It (Eso) – Stephen King

¡No! —trató de gritar—. ¡No! ¡No! ¡Ella no! ¡Mamá no!

Pero nadie se volvió, nadie lo oyó. Y en los últimos instantes de su sueño se dio cuenta, con un horror frío, lleno de gusanos, que no podían oírle. Él había muerto. Eso lo había matado. Estaba muerto. Era un fantasma.

6

El agridulce triunfo de Sonia Kaspbrak, que había expulsado a los supuestos amigos de su hijo, se evaporó en cuanto pisó la habitación privada de Eddie, a la tarde siguiente, el 21 de julio. No habría podido decir exactamente por qué esa sensación de triunfo debía evaporarse así o por qué la reemplazaba un temor descentrado. Había algo en la pálida cara de su hijo que no estaba borrosa de dolor o aflicción; tenía, en cambio, una expresión que ella no recordaba haberle visto hasta entonces. Algo penetrante, alerta, decidido.

La confrontación entre los amigos y la madre de Eddie no se había producido en la sala de espera, como en el sueño de Eddie. Ella estaba segura de que irían a visitarlo, esos «amigos», que seguramente estaban enseñándole a fumar a pesar de su asma; esos «amigos» que lo dominaban de un modo insano, a tal punto que él no hablaba sino de ellos cuando llegaba a casa; esos «amigos» que le habían hecho fracturar un brazo. Había contado todo eso a la señora Van Prett, su vecina.

—Ha llegado el momento —dijo, ceñuda— de poner las cartas sobre la mesa.

La señora Van Prett, que tenía un cutis horrible y siempre estaba dispuesta a asentir ansiosa, casi patéticamente, a cuanto Sonia dijese, en ese caso había tenido la temeridad de estar en desacuerdo.

—Más bien debería alegrarse de que ese chico haya hecho algunos amigos —le dijo, mientras tendían la ropa lavada, en el fresco del amanecer, antes de salir a trabajar (eso había sido durante la primera semana de julio)—. Está más seguro con otros chicos, señora Kaspbrak, ¿no le parece? Con todo lo que está pasando en esta ciudad y todos esos pobrecitos asesinados…

La única respuesta de la señora Kaspbrak había sido un resoplido furioso; en realidad, no se le había ocurrido ninguna respuesta verbal adecuada, aunque más tarde pensó diez o doce, algunas extremadamente cortantes. Cuando la señora Van Prett pasó a verla, esa noche, bastante preocupada, para saber si Sonia la acompañaría al mercado, como de costumbre, ella le había respondido que prefería quedarse en casa a descansar.

Bueno, era de esperar que la Van Prett estuviese satisfecha. Ahora se daría cuenta de que ese maniático sexual que mataba a los niños no era el único peligro en Derry, ese verano. Allí estaba su hijo, en su lecho de dolor, que tal vez no pudiese volver a utilizar el brazo derecho; ella había sabido de casos así, y a veces, Dios no lo quisiera, alguna astilla suelta de la fractura entraba en la corriente sanguínea, llegaba al corazón y lo perforaba. Oh, por supuesto que Dios no permitiría semejante cosa, pero ella había sabido de casos así y eso significaba que Dios podía permitir que pasaran esas cosas. En algunos casos.

Por eso se quedó en el largo y sombreado porche delantero del hospital, segura de que ellos se presentarían, fríamente decidida a poner fin a esa supuesta «amistad», esa camaradería que terminaba con brazos fracturados y lechos de dolor, de una vez por todas.

Al fin vinieron, tal como ella esperaba. Descubrió, con horror, que uno de ellos era un negro. Claro que ella no tenía nada contra los negros; los negros tenían todo el derecho de ir adonde quisieran, en los autobuses del Sur y de comer en los restaurantes de blancos y no había que obligarlos a sentarse en butacas separadas en los cines, a menos que molestaran a

(las mujeres blancas)

la gente blanca. Pero también creía con firmeza en lo que ella denominaba «teoría de los pájaros»: los mirlos volaban con otros mirlos, no con los petirrojos. Los grajos anidaban con otros grajos y no se mezclaban con los ruiseñores o las alondras. A cada uno lo suyo, era su lema. Cuando vio a Mike Hanlon, que se acercaba pedaleando entre los otros, como si estuviese en su sitio, su resolución creció, junto con la furia y el horror. Pensó como si Eddie estuviese allí y pudiera escucharla: No me habías dicho que uno de tus amigos era negro.

