados a las paredes interiores de la nevera, colgando del congelador, balanceándose de las rejillas, había decenas de cosas color carne que parecían grandes moluscos. Patrick vio que apenas se movían, aleteando, como en una brisa. Pero no había brisa. Frunció el ceño.
De pronto, una de aquellas cosas-moluscos desplegó alas de insecto. Antes de que Patrick pudiese captar el simple hecho, el ser había volado por el espacio abierto entre la nevera y el brazo izquierdo de Patrick. Lo golpeó allí con un sonido hueco. Hubo un instante de ardor que pasó enseguida. Patrick sentía el brazo como siempre…, pero la carne pálida de aquella especie de molusco se puso rosa y luego, con súbita brusquedad, roja.
Aunque Patrick no tenía miedo a casi nada, en el sentido que habitualmente se da a la palabra (es difícil temer a las cosas que no son reales), había una cosa que lo llenaba de asco y repulsión. A los siete años, cierto cálido día de agosto, había descubierto, al salir del lago Brewster, que tenía cuatro o cinco sanguijuelas aferradas a su estómago y sus piernas. Gritó hasta quedar ronco, mientras su padre se las arrancaba.
Ahora, en un mortífero arrebato de inspiración, comprendió que aquello eran extrañas sanguijuelas voladoras. Habían infestado su nevera.
Patrick empezó a aullar mientras golpeaba aquella cosa pegada a su brazo, ya hinchada hasta alcanzar casi el tamaño de una pelota de tenis. Al tercer golpe, la cosa se abrió con un repugnante scutt. La sangre, su sangre, le chorreó desde el codo a la muñeca, pero la cabeza del bicho, una especie de gelatina sin ojos, seguía prendida. En cierto modo, era como la estrecha cabeza de un pájaro que terminaba en una estructura similar al pico; pero ese pico no era plano ni puntiagudo, sino tubular y romo, como la trompa del mosquito. Y esa trompa estaba hundida en el brazo de Patrick.
Sin dejar de gritar, hizo una pinza con los dedos para arrancarse esa cosa reventada. El pico se desprendió limpiamente seguida de un flujo de sangre mezclado con un líquido blanco amarillento, como pus. Había dejado en su brazo un agujero del tamaño de una moneda, aunque indoloro.
Y el bicho, aunque reventado, seguía retorciéndose y buscando en sus dedos.
Patrick lo arrojó, giró sobre sus talones… y más sanguijuelas salieron volando de la nevera y cayeron mientras él buscaba el tirador de la nevera. Se le posaron en las manos, en los brazos, en el cuello. Una lo tocó en la frente. Cuando Patrick levantó la mano para quitársela, vio otras cuatro bajo sus dedos; temblaban apenas, mientras se iban poniendo de color rosa.
No había dolor… pero sí una horrible sensación de drenaje. Aullando, girando sobre sí, golpeándose la cabeza y el cuello con las manos llenas de sanguijuelas, Patrick Hockstetter pensaba: Esto no es real, sólo un mal sueño, no te preocupes, no es real, nada es real…
Pero la sangre que brotaba de las sanguijuelas reventadas parecía muy real, igual que el zumbido de sus alas… y su propio terror.
Una de ellas se metió debajo de su camisa y se le adhirió al pecho. Mientras le pegaba frenéticamente, observando la mancha de sangre que se esparcía sobre ese lugar, otra cayó en su ojo derecho. Patrick lo cerró, pero no sirvió de nada: sintió el breve ardor al hundirse la trompa en su párpado para chuparle el fluido del globo ocular. Patrick sintió que el ojo se derrumbaba dentro de la cuenca. Aulló otra vez. Una sanguijuela aprovechó para entrar en su boca y anidar en su lengua.
Todo era casi indoloro.
Patrick avanzó a tropezones, agitando los brazos por el sendero que llevaba al depósito de coches viejos. Los parásitos le colgaban de todo el cuerpo. Algunos chuparon hasta llenarse y reventaron como globos. Cuando eso ocurría con los más grandes, bañaban a Patrick con un chorro de su propia sangre. La sanguijuela que tenía en la boca se iba hinchando; abrió las mandíbulas, pues su único pensamiento coherente era que no debía reventar allí, no debía, no debía.
Pero reventó allí. Patrick despidió un chorro de sangre y carne de parásito como si fuera un vómito. Cayó en la mezcla de polvo y grava y rodó sobre sí, siempre gritando. Poco a poco, el ruido de sus propios aullidos se fue borrando, como si se alejase.
