It (Eso) – Stephen King

Y el farmacéutico, solemne, se dio otras palmaditas la cabeza.

Eddie dijo:

—Mi medicamento hace efecto.

—Lo sé —dijo el señor Keene, con una enloquecedora sonrisa de adulto complaciente—. Te alivia el pecho porque te alivia la cabeza. El Hydrox, Eddie, es agua con una pizca de alcanfor, para darle gusto a medicina.

—No —dijo Eddie.

Su pecho volvía a silbar.

El señor Keene recogió con la cuchara parte del helado semiderretido, se lo llevó a la boca y se limpió cuidadosamente la barbilla con el pañuelo mientras Eddie volvía a usar el inhalador.

—Tengo que irme —dijo el chico.

—Espera a que termine, por favor.

—¡No! Me quiero ir. Ya ha cobrado. Ahora me quiero ir.

—Espera a que termine —indicó el señor Keene, tan autoritario que Eddie volvió a sentarse.

A veces, los adultos eran odiosos con todo su poder. Muy odiosos.

—Parte del problema consiste en que tu médico, Russ Handor, es débil. Y parte del problema es que tu madre ha decidido que estás enfermo. Tú, Eddie, estás atrapado en medio.

—No estoy loco —susurró Eddie.

La silla del señor Keene chirrió como un grillo monstruoso.

—¿Qué?

—¡Digo que no estoy loco! —gritó Eddie.

Inmediatamente le subió a la cara un rubor angustiado.

El señor Keene sonrió. Piensa lo que quieras —decía esa sonrisa—. Piensa lo que quieras, que yo tengo mi propia opinión.

—Lo que estoy diciendo, Eddie, es que no estás físicamente enfermo. Tus pulmones no tienen asma. Es tu mente la que está enferma de asma.

—Lo que usted quiere decir es que estoy loco.

El señor Keene se inclinó hacia delante, mirándolo con intensidad por encima de sus manos cruzadas.

—No sé —dijo, con suavidad—. ¿Estás loco o no?

—¡Es mentira! —exclamó Eddie, sorprendido de que las palabras le surgieran del pecho con tanta fuerza. Pensaba en Bill, en cómo reaccionaría Bill ante semejantes acusaciones. Bill sabría qué decir, con tartamudez o no. Bill sabía ser valiente—. ¡Todo eso es mentira! ¡Tengo asma, claro que sí!

—Sí —dijo el señor Keene. Su sonrisa seca se había convertido en una extraña sonrisa de esqueleto—. Pero, ¿de dónde la sacaste, Eddie?

La mente de Eddie daba vueltas y vueltas. Se sentía enfermo, sí, muy enfermo.

—Hace cuatro años, en 1954, el año en que se efectuaron las pruebas en DePaul, por casualidad el doctor Handor empezó a recetarte ese Hidrox. Eso quiere decir hidrógeno y oxígeno, los dos componentes del agua. Desde entonces vengo aviniéndome a ese engaño, pero no quiero seguir adelante. Tu medicamento para el asma funciona sobre tu mente y no sobre tu cuerpo. Tu asma es resultado de una tensión nerviosa del diafragma, ordenada por tu mente… o por tu madre. Tú no estás enfermo.

Se hizo un terrible silencio.

Eddie, sentado en la silla, sentía que la mente le daba vueltas. Por un momento consideró la posibilidad de que ese hombre estuviese diciendo la verdad, pero no podía enfrentarse a las ramificaciones de semejante idea. Sin embargo, ¿qué interés podría tener el señor Keene en mentir sobre algo tan grave?

El señor Keene se sentó, con su sonrisa de desierto, brillante, seca, sin corazón.

Sí que tengo asma, tengo asma. El día en que Henry Bowers me pegó en la nariz, el día en que Bill y yo tratábamos de hacer el dique en Los Barrens, estuve a punto de morir. ¿Tengo que pensar en mi mente… estaba inventando todo eso? Pero ¿qué interés puede tener este hombre en mentir?

Sólo años más tarde, en la biblioteca, se haría Eddie una pregunta aún más terrible: ¿Qué interés tenía en decirme la verdad?

Vagamente le oyó decir:

—Te he estado vigilando, Eddie. Te he dicho todo esto porque ya estás en edad de comprender, pero también porque he visto que, por fin, tienes amigos. Son buenos amigos, ¿verdad?

—Sí —dijo Eddie.

El farmacéutico inclinó la silla hacia atrás, haciéndola crujir otra vez como un grillo, y cerró un ojo. Podía ser un guiño o no.

—Y apostaría a que tu madre no los mira con buenos ojos, ¿verdad?

