It (Eso) – Stephen King

Por cierto, ninguna de las maestras (ni sus padres) sospechaban que a los cinco años, Patrick había asesinado a su hermanito, Avery, un bebé.

A Patrick no le había gustado que su madre trajera a Avery del hospital. No le importaba (así pensó en un principio, al menos) que sus padres tuvieran dos hijos, cinco o cincuenta, siempre que los otros no alteraran su propia rutina. Pero descubrió que Avery la alteraba. Las comidas se servían tarde. El bebé lloraba por las noches y lo despertaba. Sus padres parecían estar siempre rondando la cuna; con frecuencia, cuando él trataba de llamarles la atención, le resultaba imposible. Fue una de las pocas veces en su vida en que Patrick se asustó. Se le ocurrió que, si sus padres lo habían traído a él mismo del hospital y él era «real», entonces Avery también podía serlo. Hasta era posible que, cuando Avery pudiera caminar y hablar, llevar al padre el ejemplar del Derry News y entregar a su madre los moldes de hacer pan, ambos decidieran deshacerse totalmente de Patrick. No le daba miedo que quisieran más a Avery (aunque era obvio que lo querían más, efectivamente, y es probable que en ese caso el juicio no lo engañara). Lo que le importaba era que: 1) las reglas habían cambiado o estaban siendo infringidas desde la llegada de Avery; 2) Avery podía ser real, y 3) era posible que lo expulsaran para favorecer a Avery.

Una tarde, a eso de las dos y media, Patrick entró en la habitación de su hermanito, poco después de que el autobús escolar lo dejase en la puerta de la calle, tras recogerlo en el parvulario. Era enero; afuera comenzaba a nevar. Un viento potente ululaba en el parque McCarron, sacudiendo las heladas ventanas del piso alto. La madre dormía en su habitación. Avery había estado inquieto durante toda la noche. Su padre estaba trabajando. El bebé dormía boca abajo, con la cabeza vuelta hacia un lado.

Patrick, inexpresiva su cara de luna, giró la cabeza del bebé hasta apretarle la carita contra la almohada. Avery hizo un ruidito de sofocación y la movió hacia un lado. Patrick observó eso y se quedó pensando, mientras la nieve se fundía en sus botas amarillas y formaba un charco en el suelo. Tal vez pasaron cinco minutos (pensar rápidamente no era la especialidad del chico). Luego volvió a poner la cara de Avery contra la almohada y la sujetó allí por un momento. El bebé se agitó bajo su mano, forcejeando, pero sus forcejeos eran débiles. Patrick lo soltó. Avery volvió a poner la cara de lado, emitió un llantito resoplante y siguió durmiendo. El viento envió una ráfaga, haciendo repiquetear las ventanas. Patrick esperó, por si ese gritito hubiera despertado a su madre. No fue así.

Se sentía invadido por un gran entusiasmo. El mundo se presentaba ante sus ojos con claridad, por primera vez. Su equipo emotivo era gravemente defectuoso y, en esos pocos momentos, experimentó lo que podía sentir una persona totalmente daltónica si, con una inyección, pudiera percibir los colores por un instante… o lo que un drogadicto en el momento en que la droga pone su cerebro en órbita. Aquello era algo nuevo, cuya existencia no había sospechado hasta entonces.

Con mucha suavidad, volvió a poner a Avery de cara contra la almohada. En esa oportunidad, cuando el bebé forcejeó, él no lo dejó en libertad. Apretó la cara con más firmeza contra la almohada. Avery emitió gritos ahogados, y él comprendió que estaba despierto. Tenía la vaga idea de que, si lo soltaba, ese niño podría denunciarlo a su madre. Lo sostuvo. El bebé forcejeó. Patrick siguió apretándole la cabeza contra la almohada. El bebé soltó un flato. Patrick siguió sujetándolo. Al fin no hubo más movimientos. Él lo sujetó por cinco minutos más, sintiendo que el entusiasmo llegaba a su cima y comenzaba a mermar poco a poco; la inyección iba perdiendo efecto, el mundo volvía a ser gris, la droga maduraba en la somnolencia acostumbrada.

