—¿Llenarla? —repitió Ricky Lee, francamente atónito—. ¡Coño, voy a tener que sacarlo de aquí rodando! —O llamar a una ambulancia, pensó.
—Esta noche, no —dijo Hanscom—. No creo.
Ricky Lee miró cautelosamente al señor Hanscom a los ojos, para ver si tal vez bromeaba. Le llevó menos de un segundo comprobar que no. Así que sacó la jarra del bar y la botella de Wild Turkey de la estantería. Cuando comenzó a servir, el cuello de la botella repiqueteaba contra el borde de la jarra. Contempló el gorgoteo del líquido, fascinado a pesar suyo. Ricky Lee decidió que el señor Hanscom tenía, después de todo, bastante de tejano. Nunca en su vida había servido ni volvería a servir semejante medida de whisky.
Qué llamar a una ambulancia. Si llega a tomarse todo esto, tendré que llamar a Parker & Walters en Swedholm para que me manden una carroza fúnebre.
De cualquier modo, le llevó la jarra y se sentó frente a él. Cierta vez, el padre de Ricky Lee le había dicho que si un hombre estaba en su sano juicio, uno debía darle lo que quisiera y pudiera pagar, fuera meados o veneno. Ricky Lee no sabía si el consejo era bueno o no, pero sí que, cuando uno explotaba un bar para vivir, hacía bastante por evitar que la conciencia lo convirtiera en carnada para caimanes.
Hanscom miró el monstruoso trago por un momento, pensativo. Luego preguntó:
—¿Cuánto te debo por esto, Ricky Lee?
El tabernero meneó lentamente la cabeza, sin apartar la vista de la jarra llena. No quería levantarla y encontrarse con esos ojos fijos, hundidos en las órbitas.
—No —dijo—. Éste corre por cuenta de la casa.
Hanscom volvió a sonreír con más naturalidad.
—Vaya, gracias, Ricky Lee. Ahora voy a mostrarte algo que aprendí en Perú, en 1978, cuando trabajaba con un tipo llamado Frank Billings… estudiando a sus órdenes, podría decirse. Pescó una fiebre y los médicos le inyectaron un millón de antibióticos diferentes, sin que ninguno de ellos le hiciera efecto. Pasó dos semanas ardiendo y al fin murió. Lo que voy a mostrarte es algo que aprendí de los indios que trabajaban en el proyecto. El brebaje local es bastante potente. Si uno toma un trago, le parece suave, no hay problema, pero de pronto es como si alguien hubiera encendido un soldador dentro de la boca apuntándolo hacia la garganta. Sin embargo, los indios lo beben como si fuera Coca-Cola y rara vez vi a alguno borracho, mucho menos con resaca. Nunca tuve valor para intentar lo que ellos hacen, pero creo que esta noche voy a probar. Tráeme unas rodajas de limón, de las que tienes allí.
Ricky Lee le llevó cuatro y las dejó pulcramente en una servilleta junto a la jarra de whisky. Hanscom tomó una, inclinó la cabeza hacia atrás como si fuera a ponerse gotas en los ojos y comenzó a exprimir jugo de limón en su fosa nasal derecha.
—¡Dios! —exclamó Ricky Lee, horrorizado.
La garganta de Hanscom se contrajo. Su rostro enrojeció… y Ricky Lee vio cómo le corrían lágrimas por la cara, hacia las orejas. En ese momento, el tocadiscos automático emitía algo de los Spinners: «Oh, Señor, no sé cuánto más puedo aguantar».
Hanscom buscó a tientas en el mostrador, cogió otra rodaja de limón y exprimió el jugo en la otra fosa nasal.
—Se va a matar, coño —susurró Ricky Lee.
Hanscom dejó caer en el mostrador las dos rodajas exprimidas. Tenía los ojos de un color rojo furioso y respiraba en jadeos entrecortados. De la nariz le goteaba el claro jugo de limón hasta las comisuras de la boca. Buscó a tientas la jarra, la levantó y bebió una tercera parte. Ricky Lee, petrificado, observó el subir y bajar de su nuez de Adán.
Hanscom dejó la jarra a un lado, se estremeció dos veces e hizo una señal de asentimiento con la cabeza. Luego miró a Ricky Lee y sonrió un poquito. Ya no tenía los ojos enrojecidos.
—El resultado es el que ellos decían. Uno está tan preocupado por la nariz que ni siquiera siente lo que está bajando por la garganta.
—Usted se ha vuelto loco, señor Hanscom —dijo Ricky Lee.
—¿Apostarías tu pellejo? ¿Recuerdas esa frase, Ricky Lee? La decíamos cuando éramos pequeños, ¿verdad? «Apuesto mi pellejo». ¿Nunca te dije que yo era gordo?