—Le caen bien, sí —protestó Eddie, pensando en las cosas cortantes que su madre había dicho de Richie Tozier (Dice palabrotas… y por su aliento me doy cuenta de que fuma, Eddie), su despectiva recomendación de que no prestase dinero a Stan Uris porque era judío, su antipatía abierta hacia Bill Denbrough y «ese gordo»—. Le gustan mucho —repitió.

—¿De veras? —repuso el señor Keene, todavía sonriendo—. Bueno, puede que tenga razón, puede que no la tenga. Pero al menos tienes amigos, Eddie. Quizá te convenga discutir con ellos este problema tuyo. Esta… debilidad de la mente. Y escuchar qué te dicen ellos.

Eddie no respondió. Le parecía mejor terminar con esa conversación. Y estaba seguro de que, si no salía pronto de allí, terminaría llorando.

—¡Bueno! —concluyó el señor Keene, levantándose—. Creo que con esto hemos terminado, Eddie. Si te he puesto nervioso, lo siento. Sólo he cumplido con lo que considero mi deber. Y…

Antes de que pudiese decir una palabra más, Eddie arrebató su inhalador y la bolsa de medicamentos. Huyó. Uno de sus pies resbaló en el helado y estuvo a punto de caer. Un segundo después salía a toda carrera de la farmacia, a pesar de su aliento sibilante. Ruby miró sobre su revista, boquiabierta.

Detrás de él creyó percibir la presencia del señor Keene, de pie en la puerta de su despacho, observando su poco garbosa retirada sobre el mostrador de los medicamentos: delgado, pulcro, pensativo y sonriente. Sonriente con esa seca sonrisa de desierto.

Se detuvo en la triple esquina de Kansas, Main y Center, para tomar otra bocanada de su inhalador, sentado en el muro bajo, junto a la parada del autobús; ya tenía la garganta completamente embarrada por ese gusto medicinal

(sólo agua, con un poco de alcanfor)

y pensó que, si se veía obligado a usarlo una vez más, vomitaría hasta las tripas.

Lo guardó en su bolsillo y se dedicó a contemplar el tráfico que subía por Main y bajaba por Up-Mile Hill. Trató de no pensar. El sol le castigaba la cabeza, caliente y cegador. Cada coche que pasaba le arrojaba dardos de reflejo a los ojos; en las sienes nacía un dolor de cabeza. No podía encontrar el modo de seguir enfadado con el señor Keene, pero no le costó en absoluto sentir mucha pena por Eddie Kaspbrak. Se sentía realmente apenado por Eddie Kaspbrak. Probablemente, Bill Denbrough no perdía tiempo sintiendo pena por sí mismo pero, Eddie no podía remediarlo.

Por encima de todo, quería hacer exactamente lo que le había sugerido el señor Keene: bajar a Los Barrens y contar todo a sus amigos para ver qué decían ellos, para ver qué respuestas tenían. Pero no podía hacer eso. Su madre lo esperaba pronto en casa con los medicamentos.

(tu mente… o tu madre)

Y si no llegaba a tiempo

(tu madre ha decidido que estás enfermo)

habría problemas. Ella daría por sentado que había estado con Bill, Richie o «ese chico judío», como llamaba a Stan (insistiendo en que no tenía prejuicios, pero «había que poner las cartas sobre la mesa», frase que utilizaba para referirse a la verdad en situaciones difíciles). De pie en esa esquina, mientras intentaba desesperadamente ordenar sus desmandados pensamientos, Eddie adivinó lo que ella diría si llegaba a enterarse de que otro de sus amigos era negro y de que en grupo había una chica a la que ya le estaban creciendo los pechos.

Echó a andar lentamente hacia Up-Mile Hill detestando la perspectiva de subir esa cuesta con semejante calor. Probablemente se podría freír un huevo en la acera. Por primera vez sintió ganas de que empezasen las clases, de iniciar un nuevo curso, de entenderse con las peculiaridades de otra maestra. De que terminara ese verano espantoso.

Se detuvo a mitad de la cuesta, no lejos del sitio donde Bill Denbrough redescubría a Silver, su bicicleta, veintisiete años después, y sacó su inhalador del bolsillo. HidrOx Pulverizador —rezaba la etiqueta—. Adminístrese a discreción.

Algo más encajó en su sitio. Adminístrese a discreción. Aunque era sólo un niño que ni siquiera sabía limpiarse el culo (así decía su madre, a veces, cuando ponía las cartas sobre la mesa), hasta un chico de once años sabía que un medicamento de verdad no se «administra a discreción». Los medicamentos de verdad pueden matar si uno los consume como le viene en gana. Probablemente, hasta la simple aspirina podía matar de ese modo.

