—¿Cómo te va, Tirapiedras? —preguntó Henry, cruzando la distancia que los separaba—. ¿Has traído con qué tirar?
—Déjame en paz —dijo Eddie, con voz temblorosa.
—Déjame en paz —le imitó Henry, agitando las manos en un simulacro de terror. Victor soltó la risa—. ¿Y si no te dejo, Tirapiedras? ¿Eh?
Su mano salió disparada, increíblemente rápida, y explotó contra la mejilla de Eddie con el ruido de un tiro. La cabeza del chico cayó hacia atrás. El ojo izquierdo empezó a lagrimearle.
—Dentro están mis amigos —dijo.
—Dentro están mis amigos —se burló Patrick Hockstetter—. ¡Oooh! ¡Oooh!
Y comenzó a describir un círculo hacia la derecha de Eddie.
El chico quiso girar en esa dirección, pero la mano de Henry voló otra vez, golpeándole la otra mejilla.
No llores —se dijo—, eso es lo que ellos quieren, pero no lo hagas, Eddie. Bill no lloraría. No llores tú tamp…
Victor dio un paso adelante y le aplicó un empujón en medio del pecho. El niño dio un paso atrás y cayó despatarrado sobre Patrick, que se había agazapado detrás de sus pies. Cayó sordamente a la grava raspándose los brazos. Se oyó un ¡guffff!: el aliento acababa de escapársele.
Un momento después tenía a Henry Bowers encima, inmovilizándole los brazos con las rodillas y el cuerpo con el trasero.
—¿Tienes con qué tirar, Tirapiedras? —le espetó.
Eddie se asustó más ante la luz demencial que le veía entre los ojos que por el dolor de los brazos o la imposibilidad de respirar. Henry estaba chiflado. A muy poca distancia, Patrick reía entre dientes.
—¿Quieres tirar piedras? ¿Eh? ¡Aquí tienes piedras! ¡Toma!
Henry recogió un puñado de grava y se la plantó en la cara, frotándosela en la piel, cortándole las mejillas, los párpados, los labios. El chico abrió la boca y gritó a todo pulmón:
—¿Quieres piedras? Pues toma. ¡Toma piedras, Tirapiedras! ¿Quieres más? ¡Bueno, bueno, bueno!
La grava se le metía por la fuerza en la boca abierta, lacerándole las encías, rechinando contra sus dientes. Sintió saltar chispas de sus empastes. Gritó otra vez y escupió grava.
—¿Quieres más piedras? ¿Otro poquito? ¿Qué te parece…?
—¡Basta! ¡A ver, vosotros! ¡Basta! ¡Tú, chico! ¡Déjalo! ¡Ahora mismo! ¿Me oyes? ¡Deja a ese chico!
Eddie, por entre sus párpados medio cerrados y llenos de lágrimas, vio que una mano grande bajaba a sujetar el cuello de Henry por la camisa y el tirante del mono. La mano dio un tirón, apartando a Henry, que aterrizó en la grava y se levantó. Eddie se puso de pie con más lentitud; su levantador parecía momentáneamente descompuesto. Jadeando, escupió trozos de grava ensangrentada.
Era el señor Gedreau, con su largo delantal blanco, y parecía furioso. Su cara no revelaba miedo alguno, aunque Henry le llevaba más de cinco centímetros y unos veinte kilos, probablemente. No revelaba miedo porque era adulto y Henry, sólo un niño. Pero esta vez, pensó Eddie, esa diferencia no significaba nada. El señor Gedreau no comprendía. No se daba cuenta de que Henry estaba loco.
—Salid de aquí —dijo el señor Gedreau, avanzando hacia Henry hasta ponerse frente a aquel chico de cara resentida—. Marchaos y no volváis nunca más. No me gustan los matones. Y no me gusta ver que se junten cuatro contra uno. ¿Qué dirían vuestras madres?
Repasó a los otros con su mirada furiosa, acalorada. Moose y Victor bajaron la vista y la clavaron en sus zapatillas, Patrick se limitó a mirar a través del señor Gedreau, con sus ojos vacuos. El hombre volvió a dirigirse a Henry. Apenas había dicho:
—Tomad vuestras bicicletas y…
Cuando Henry le aplicó un buen empujón.
Una expresión de sorpresa, que habría sido cómica en cualquier otra circunstancia, se esparció sobre la cara del señor Gedreau, que voló hacia atrás, escupiendo grava por los talones. Cayó sentado en los escalones que llevaban a la puerta de su tienda.
—Maldito hijo de… —comenzó.
La sombra de Henry cayó sobre él.
—Vuelva dentro —dijo.