—No, señor, nunca —susurró Ricky Lee. Ya estaba convencido de que el señor Hanscom había recibido una noticia tan horrible que lo había vuelto loco… al menos, momentáneamente.
—Era una verdadera bola de grasa. Nunca jugaba al béisbol ni al baloncesto. Si jugábamos a cogernos, era el primero que atrapaban. Vivía tropezando conmigo mismo. Era gordo, ya lo creo. Y en mi ciudad natal había unos tíos que la tomaban siempre conmigo. Había un individuo llamado Reginald Huggins, al que todo el mundo llamaba Belch[9]. Y otro que se llamaba Victor Criss y algunos más. Pero el verdadero cerebro de la combinación era un tal Henry Bowers. Si alguna vez pisó este mundo un chico auténticamente malo, Ricky Lee, ese chico fue Henry Bowers. Yo no era el único con quien la tomaba. El problema era que yo no podía correr como los otros.
Hanscom se desabotonó la camisa y la abrió. Al inclinarse hacia adelante, Ricky Lee vio una rara cicatriz retorcida en el vientre del señor Hanscom, por encima del ombligo. Blanca, fruncida y vieja. Era una letra. Alguien había dibujado a tajos la letra H en el vientre de ese hombre, probablemente mucho antes de que fuera hombre.
—Esto me lo hizo Henry Bowers. Hace como mil años. Y puedo considerarme afortunado de no llevar todo su nombre grabado aquí.
—Señor Hanscom…
Hanscom tomó las otras dos rodajas de limón, una en cada mano. Inclinó la cabeza hacia atrás y las exprimió como si fueran gotas nasales. Con un estremecimiento desquiciante, las dejó a un lado y bebió dos grandes tragos de la jarra. Volvió a estremecerse, un trago más y luego buscó a tientas el borde acolchado del mostrador, con los ojos cerrados. Por un momento se cogió a él como si fuese en un velero y se estuviese aferrando a la barandilla para buscar apoyo en mar picada. Por fin volvió a abrir los ojos y sonrió al tabernero.
—Podría pasar toda la noche montado en este toro —dijo.
—Señor Hanscom, me haría un favor si dejara de hacer eso —dijo Ricky Lee, nervioso.
Annie se acercó al lugar de las camareras con su bandeja y pidió un par de cervezas. Ricky Lee las puso y se las llevó. Sentía las piernas como de goma.
—¿El señor Hanscom está bien, Ricky Lee? —preguntó Annie.
Estaba mirando por encima del hombro de su patrón, que se volvió para seguir la dirección de su mirada. Hanscom, inclinado sobre la barra, escogía algunas rodajas de limón tomándolas de la bandeja en donde Ricky Lee tenía los ingredientes para dar sabor a las bebidas.
—No lo sé —dijo—. Me parece que no.
—Bueno, deja de rascarte el culo y haz algo. —Annie, como casi todas las mujeres, tenía predilección por Ben Hanscom.
—No sé. Mi padre siempre decía que cuando un hombre está en sus cabales y pide…
—Tu padre tenía menos cabeza que una ardilla —aseguró Annie—. Olvídate de lo que decía tu padre. Tienes que detenerlo, Ricky Lee. Se puede matar.
Recibidas las órdenes, Ricky Lee se acercó nuevamente a Ben Hanscom.
—Señor Hanscom, me parece que, en realidad, ya ha tomado bast…
Hanscom echó la cabeza hacia atrás. Exprimió. Esa vez aspiró el jugo de limón como si fuera cocaína. Tragó el whisky como si fuera agua. Y miró a Ricky Lee, solemnemente.
—Bingo-banga, vi a toda la banda bailando en la sala de mi casa —dijo, y se echó a reír.
En la jarra sólo quedaba, aproximadamente, un dedo de whisky.
—Sí, ya basta —aseguró Ricky Lee, alargando la mano hacia la jarra.
Hanscom lo apartó suavemente.
—El daño ya está hecho, Ricky Lee —dijo—. El daño ya está hecho, viejo.
—Señor Hanscom, por favor…
—Tengo algo para tus chicos, Ricky Lee, casi lo olvido.
Llevaba puesto un chaleco descolorido y sacó algo de uno de sus bolsillos. Ricky Lee oyó un tintineo apagado.
—Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años —dijo el cliente. No había en su voz la menor gangosidad—. Dejó unas cuantas deudas y esto. Quiero que se lo des a tus chicos, Ricky Lee.
Y puso tres dólares de plata en el mostrador, donde centellearon bajo las luces suaves. Ricky Lee contuvo la respiración.
