—¡No seas gilipollas, Hockstetter! ¡Me has quemado el culo! ¿Qué estás haciendo con ese encendedor?
—Tres metros —informó Patrick, con una risita aguda, cuyo solo sonido inspiró a Bev un asco frío, como si hubiese visto una oruga en su ensalada—. Tres metros cuanto menos, Henry. Azul intenso. Tres metros, cuanto menos. ¡Lo juro!
—Dame eso —gruñó Henry.
Vamos, vamos, estúpidos, iros, iros…
Cuando Patrick volvió a hablar, su voz sonó tan baja que Bev apenas pudo oírla. Si hubiese habido la más leve brisa, el sonido no le habría llegado.
—Quiero enseñarte algo —dijo.
—¿Qué coño dices?
—Algo —insistió Patrick. Hizo una pausa—. Es bueno.
—¿Qué es?
Entonces se hizo el silencio.
No quiero mirar. No quiero ver lo que están haciendo. Además podrían verme, seguramente me verán, porque hoy ya has gastado toda tu buena suerte, queridita. Así que te quedas aquí, quietecita, y nada de mirar…
Pero la curiosidad se impuso a la prudencia. Había algo extraño en ese silencio, algo que daba un poco de miedo. Ella levantó la cabeza, centímetro a centímetro, hasta poder mirar por el parabrisas nublado y roto. No había peligro de que la viesen, porque los dos chicos estaban concentrados en lo que Patrick hacía. Ella no entendía lo que estaba viendo, pero adivinó que era algo horrible. Claro que no cabía esperar otra cosa de ese Patrick, tan chiflado.
Tenía una mano entre los muslos de Henry y la otra entre los suyos. Con una masajeaba la cosa de Henry; con la otra, la suya. Pero no era exactamente masajear… La estrujaba; tiraba de ella y la dejaba volver a caer.
¿Qué hace?, se preguntó Beverly, horrorizada.
No lo sabía seguro, pero eso le dio miedo. No había tenido tanto miedo desde que su lavabo había vomitado sangre salpicándolo todo. Una parte de ella, muy honda, le gritaba que, si ellos descubrían que los había visto hacer eso, no se limitarían a hacerle daño; tal vez la matarían.
Aun así, no podía apartar la vista.
Vio que la cosa de Patrick se había puesto un poquito más larga, pero no mucho; aún le colgaba entre las piernas como una serpiente sin espinazo. La de Henry, en cambio, había crecido de un modo asombroso. Se levantaba, tiesa y dura, casi hasta tocarle el ombligo. La mano de Patrick subía y bajaba, subía y bajaba, deteniéndose a veces para estrujar o para hacer cosquillas en ese saco extraño y pesado que Henry tenía debajo de su cosa.
Son los huevos —pensó Beverly—. ¿Y los chicos tienen que andar siempre con eso? Por Dios, yo me volvería loca. —Otra parte de su mente susurró—: Bill también tiene. Y su cerebro, por cuenta propia, se imaginó sosteniéndolos en la mano ahuecada, probando su textura… Esa sensación quemante volvió a recorrerla encendiendo un furioso rubor.
Henry miraba la mano de Patrick como si estuviese hipnotizado. A su lado estaba el encendedor, reflejando el sol caliente.
—¿Quieres que me la meta en la boca? —preguntó Patrick. Sus grandes labios de hígado sonrieron, complacientes.
—¿Eh? —preguntó Henry, como arrancado de algún profundo sueño.
—Que si quieres, me la pongo en la boca. A mí no me imp…
La mano de Henry salió como el rayo, medio cerrada, sin llegar a formar el puño. Patrick cayó despatarrado y su cabeza dio un golpe seco contra la grava. Beverly volvió a arrojarse de cabeza al suelo del coche, con el corazón acelerado en el pecho apretando los dientes para contener un gemido. Henry, después de tirar a Patrick, se había vuelto. Por un momento, antes de que ella bajase la cabeza para convertirse en un ovillo, le pareció que sus ojos habían cruzado una mirada con los de Henry.
Dios mío, que haya tenido el sol de frente —rogó—. Dios mío, perdóname por haber espiado. Por favor, Dios mío…
Se produjo una pausa torturante. La blusa blanca se le pegaba al cuerpo por obra del sudor. En los brazos tostados le brillaban gotitas como perlas de cultivo. La vejiga le latía dolorosamente. Muy pronto se mojaría los pantalones. Esperó que la cara furiosa y demente de Henry apareciese en la abertura donde habría debido estar la portezuela. Tenía que ocurrir. ¿Cómo era posible que él no la hubiese visto? La sacaría a tirones de allí y le…
En eso se le ocurrió una idea nueva, aún más terrible. Una vez más tuvo que luchar penosamente para no orinarse encima. ¿Y si él quería hacerle algo con su cosa? ¿Y si quería que ella la pusiera en alguna parte suya? Ella sabía, claro, dónde había que ponerla, como si el conocimiento le hubiera surgido repentinamente en la mente. Pensó que, si Henry trataba de poner su cosa allí, se volvería loca.