—Pero…
Y esa vez el señor Gedreau se interrumpió solo. Por fin había visto aquella luz en los ojos de Henry. Se levantó apresuradamente, haciendo flamear su delantal, y subió los peldaños tan rápido como pudo; tropezó en el penúltimo y tuvo que apoyar una rodilla en el suelo. De inmediato estuvo de pie, pero ese tropezón, por breve que fuese, le robó cuanto quedaba de su autoridad de adulto.
Ya arriba, giró en redondo para gritar:
—¡Voy a llamar a la policía!
Henry hizo ademán de arrojarse contra él y el señor Gedreau se echó hacia atrás. Eddie comprendió que eso era el fin. Por increíble, por inconcebible que pareciese, allí no había protección para él. Era hora de irse.
Mientras Henry de pie ante los peldaños, fulminaba con la vista al señor Gedreau y los otros permanecían petrificados (hasta horrorizados, exceptuando a Patrick) por ese súbito y triunfal desafío a la autoridad de los adultos, Eddie vio su oportunidad. Giró en redondo y puso pies en polvorosa.
Iba ya por la mitad de la manzana cuando Henry se volvió, echando chispas por los ojos.
—¡Atrapadlo! —aulló.
Con asma o sin ella, Eddie corrió como nunca. En algunos tramos, hasta de varios metros, tuvo la sensación de que sus zapatos no habían tocado la acera. Y por algunos segundos hasta albergó la embriagadora idea de que podría escapar.
De pronto, justo antes de que llegase a Kansas Street, donde quizá habría estado a salvo, un niño en triciclo salió pedaleando de un jardín cruzándosele por delante. Eddie trató de desviarse, pero a la velocidad que llevaba habría hecho mejor tratando de saltar por encima de la criatura. (El niño se llamaba Richard Cowan; ya adulto y casado, engendraría a un niño bautizado Frederick Cowan que moriría ahogado en un inodoro y parcialmente comido por algo que surgiría del artefacto, en forma de humo negro, para tomar una forma inconcebible).
Uno de los pies de Eddie quedó atrapado en el soporte posterior del triciclo. Richard Cowan apenas se balanceó, pero Eddie salió volando. Cayó con el hombro contra la acera, resbalando tres metros y despellejándose codos y rodillas. Mientras intentaba levantarse, Henry Bowers cayó sobre él como una bala de cañón planchándolo contra el suelo. La nariz del chico sufrió un breve encontronazo con el cemento. Voló sangre.
Henry giró de costado, como un paracaidista y en un segundo estuvo en pie. Tomó a Eddie por la nuca y la muñeca derecha. Su aliento, resonante en la nariz hinchada y cubierta de vendas, era cálido, húmedo.
—¿Quieres piedras, Tirapiedras? ¡Claro, qué joder! —Dio un tirón a la muñeca de Eddie, subiéndosela por la espalda, y el chico emitió un chillido—. Piedras para el Tirapiedras, sí. —Y le retorció la muñeca un poco más.
Eddie aulló. Detrás de él estaban acercándose los otros. También oyó que el niño del triciclo empezaba a llorar. Ya somos dos, pequeño, pensó. Y a pesar del dolor, a pesar de las lágrimas y el miedo, rebuznó de risa, como un borrico.
—¿Te parece divertido? —preguntó Henry, súbitamente desconcertado en vez de furioso—. ¿Esto te resulta divertido?
¿Era posible que se lo oyera también asustado? Años más tarde, Eddie se diría que sí, que Henry había hablado como si estuviese asustado.
Eddie intentó zafar la muñeca de entre las manos de Henry. Estaba húmeda de sudor y hubiese podido soltarse. Tal vez por eso Henry la retorció con más fuerza que antes. Eddie oyó un crujido en su brazo, como el de una rama de invierno que cediese bajo el hielo acumulado. El dolor que rodó desde ese brazo fracturado fue gris y enorme. Chilló, pero el sonido le pareció lejano. El mundo estaba perdiendo color. Cuando Henry lo soltó, dándole un empujón, tuvo la sensación de flotar hasta la acera. Le llevó mucho tiempo llegar hasta el cemento. Tuvo oportunidad de echar una buena mirada a cada una de las grietas, de admirar el modo en que el sol brillaba en las motas de mica, de reparar en los restos de una viejísima rayuela dibujada con tiza rosada. Por un instante cambió de forma y se pareció a una tortuga.
En ese momento podría haberse desmayado, pero cayó sobre el brazo fracturado y el nuevo dolor fue agudo, brillante, caliente, terrible. Sintió que los extremos astillados de los huesos rechinaban entre sí. Se mordió la lengua, sacándose sangre otra vez. Rodó hasta quedar de espaldas y vio que Henry, Victor, Moose y Patrick estaban de pie ante él. Parecían imposiblemente altos, como deudos que miraran el interior de una sepultura.