Bueno, pensó veinte minutos después, al entrar en la habitación del hospital donde yacía su hijo con el brazo metido en un yeso enorme atado al pecho (se le encogía el corazón con solo mirarlo), los había echado de allí bien pronto. Y ninguno de ellos, excepto el chico de Denbrough, el de la tartamudez, tan horrible, había tenido el valor de contestarle. La chica, fuera quien fuese, le había clavado una mirada brillante, con esos ojos de jade, decididamente callejeros (seguro que vivía en la parte baja de Main Street o en algún lugar todavía peor), pero había tenido la prudencia de no abrir la boca. Si se hubiese atrevido siquiera a decir «ay», Sonia le habría dicho, bien clarito, qué clase de chicas juegan con los varones. Y no quería que su hijo tuviese nada que ver con ese tipo de chicas.

Los otros se habían limitado a mirarse los zapatos. Era lo que cabía esperar. Cuando ella terminó de hablar, todos subieron a las bicicletas y se marcharon. El chico Denbrough llevaba al tal Tozier en el cestillo de una bicicleta enorme, de aspecto peligroso. La señora Kaspbrak se estremeció preguntándose cuántas veces habría ido su propio Eddie en ese artefacto, arriesgando los huesos y la vida.

Lo hice por ti, Eddie —pensó, mientras entraba en el hospital, con la cabeza erguida—. Te sentirás algo desilusionado, al principio. Es natural. Pero los padres saben más que sus hijos. Si dios hizo a los padres fue para que guiasen, instruyesen… y protegiesen. Después de la primera desilusión, él comprendería. Y el alivio que ella experimentaba era, por supuesto, por Eddie y no por ella. Cabía sentirse aliviada cuando una salvaba a su hijo de las malas compañías.

Sólo que al entrar, su alivió se trocó en nuevas inquietudes con sólo ver la cara de Eddie. No estaba durmiendo, como ella esperaba. En vez de una somnolencia de drogas, de la que despertaría desorientado, aturdido y psicológicamente vulnerable, lucía una expresión alerta, vigilante, muy distinta de su mirada suave y vacilante de costumbre. Aunque Sonia no lo sabía, Eddie, como Ben Hanscom, era del tipo de niños que mira rápidamente a la cara, como para saber qué clima emocional se está gestando allí y aparta la vista de inmediato. Pero ahora la miraba con insistencia (Tal vez sea por los medicamentos —pensó—, seguro que es eso; tendré que consultar al doctor Handor sobre sus medicamentos), y fue ella quien se vio obligada a apartar la vista. Es como si me estuviese esperando, pensó. Ese pensamiento habría debido hacerla feliz, pues un niño que espera a su madre ha de ser una de las creaciones favoritas del Señor.

—Has echado a mis amigos.

Las palabras surgieron inexpresivas y firmes, sin dudas ni interrogaciones.

Ella se echó atrás, casi culpable. Por cierto, la primera idea que le cruzó por la mente fue de culpabilidad: ¿Cómo lo sabe? ¡No puede estar enterado! Inmediatamente se puso furiosa consigo misma (y con él) por pensar así. Así que le sonrió.

—¿Cómo nos sentimos hoy, Eddie?

Ésa era la reacción correcta. Alguien, algún tonto, tal vez esa enfermera incompetente y antipática del día anterior, había ido con el cuento. Alguien.

—¿Cómo nos sentimos? —preguntó otra vez al no obtener respuesta.

Pensó que el chico no la había oído. En ninguno de sus libros de medicina había leído que un hueso fracturado afectase al oído, pero era posible. Cualquier cosa era posible.

Eddie siguió sin responder.

La madre entró un poco más en la habitación detestando esa sensación tímida de su interior, desconfiando de ella, porque nunca se había sentido tímida ni vacilante junto a Eddie. También sintió enfado, aunque apenas naciente. ¿Qué derecho tenía su hijo a hacerla sentir así, después de todo lo que se había sacrificado por él?

—Estuve hablando con el doctor Handor y él me asegura que vas a quedar perfectamente bien —dijo Sonia, sentándose en una silla junto a la cama—. Claro que, si se presenta el menor problema, iremos a ver a un especialista de Portland. Hasta de Boston, si hace falta.

Sonrió, como si otorgase un gran favor. Eddie no le devolvió la sonrisa. Y seguía sin responder.

—¿Me oyes, Eddie?