Patrick bajó la escalera y se sirvió un vaso de leche, con un plato lleno de galletas. La madre bajó media hora después, diciendo que no lo había oído llegar. Estaba tan cansada… (Ya no te cansarás más, mami —pensó Patrick—; no te preocupes, yo me he encargado de eso). Se sentó junto a él, comió una de sus galletas y le preguntó cómo le había ido en la escuela. Él respondió que bien y le mostró su dibujo de una casa con un árbol. El papel estaba cubierto de garabatos sin sentido, hechos con cera negra y marrón. La madre dijo que estaba muy bonito. Patrick llevaba todos los días los mismos garabatos negros y marrones. A veces decía que eran un pavo; a veces, un árbol de Navidad; a veces, un niño. La madre siempre le decía que estaba muy bonito… aunque, en una parte de sí tan profunda que ella apenas conocía su existencia, se preocupaba. Había algo inquietante en la oscura igualdad de esos grandes garabatos negros y marrones.

No descubrió la muerte de Avery hasta cerca de las cinco. Hasta entonces había supuesto, simplemente, que el bebé estaba durmiendo una siesta muy larga. Por entonces, Patrick estaba viendo los dibujos animados en el pequeño televisor, y siguió viendo la televisión durante todo el alboroto que se produjo a continuación. Estaban dando Helicóptero de rescate cuando llegó la señora Henley desde la casa vecina (su madre tenía el cadáver del bebé ante la puerta abierta de la cocina, gritando a todo pulmón, con la ciega esperanza de que el aire frío lo reviviera; Patrick tuvo frío y sacó un suéter del armario). Había empezado Patrulla de caminos, su favorita, cuando el señor Hockstetter volvió del trabajo. Cuando llegó el médico acababa de empezar Dimensión desconocida. «¿Quién sabe qué extrañas cosas puede contener este universo?», especulaba Truman Bradley, mientras la madre de Patrick chillaba y se debatía entre los brazos de su esposo, en la cocina. El médico observó la profunda calma de Patrick, su mirada sin interrogantes, y supuso que estaba en estado de shock. Quiso que tomara una píldora. A Patrick no le importó.

Diagnosticaron una muerte por asfixia accidental. En años posteriores, esa fatalidad hubiera despertado dudas, pues se desviaba del síndrome observado habitualmente en las muertes infantiles. Pero, cuando ocurrió, la muerte fue registrada y el bebé sepultado. Patrick se sintió gratificado al comprobar que las cosas volvían al orden y sus comidas llegaban nuevamente en hora.

En la locura de aquella tarde y la noche siguiente (gente que entraba y salía, portazos, las luces de la ambulancia en la pared, los gritos de la señora Hockstetter, que se negaba a dejarse consolar) sólo el padre de Patrick estuvo a punto de descubrir la verdad. Estaba de pie junto a la cuna vacía, unos veinte minutos después de retirado el cadáver; simplemente estaba allí, sin poder convencerse de que hubiera ocurrido todo eso. Al mirar hacia abajo, vio un par de huellas en el suelo de madera. Habían sido dejadas por la nieve que se fundió de las botas amarillas de Patrick. Al mirarlas, un pensamiento horrible se elevó por un instante en su cerebro, como gas venenoso de un profundo pozo de mina. Su mano subió lentamente hasta su boca, mientras los ojos se agrandaban. En su mente comenzó a formarse una imagen. Antes de que pudiera cobrar nitidez, él abandonó el cuarto, cerrando la puerta tras de sí, con tanta fuerza que se astilló el marco.

Nunca hizo pregunta alguna a Patrick.

Patrick nunca volvió a hacer nada parecido, aunque no habría sido incapaz de repetirlo, si se hubiera presentado la oportunidad. No sentía remordimientos ni tenía pesadillas. Con el correr del tiempo, sin embargo, fue cobrando conciencia de lo que le habría pasado si lo hubieran descubierto. Había reglas. Si uno no las respetaba, le ocurrían cosas desagradables… si a uno lo pescaban desobedeciéndolas. A uno podían encerrarlo o sentarlo en la silla eléctrica.