No, Dios mío, por favor, que no me haya visto, por favor, ¿eh?
En ese momento le llegó la voz de Henry, aumentando su horror porque sonaba mucho más cerca.
—No me gustan esas cosas de maricas.
Desde más lejos, la voz de Patrick:
—Sí que te gustó.
—¡No me gustó! —gritó Henry—. ¡Y si le dices a alguien que me gustó, te mato, degenerado de mierda!
—Se te puso dura —apuntó Patrick. Por la voz, estaba sonriendo, cosa que no extrañaba a Beverly. Patrick estaba loco, tal vez más loco que Henry, y los locos no le tienen miedo a nada—. Yo lo vi.
Unos pasos crujieron en la grava, cada vez más cerca. Beverly levantó la vista con los ojos dilatados. Por el viejo parabrisas del Ford vio la nuca de Henry. Estaba mirando a Patrick, pero si se volvía…
—Si se lo dices a alguien, diré que eres marica —amenazó Henry—. Y luego te mataré.
—No me asustas, Henry —dijo Patrick, riendo—. Pero a lo mejor no digo nada, si me das un dólar.
Henry cambió de posición, intranquilo, y se volvió un poquito. Beverly ya no veía su nuca, sino un cuarto de su perfil. Por favor, Dios mío, por favor, Dios mío, rogó, incoherente, mientras la vejiga le palpitaba más y más.
—Si lo dices —dijo Henry con voz baja y decidida—, yo contaré lo que has estado haciendo con los gatos. Y con los perros. Contaré lo de tu nevera. ¿Sabes qué pasará, Hockstetter? Vendrán a llevarte al asilo. A un buen manicomio.
Silencio de Patrick.
Henry tamborileó con los dedos en el capó del Ford.
—¿Me oyes?
—Te oigo. —La voz de Patrick sonaba ahora resentida. Resentida y un poco asustada. Pero estalló—: ¡Te gustó! ¡Se te puso dura! ¡Nunca he visto ninguna tan dura!
—Sí, supongo que has visto muchas, pedazo de marica asqueroso. Pero acuérdate de lo que dije sobre la nevera. Tu nevera. Y si te veo otra vez cerca de mí, te arranco la cabeza.
Más silencio de Patrick.
Henry se alejó. Beverly giró la cabeza y lo vio pasar junto al volante del Ford. Si él hubiese mirado hacia su izquierda, siquiera un poquito, la habría descubierto. Pero no miró. Un momento después, sus pasos se alejaban por donde Victor y Belch habían desaparecido.
Sólo quedaba Patrick.
Beverly esperó, pero nada ocurría. Pasaron cinco minutos. Su necesidad de orinar ya era desesperante. Podría contenerse por dos o tres minutos, pero no más. Y la ponía nerviosa no saber con seguridad dónde estaba Patrick.
Volvió a espiar por el parabrisas y lo vio sentado allí. Henry se había dejado el encendedor. Patrick había guardado sus libros en la pequeña mochila de lona que le colgaba del cuello como si fuese un vendedor de periódicos, pero aún tenía los pantalones y los calzoncillos caídos alrededor de los pies. Estaba jugando con el encendedor. Hacía girar la rueda, provocaba una llama casi invisible en el fulgor del día, cerraba la tapa y volvía a empezar. Parecía casi hipnotizado. Una línea de sangre le corría desde la comisura de la boca hasta el mentón. Los labios se le estaban hinchando por el lado derecho, pero él parecía no darse cuenta. Una vez más, Beverly sintió asco. Patrick estaba loco, claro que sí; nunca en su vida había tenido tantas ganas de alejarse de alguien.
Moviéndose con mucho cuidado, reptó por debajo del volante, sacó los pies a tierra y se deslizó por detrás del Ford. Luego echó a correr por el mismo camino por donde había venido. Cuando estuvo entre los pinos, detrás de los coches abandonados, echó un vistazo sobre el hombro. Allí no había nadie. El vertedero dormitaba al sol. Sintió que las vendas de tensión se le aflojaban en el pecho y el estómago, dejando sólo la urgencia de orinar, tan grande que ya la descomponía.
Caminó apresuradamente unos pasos más y se apartó del sendero, a la derecha. Tuvo los shorts desabotonados casi antes de que la maleza hubiese vuelto a cerrarse tras ella. Echó una mirada para asegurarse de que no hubiese hiedra venenosa y se agachó, sujetándose de un tronco para no caer.
Mientras estaba subiéndose los pantaloncitos, oyó que unos pasos se acercaban desde el vertedero. Los matorrales sólo le permitieron ver un destello de loneta azul y el cuadriculado de una camisa escolar. Era Patrick. Volvió a agacharse esperando que él pasara rumbo a Kansas Street. Tenía más confianza en esa nueva posición. El escondite era bueno, ya no tenía necesidad de orinar y Patrick estaba perdido en su propio mundo demencial. Cuando el chico desapareciese, ella retrocedería para dirigirse al club de los Perdedores.