—Es muy amable, señor Hanscom, pero no puedo…
—Había cuatro, pero di uno de ellos a Bill el Tartaja y a los otros. Billy Denbrough, así se llamaba en realidad. Nosotros le llamábamos Bill el Tartaja, así como decíamos «apuesto mi pellejo». Era uno de los mejores amigos que he tenido en mi vida. Y he tenido unos cuantos, ¿sabes? Aun gordo como era, tenía unos cuantos amigos. Bill el Tartaja es ahora un escritor.
Ricky Lee apenas lo escuchaba. Estaba mirando, fascinado, los dólares de plata: 1921, 1923 y 1924. Sólo Dios sabía cuánto podían valer, sólo por el peso en plata pura.
—No puedo aceptarlos —repitió.
—Pero yo insisto en que los aceptes.
El señor Hanscom tomó la jarra y la vació por completo. Por entonces, ya debería haber estado en el suelo, pero sus ojos no se apartaban de los de Ricky Lee. Estaban acuosos y muy inyectados en sangre, pero Ricky Lee habría jurado sobre un montón de Biblias que también estaban sobrios.
—Me está asustando un poco, señor Hanscom —dijo Ricky Lee.
Dos años antes, Gresham Arnold, borracho de cierta reputación en la zona, había entrado en «La Rueda Roja» con un cilindro de monedas de a veinticinco y un billete de veinte dólares metido en la cinta del sombrero. Entregó las monedas a Annie con instrucciones de ponerlas de a cuatro en el tocadiscos automático. Luego puso los veinte dólares en el mostrador e indicó a Ricky Lee que sirviera una copa a todos los presentes. Ese borracho, ese tal Gresham Arnold, había sido mucho antes una estrella del baloncesto que jugaba en los Carneros de Hemingford. Por primera y probablemente por última vez, había llevado a su equipo al primer puesto de la liga nacional de institutos, en 1961. Ante el joven parecía abrirse un futuro casi sin límites. Pero había abandonado la universidad en el primer semestre, víctima de la bebida, las drogas y las fiestas interminables. Volvió a su casa, destrozó el descapotable amarillo que sus padres le habían regalado por su graduación y consiguió trabajo como jefe de vendedores en el negocio de su padre, que era representante de John Deere. Pasaron cinco años. El padre no se decidía a despedirlo, de modo que acabó por vender el negocio y se retiró a Arizona, perseguido y envejecido antes de tiempo por la inexplicable (y al parecer irreversible) degeneración de su hijo. Mientras el negocio era de su padre y podía fingir, siquiera, que trabajaba, Arnold hizo algún esfuerzo por moderarse con la bebida. Después se dejó ganar por completo. A veces, se ponía peligroso, pero la noche en que apareció con las monedas e invitó a todos los presentes, estaba más dulce que un caramelo. Todo el mundo le dio las gracias con amabilidad. Annie pasaba las canciones de Moe Bandy porque a Gresham Arnold le gustaba el viejo Moe Bandy. Sentado en la barra (en el mismo taburete que ocupaba el señor Hanscom en esos momentos, notó Ricky Lee con creciente intranquilidad), bebió tres o cuatro whiskys con bíter, cantando al compás de los discos, sin causar problemas. Cuando Ricky Lee cerró «La Rueda», él volvió a su casa y se colgó de su cinturón en una viga de la planta alta. Gresham Arnold tenía los mismos ojos de Ben Hanscom, aquella noche.
—¿Así que estoy asustándote un poco? —preguntó Hanscom, sin apartar la vista de la jarra y cruzó pulcramente las manos frente a aquellos tres dólares de plata—. Es probable. Pero no estarás tan asustado como yo, Ricky Lee. Pide a Dios que no te deje estar nunca tan asustado.
—Bueno, pero ¿qué pasa? —preguntó Ricky Lee—. A lo mejor… —se mojó los labios—. A lo mejor puedo echarle una mano.
—¿Qué pasa? —Ben Hanscom se echó a reír—. Bueno, no mucho. Esta noche recibí una llamada de un viejo amigo. Un tío llamado Mike Hanlon. Me había olvidado completamente de él, Ricky Lee, pero eso no me asustó tanto. Después de todo, nos conocimos siendo chicos y los chicos olvidan, ¿verdad? Por supuesto. Apuesto mi pellejo. Lo que me asustó fue que, a medio camino hacia aquí, me di cuenta de que no sólo me había olvidado de Mike: me había olvidado completamente de mi infancia.
Ricky Lee se limitó a mirarlo. No comprendía lo que ese hombre estaba diciendo, pero se veía asustado, eso sí. No cabía duda. Parecía extraño en Ben Hanscom, pero era cierto.