Miró fijamente el inhalador sin prestar atención a la anciana que lo miraba con curiosidad mientras bajaba la cuesta rumbo a Main Street con su bolsa de las compras. Se sentía traicionado y por un momento estuvo a punto de arrojar el frasco de plástico a la alcantarilla. Mejor aún, podría arrojarlo por la boca de la cloaca. ¡Claro! ¿Por qué no? Que se lo quedara Eso, en sus túneles y sus cloacas chorreantes. ¡Ahí tienes un pla-ce-bo, monstruo de mil caras! Emitió una risa histérica y estuvo a punto de seguir el impulso, pero al cabo se impuso el hábito. Volvió a guardar el inhalador en el bolsillo y siguió caminando, oyendo apenas el ocasional bocinazo o el zumbido del autobús del parque Bassey. Estaba igualmente lejos de saber que muy pronto descubriría cómo era el dolor, el dolor de verdad.

3

Cuando salió del mercado de la avenida Costello, veinticinco minutos después, con una Pepsi en la derecha y dos chupa-chups en la izquierda, Eddie se llevó la desagradable sorpresa de descubrir a Henry Bowers, Victor Criss, Moose Sadler y Patrick Hockstetter arrodillados en la acera, a la izquierda de la pequeña tienda. Por un momento, Eddie pensó que estaban jugando a algo; después vio que habían reunido el dinero de todos en la camisa de Victor. A un lado, en descuidado montón, estaban los textos para los cursos de recuperación.

En un día cualquiera, Eddie se habría evaporado silenciosamente volviendo a la tienda para preguntar al señor Gedreau si podía salir por la puerta trasera. Pero aquél no era un día cualquiera. Eddie quedó petrificado en donde estaba, con una mano en la puerta llena de anuncios de cigarrillos y la otra aferrando la bolsa del supermercado y la de la farmacia.

Victor Criss lo vio y dio un codazo a Henry. Henry levantó la vista. Lo mismo hizo Patrick Hockstetter. Moose, cuya transmisión era más lenta, siguió contando monedas por unos cinco segundos, antes de que el súbito silencio penetrara en él. Entonces, él también alzó los ojos.

Henry se levantó, sacudiéndose el polvo del mono. Tenía entablillada la nariz y su voz había adquirido un tono nasal, como sirena de niebla.

—Vaya, por todos los diablos —comentó—, uno de los tirapiedras. ¿Dónde dejaste a tus amigos, capullo? ¿Están adentro?

Eddie sacudió torpemente la cabeza antes de darse cuenta de que acababa de cometer otro error. La sonrisa de Henry se ensanchó.

—Bueno, me parece muy bien —dijo—. No me molesta atraparlos uno a uno. Ven aquí, capullo.

Victor se puso a su lado; Patrick Hockstetter los siguió sonriendo del modo vacuo y porcino que Eddie le conocía de la escuela. Moose aún se estaba incorporando.

—Ven aquí, gilipollas —repitió Henry—. Vamos a hablar de piedras, ¿quieres?

Aunque ya era demasiado tarde, Eddie decidió que sería mejor volver a la tienda. Allí había un adulto. Pero en el momento en que retrocedía, Henry salió disparado y lo sujetó. Le tiró del brazo, con fuerza, y su sonrisa se convirtió en una mueca. Le arrancó la mano de la puerta. Eddie se vio arrastrado hasta la calle; se habría estrellado de cabeza en la grava, al pie de los peldaños, si Victor no lo hubiera sujetado rudamente por las axilas. Luego lo empujó. Eddie logró conservar el equilibrio, pero sólo dando dos grandes vueltas de molino con los brazos. Los cuatro chicos lo rodearon desde unos tres metros de distancia; Henry, algo más adelante, sonreía. El pelo se le erguía en un remolino, sobre la nuca.

Algo más atrás, a su izquierda, estaba Patrick Hockstetter, un chico realmente escalofriante. Eddie no lo había visto en compañía de nadie antes de aquel día. Era un poco gordo; la barriga le colgaba un poco sobre el cinturón, que tenía una gran hebilla metálica. Su cara, perfectamente redonda, parecía siempre pálida como la crema, pero en ese momento estaba algo quemada por el sol. La quemadura se acentuaba en la nariz, que se le estaba pelando, pero se alargaba hacia fuera sobre las mejillas, como alas. En la escuela, a Patrick le gustaba matar moscas con su regla de plástico verde; después las ponía en la caja de los lápices. A veces enseñaba su colección de moscas a algún chico nuevo, en los recreos; en esas ocasiones, sus labios gruesos sonreían y sus ojos, verdegrisáceos, permanecían sobrios y pensativos. Nunca hablaba cuando enseñaba sus moscas muertas, fuese cual fuese el comentario del chico nuevo. Y en ese momento, su cara tenía la misma expresión.

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