Pero Patrick no pasó de largo. Se detuvo en el sendero, casi frente a ella, para mirar la herrumbrada nevera Amana.
Beverly podía observar a Patrick por un resquicio de los matorrales sin demasiado riesgo para sí misma. Ahora que se había aliviado, volvía la curiosidad. Y si Patrick, por casualidad, la descubría, ella estaba segura de correr más deprisa. El muchacho no era tan gordo como Ben, pero sí regordete. Sacó el tirachinas del bolsillo, por si acaso, y puso cinco o seis municiones en el bolsillo de la pechera. Loco o no, un buen disparo a la rodilla lo detendría de inmediato.
Se acordaba muy bien de esa nevera. Las había a montones en el vertedero, pero de pronto se dio cuenta de que era la única que Mandy Fazio no había desarmado, ya arrancándole el cierre con pinzas, ya retirando la puerta por completo.
Patrick comenzó a tatarear y a mecerse delante del viejo artefacto. Beverly sintió que la recorría otro escalofrío. Era como los tipos de las películas de terror, cuando trataban de convocar a un muerto para que saliera de la cripta.
¿Qué se traía entre manos?
Si ella lo hubiera sabido, si hubiera sabido lo que iba a ocurrir cuando Patrick hubiera terminado su rito particular y abriera la puerta enmohecida, habría salido corriendo tan deprisa como pudieran llevarla sus pies.
5
Nadie, ni siquiera Mike Hanlon, tenía la menor idea de lo demente que estaba Patrick Hockstetter, en realidad. Tenía doce años y era hijo de un vendedor de pinturas. Su madre era una católica devota, que moriría de cáncer de mama en 1962, cuatro años después de que Patrick fuera consumido por la oscura entidad que existía en Derry y debajo de ella.
Su coeficiente de inteligencia, aunque bajo, estaba dentro de lo normal; el chico había repetido ya dos cursos: primero y tercero. Ese año estaba asistiendo a las clases de verano para no repetir también quinto. Sus maestros lo tenían por alumno apático (así lo habían anotado varios, en las seis líneas escasas que el boletín de la escuela municipal reservaba para COMENTARIO DEL PROFESOR) y también bastante perturbador (cosa que ninguno anotó, porque sus sensaciones eran demasiado vagas y difusas como para expresarlas en seis líneas, ni siquiera en sesenta). Si hubiera nacido diez años después, algún asesor habría podido derivarlo a un psicólogo infantil, que quizás (o quizás no, puesto que Patrick era mucho más astuto que lo que indicaba su deslucido coeficiente intelectual) habría captado las aterradoras profundidades ocultas tras esa fofa y pálida cara de luna.
Era un sociópata. Tal vez, en ese caluroso julio de 1958, había llegado ya a ser un psicópata completo. No recordaba haber creído nunca que las otras personas, cualquier otra criatura viviente, en realidad, fuesen «reales». Creía ser, por su parte, una criatura auténtica, probablemente la única del universo, pero no estaba seguro de que esa autenticidad lo convirtiese en «real». No tenía, exactamente, la sensación de hacer daño ni la de sufrir daño alguno, como lo demostraba su indiferencia ante el golpe que Henry le había aplicado en la boca, allá en el vertedero. Pero, si bien la realidad era, para él, un concepto sin significado alguno, comprendía a la perfección el concepto de «reglas». Y, aunque todas sus profesoras lo encontraban extraño (tanto la señora Douglas, en quinto curso, cómo la señora Weems, en tercero, estaban enteradas de la existencia de aquella caja llena de moscas y aunque ninguna de las dos ignoraba sus implicaciones, cada una debía luchar con veinte o veintiocho alumnos más, cada uno con sus propios problemas), ninguna tuvo con él problemas serios de disciplina. A veces entregaba los exámenes totalmente en blanco; a veces, con un enorme y decorativo signo de interrogación. La señora Douglas había descubierto también que era mejor mantenerlo lejos de las niñas, porque tenía manos romanas y dedos rusos. Pero era tranquilo, tan tranquilo que, a veces, se lo habría podido tomar por un gran terrón de arcilla, torpemente modelado con forma de niño. Era fácil ignorar a Patrick, quien fracasaba en silencio, cuando una tenía que lidiar con niños como Henry Bowers y Victor Criss, activamente revoltosos e insolentes, capaces de robar el dinero de la merienda o de dañar las instalaciones escolares a la menor oportunidad, o con criaturas como la mal bautizada Elizabeth Taylor, una epiléptica cuyas neuronas funcionaban sólo esporádicamente, a quien había que convencer de que no se recogiera el vestido en el patio para exhibir sus bragas nuevas. En otras palabras, la Escuela Municipal de Derry era el típico carnaval pedagógico, un circo con tantas pistas que el mismo Pennywise habría pasado inadvertido.