Pero el recuerdo de aquel entusiasmo, aquella sensación de color y calidez, era demasiado poderosa, demasiado maravillosa, para renunciar por completo a ella. Patrick mataba moscas. Al principio se limitaba a aplastarlas con el matamoscas de su madre; más adelante descubrió que podía matarlas eficazmente con una regla de plástico. También descubrió la diversión del papel cazamoscas. Se podía comprar una larga cinta pegajosa en el mercado de la avenida Costello, por sólo dos centavos. A veces, Patrick pasaba hasta dos horas en el garaje, observando a las moscas que aterrizaban y forcejeaban por liberarse, las miraba con la boca abierta y los ojos polvorientos encendidos por ese raro entusiasmo; el sudor le corría por la cara redonda y el cuerpo gordo. Patrick mataba escarabajos, pero cuando era posible los capturaba con vida. A veces robaba una aguja larga del alfiletero de su madre, clavaba con ella a un escarabajo y se sentaba en el jardín, cruzado de piernas, para ver cómo moría. En esas ocasiones, su expresión era la de un niño leyendo un libro muy interesante. Cierta vez había descubierto a un gato atropellado que agonizaba contra la acera de Main Street; se sentó a observarlo hasta que una anciana lo vio empujar con el pie a la pobre bestia gemebunda. Entonces le pegó con la escoba que estaba usando para barrer su acera, gritándole: «¡Vete a tu casa! ¿Estás loco o qué?». Patrick volvió a su casa sin enfadarse con la anciana. Lo habían pillado faltando a las reglas, eso era todo.

Por fin, el año anterior (ni a Mike Hanlon ni a ninguno de los otros les habría sorprendido, a esa altura, saber que había sido el mismo día en que George Denbrough fuera asesinado) Patrick había descubierto la herrumbrada nevera Amana en el vertedero.

Al igual que Bev, había oído la advertencia sobre esos artefactos abandonados, en los que treinta millones de estúpidos se ahogaban año a año. Patrick pasó largo rato mirando la nevera, jugando ociosamente con las manos en el bolsillo. Había vuelto ese entusiasmo, más fuerte que nunca, exceptuando el momento en que arregló lo de Avery. El entusiasmo volvía porque en los gélidos pero humeantes páramos que componían su mente, Patrick Hockstetter había tenido una idea.

Una semana después, los Luce, que vivían a tres puertas de los Hockstetter, notaron la falta de Bobby, el gato. Los chicos de Luce, que habían jugado con él desde siempre, pasaron horas buscándolo en todo el vecindario. Hasta reunieron sus ahorros para sacar un aviso en la columna de «Hallazgos y Extravíos» del Derry News. En vano. Si alguien hubiera visto a Patrick ese día, más gordo que nunca con su chaqueta de invierno, olorosa a naftalina, cargado con una caja de cartón duro, tampoco habría sospechado nada.

Unos diez días después del de Acción de Gracias, los Engstrom, que vivían en la misma manzana que los Hockstetter, casi directamente atrás, perdieron a su cachorro de cocker. Otras familias perdieron gatos y perros en los siete u ocho meses siguientes. Por supuesto, Patrick se había apoderado de todos ellos, por no mencionar a diez o doce animales callejeros que merodeaban por la Manzana del Infierno.

Los puso en la nevera próxima al vertedero, uno a uno. Cada vez que llevaba otro animal, con el corazón atronándole en el pecho, los ojos calientes y acuosos de entusiasmo, temía que Mandy Fazio hubiera retirado el cerrojo del aparato o hecho saltar las bisagras con su maza. Pero Mandy nunca la tocó. Tal vez ignoraba que estaba allí; tal vez la fuerza de voluntad de Patrick lo mantenía lejos…, o quizá era obra de alguna otra potencia.

El que más duró fue el cocker de los Engstrom. A pesar del intenso frío, aún estaba vivo cuando Patrick volvió por tercera vez, en otros tantos días, aunque ya había perdido toda su energía. Cuando lo sacó de la caja de cartón para ponerlo por primera vez en la nevera, el animal meneó la cola y le lamió cariñosamente las manos. Un día después, el cachorro había estado a punto de escapársele. Patrick tuvo que perseguirlo casi hasta el vertedero antes de poder arrojarse sobre él y sujetarlo por una pata trasera. El cachorro lo había mordido con sus afilados dientecillos. A Patrick no le importó. A pesar de los mordiscos, llevó al cocker nuevamente a la nevera. Tuvo una erección al meterlo dentro. Eso no era raro.

Al segundo día, el cachorro trató de escapar otra vez, pero se movía con mucha mayor lentitud. Patrick lo metió a empujones, cerró la herrumbrada puerta y se apoyó contra ella. Oía que el perrito rascaba la puerta y gemía.

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