—¿Te ha gustado, Tirapiedras? —preguntó Henry. Su voz llegaba desde lejos, flotando entre nubes de dolor—. ¿Te va la marcha, Tirapiedras? ¿Te ha gustado mi trabajito?
Patrick Hockstetter rió como las niñas.
—Tu padre está loco —se oyó decir Eddie—. Y tú también.
La sonrisa de Henry se borró tan inmediatamente como si alguien le hubiera dado una bofetada. Levantó el pie para asestar una patada… y en ese momento sonó una sirena en la tarde calurosa, callada. Henry se detuvo. Victor y Moose miraron alrededor, inquietos.
—Mejor nos vamos, Henry —propuso Moose.
—Yo sí me voy, ahora mismo —afirmó Victor.
¡Qué lejanas sonaban sus voces! Como los globos del payaso. Parecían flotar. Victor huyó hacia la biblioteca, cortando por el parque McCarron para salir de la calle.
Henry vaciló aún por un instante; quizá esperaba que el coche de la policía estuviera ocupado en otra cosa y lo dejara seguir con lo suyo. Pero la sirena sonó otra vez, más cercana.
—Tienes suerte, caraculo —dijo.
Y siguió a Victor, acompañado por Moose.
Patrick Hockstetter se quedó un momento.
—Aquí te dejo un regalito —susurró, con su voz grave y ronca. Aspiró hondo y escupió una gran flema verde a la cara sudorosa y ensangrentada de Eddie. Splat—. No te lo comas todo de una vez, si no quieres —dijo Patrick, esbozando su sonrisa inquietante—. Deja un poco para después.
Giró lentamente y desapareció también.
Eddie trató de limpiarse la flema con el brazo sano, pero hasta ese pequeño movimiento volvió a encender el dolor.
Cuando saliste hacia la farmacia no habrías imaginado que terminarías en la avenida Costello, con un brazo roto y los mocos de Patrick Hockstetter corriéndote por la cara, ¿verdad? Ni siquiera pudiste tomarte la Pepsi. La vida está llena de sorpresas, ¿verdad?
Increíblemente, volvió a reír. Fue una risa débil, que le provocó dolor en el brazo, pero le hizo bien. Y notó algo más: no tenía asma. Su respiración era perfecta, al menos por el momento. Menos mal, porque jamás habría podido sacar su inhalador, aunque lo intentara mil años.
La sirena ya estaba muy cerca; aullaba y aullaba. Eddie cerró los ojos y vio rojo bajo los párpados. Después, el rojo se convirtió en negro; una sombra había caído sobre él. Era el niño del triciclo.
—¿Estás bien? —preguntó el niño.
—¿Te parece que estoy bien?
—No, me parece que estás jodido —dijo el niño.
Y se alejó pedaleando. Cantaba algo sobre un granjero.
Eddie empezó a reír como un tonto. Ya estaba allí el coche de policía; le llegó el chirriar de sus frenos. Se descubrió alentando la vaga esperanza de que viniera con el señor Nell, aunque sabía que el señor Nell no era de la motorizada.
¿De qué demonios te ríes?
No lo sabía. Tampoco sabía por qué, en medio de tanto dolor, sentía un alivio tan intenso. Tal vez porque aún estaba vivo, sin haber sufrido sino la fractura de un brazo, porque aún quedaban trozos para recoger. Se conformó con eso. Pero años más tarde, sentado en la biblioteca de Derry, con un vaso de ginebra y zumo de ciruelas ante él, a mano el inhalador, dijo a los otros que en su alivio había algo más: había tenido edad suficiente para sentir ese algo más pero no para definirlo.
Creo que fue el primer dolor verdadero de mi vida —diría a los otros—. Y no se pareció en nada a lo que yo suponía. No acabó conmigo como persona. Creo… que me dio una base de comparación. Descubrí que se podía existir dentro del dolor, a pesar del dolor.
Eddie giró débilmente la cabeza a la derecha y vio grandes neumáticos Firestone, tapacubos cromados y luces azules que palpitaban. Oyó entonces la voz del señor Nell, densamente irlandesa, increíblemente irlandesa. Se parecía más a la voz de policía irlandés que a la voz del verdadero señor Nell… pero tal vez era efecto de la distancia.
—¡Jesús, María y José! ¡Es el chico Kaspbrak!
En ese momento, Eddie se alejó flotando.
4
Y, con una sola excepción, se quedó lejos por largo rato.