Un momento antes de perder el sentido, vio que una silueta salía desde atrás del último coche abandonado. Al principio, Patrick pensó que era un hombre, tal vez Mandy Fazio. Estaba salvado. Pero al acercarse la silueta, vio que su cara era como cera derretida. A veces empezaba a endurecerse y se parecía a algo —o a alguien—, pero enseguida volvía a desdibujarse, como si no lograse decidir quién o qué deseaba ser.
—Hola y adiós —dijo una voz burbujeante, por debajo del sebo derretido de sus facciones. Patrick trató de aullar otra vez. No quería morir. Por ser la única persona «real», no podía morir. Si moría, todos los habitantes del mundo morirían con él.
La forma humana se apoderó de sus brazos, incrustados de sanguijuelas, y empezó a arrastrarlo hacia Los Barrens. La mochila llena de libros, manchada de sangre, iba dando tumbos tras él, aún enredada a su cuello. Patrick, que seguía tratando de gritar, perdió la conciencia.
Despertó sólo una vez: fue cuando, en algún infierno oscuro, maloliente, mojado, donde no brillaba luz alguna, ni un solo rayo de luz, Eso comenzó a alimentarse.
6
En un principio, Beverly no comprendió muy bien lo que estaba viendo ni lo que pasaba. Sólo sabía que Patrick Hockstetter había empezado a debatirse, a bailar, a dar gritos. Se levantó con cautela, sosteniendo el tirachinas en una mano y dos de las municiones en la otra. La voz de Patrick seguía oyéndose por el camino, chillando a todo pulmón. En ese momento Beverly fue, de pies a cabeza, la encantadora mujer en que se convertiría; si Ben Hanscom hubiera estado allí para verla en ese momento, tal vez su corazón no lo habría resistido.
Estaba erguida en toda su estatura, con la cabeza inclinada a la izquierda, los ojos dilatados y el pelo peinado en dos trenzas que había rematado con dos pequeñas cintas de terciopelo rojo. Su postura era de concentración absoluta, felina, como de lince. Había apoyado el peso del cuerpo sobre el pie izquierdo girando el torso a medias, como si fuera a correr tras Patrick. El pantaloncito desteñido dejaba asomar el borde de sus bragas amarillas. Más abajo se estiraban las piernas ya suavemente musculosas, bellas a pesar de las costras, los moretones y las manchas de polvo.
Es una trampa. Te ha visto, sabe que probablemente no puede alcanzarte en una carrera y por eso trata de que te acerques. ¡No lo hagas, Bevvie!
Pero otra parte de ella encontraba demasiado dolor, demasiado miedo en esos alaridos. Quería ver qué le había pasado a Patrick con más claridad, si algo había pasado. Había querido, sobre todo, entrar en Los Barrens por un camino diferente para no presenciar esa locura.
Los gritos de Patrick cesaron. Un momento después, Beverly oyó que alguien hablaba…, pero comprendió que eso tenía que ser su propia imaginación. Oyó la voz de su padre, que decía: «Hola y adiós». Su padre no estaba siquiera en Derry ese día. Había salido hacia Brunswick a las ocho, con Joe Tammerly, para recoger un camión. Sacudió la cabeza como para despejarla. La voz no volvió a dejarse oír. Había sido su imaginación, obviamente.
Salió de entre los matorrales al sendero, lista para correr en cuanto viera a Patrick abalanzarse sobre ella; sus reacciones se centraron sobre gatillos tan sensibles como bigotes de gato. Miró el sendero y sus ojos se dilataron. Allí había sangre. Mucha sangre.
Sangre artificial —insistió su mente—. Por cuarenta y nueve centavos puedes comprar un frasco en la tienda de Dahlie. ¡Ten cuidado, Bevvie!
Se arrodilló para tocar la sangre con los dedos y la examinó con atención. No era falsa.
Entonces sintió un destello caliente en el brazo izquierdo, justo por debajo del codo. Echó un vistazo y vio algo que, al principio, tomó por un abrojo. No, no podía ser un abrojo. Los abrojos no se retuercen ni aletean. Esa cosa estaba viva. Un momento después notó que la estaba picando. Lo golpeó con el dorso de la mano derecha, y la cosa estalló, salpicando sangre. Bev retrocedió un paso, preparándose para gritar ahora que todo había terminado… y entonces vio que aquello no había terminado en absoluto. La cabeza informe de aquella cosa seguía clavada en su carne.