—Has echado a mis amigos —repitió él.

—Sí —reconoció ella abandonando todo fingimiento. También dos podían jugar a aquel juego. Le devolvió la mirada.

Pero entonces ocurrió algo terrible: los ojos de Eddie parecieron… crecer de algún modo. Las motas grises de su iris parecían moverse, como nubes de tormenta. Sonia cobró súbita conciencia de que el chico no estaba encaprichado ni con un berrinche ni nada de eso. Estaba furioso con ella… y Sonia, de pronto, tuvo miedo, porque en esa habitación parecía haber algo más, aparte de su hijo. Bajó la vista y abrió torpemente su bolso en busca de un pañuelo.

—Sí, los eché —dijo. Descubrió que su voz sonaba fuerte y decidida… mientras no lo mirara—. Has sufrido una herida grave, Eddie. No necesitas visitas, por el momento, descontando la de tu madre. Y no necesitas visitas como ellos en tu vida. Si no hubiese sido por ellos ahora estarías en casa viendo televisión o construyendo tu coche de cartón en el garaje.

El sueño de Eddie era construir un coche de cartón y llevarlo a Bangor. Si ganaba allí, se le concedería un viaje, con todos los gastos pagados, a Akron, Ohio, para el Derby Nacional de esos vehículos construidos con cajas de naranja. Sonia estaba dispuesta a dejarlo seguir adelante con ese sueño, siempre y cuando le pareciese que la realización de ese coche era sólo eso: un sueño. Ciertamente, no tenía intenciones de permitir que Eddie arriesgara la vida en un artefacto tan peligroso, ni en Derry ni en Bangor ni en Akron. Pero, tal como su propia madre había dicho tantas veces, lo que se ignora no hace daño. (Su madre también había tenido por costumbre repetir: «Hay que decir la verdad a cualquier costo», pero tratándose de recordar aforismos, Sonia, como casi todo el mundo, seleccionaba mucho).

—No fueron mis amigos los que me rompieron el brazo —dijo Eddie, con la misma voz inexpresiva—. Anoche se lo dije al doctor Handor y también al señor Nell, esta mañana. El que me rompió el brazo fue Henry Bowers. Había otros chicos con él, pero fue Henry. Si yo hubiese estado con mis amigos no me habría pasado nada. Me pasó esto por estar solo.

Eso recordó a Sonia el comentario de la señora Van Prett sobre la conveniencia de tener amigos y le devolvió una furia de tigre. Levantó bruscamente la cabeza.

—¡Eso no interesa y tú lo sabes muy bien! ¿Acaso crees que tu madre nació ayer? Sé muy bien por qué ese chico Bowers te rompió el brazo. Ese policía irlandés estuvo también en casa. Ese matón te rompió el brazo porque tú y tus «amigos» lo fastidiasteis de algún modo. ¿Y crees que eso habría pasado si me hubieses hecho caso cuando te dije que no te tratases con ellos, para empezar?

—No. Creo que habría pasado algo aún peor —dijo Eddie.

—¿Bromeas?

—Estoy hablando en serio. —Sonia sintió que de su hijo surgían oleadas de potencia—. Bill y mis amigos van a volver, mamá. Eso es algo de lo que estoy seguro. Y cuando vuelvan, tú no vas a echarlos. No vas a decirles ni una palabra. Son mis amigos y no vas a robarme a mis amigos sólo porque te dé miedo quedarte sola.

Ella lo miró fijamente, horrorizada, aterrorizada. Los ojos se le llenaron de lágrimas que le cayeron por las mejillas mojando el polvo que las cubría.

—Conque ahora le hablas así a tu madre —observó, entre sollozos—. Supongo que así les hablan tus «amigos» a sus padres. Supongo que lo aprendiste de ellos.

Se sentía a salvo en las lágrimas. Habitualmente, cuando ella lloraba, Eddie lloraba también. Era una treta sucia, tal vez, pero ¿había tretas sucias cuando se trataba de proteger a un hijo? Difícilmente.

Levantó la vista bañada en lágrimas sintiéndose inexpresablemente triste, traicionada y segura. Eddie no podría resistir ese torrente de lágrimas y pesar. Su cara perdería esa expresión fría y alerta. Tal vez su respiración comenzara a silbar un poquito, segura de que la lucha había terminado y de que ella había conseguido otra victoria… por él, por supuesto. Todo por él.

Autore(a)s: