It (Eso) – Stephen King

—No importa —dijo Mike—. Va a venir muy pronto. Algo viene.

—S-s-sí —reconoció Bill—. Pe-e-e-pero yo… —Empezó a toser. Trató de dominarse, pero la tos empeoró hasta convertirse en un repiqueteo seco.

Vagamente, Richie lo vio levantarse tambaleante, y arrojarse hacia la trampilla.

—Bu-bu-buena: su-su…

Y desapareció arrastrado por los otros.

—Parece que sólo quedamos tú y yo, viejo Mikey —dijo Richie. Entonces él también empezó a toser—. Estaba seguro de que sería Bill…

La tos empeoró. Se dobló en dos tosiendo en seco sin poder recobrar el aliento. Le palpitaba la cabeza como a martillazos, como un rábano lleno de sangre. Sus ojos lagrimeaban detrás de los cristales.

Desde lejos, le llegó la voz de Mike.

—Sube si es necesario, Richie. No te marees. No vayas a matarte.

Levantó una mano hacia Mike y la agitó

(ninguna documentación, qué joder)

en un gesto de negación. Poco a poco fue dominando la tos. Mike tenía razón. Algo estaba por ocurrir y ocurriría pronto. Y él deseaba estar allí cuando así fuera.

Reclinó la cabeza hacia atrás y clavó otra vez la vista en el ventanuco. El ataque de tos lo había dejado algo mareado, como si flotara en un almohadón de aire. La sensación era agradable. Siguió aspirando poco a poco, pensando: Algún día seré una estrella del rock-and-roll. Sí, eso es. Seré famoso. Grabaré discos y haré películas. Tendré una chaqueta deportiva negra y zapatos blancos. Y un Cadillac amarillo. Y cuando vuelva a Derry todos se morderán los codos, hasta Bowers. ¿Qué importa que lleve gafas? Buddy Holly también lleva gafas. Cantaré hasta ponerme azul y bailaré hasta ponerme negro. Seré la primera estrella del rock-and-roll nacida en Maine. Y…

El pensamiento se fue a la deriva. No importaba. Descubrió que ya no necesitaba respirar superficialmente. Sus pulmones se habían adaptado y podía aspirar tanto humo como quisiera. Tal vez era de Venus.

Mike arrojó más palitos al fuego. Para no ser menos, Richie arrojó otro puñado.

—¿Cómo te sientes, Rich? —preguntó Mike.

Richie sonrió.

—Mejor. Casi bien. ¿Y tú?

Mike asintió, devolviéndole la sonrisa.

—Me siento bien. ¿Has tenido algún pensamiento raro?

—Sí. Por un minuto me creí Sherlock Holmes. Después pensé que podía bailar como los Dovells. Tienes los ojos tan rojos que no se puede creer. ¿Lo sabías?

—Tú también. Parecemos un par de comadrejas en la madriguera.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Quieres decir «está bien»?

—Está bien. ¿Quieres decir que tienes la palabra?

—La tengo, Mikey.

—Sí, está bien.

Se sonrieron mutuamente. Entonces Richie dejó que su cabeza cayera hacia atrás, contra la pared, y miró el ventanuco. Al poco rato, empezó a divagar perdiéndose en la distancia… No, en la distancia, no. Hacia arriba. Estaba derivando hacia arriba. Como

(flotamos aquí abajo todos)

un globo.

—¿E-e-estáis bi-bien, vos-vosotros?

La voz de Bill bajaba por la chimenea. Llegaba desde Venus. Preocupada. Richie sintió que caía dentro de sí mismo con un golpe seco.

—Todo está bien —dijo, oyendo su voz lejana, irritada—. Todo está bien, te dijimos que todo está bien, Bill, cállate, déjanos coger la palabra, queremos decir que tenemos

(el mundo)

la palabra.

La casita era más grande que nunca y ahora tenía el suelo de madera encerada. El humo era espeso como niebla marítima; costaba ver el fuego. ¡Qué suelo, Dios! Era grande como un salón de baile en una comedía musical de la Metro. Mike lo miraba desde el otro lado, una silueta casi perdida en la niebla.

¿Vienes, viejo Mikey?

Estoy aquí contigo, Richie.

¿Todavía quieres decir «está bien»?

Sí… pero tómame de la mano…, ¿puedes tomarme de la mano?

Creo que sí.

Richie alargó la mano y, aunque Mike estaba al otro lado de ese enorme salón, sintió que aquellos dedos fuertes, pardos, se cerraban alrededor de su muñeca. Oh, y qué bueno era eso, qué agradable contacto, qué agradable encontrar deseo en el consuelo, consuelo en el deseo, encontrar sustancia en el humo y humo en la sustancia…

Inclinó la cabeza hacia atrás y miró el ventanuco, tan blanco y pequeño. Ya estaba mucho más arriba. Kilómetros más arriba, como un tragaluz venusino.

Estaba ocurriendo. Empezaba a flotar. Bueno, allá vamos, pensó, y empezó a elevarse aprisa, más aprisa, por entre el humo, la niebla, la llovizna, lo que fuera.

5

Ya no estaban adentro.

Los dos se encontraron de pie, juntos, en medio de Los Barrens, y estaba anocheciendo.

Eran Los Barrens y Richie lo sabía, pero todo era distinto. El follaje se veía más denso, salvajemente voluptuoso. Había plantas que él no había visto en su vida y comprendió que algunas de las cosas que tomó por árboles eran, en realidad, helechos gigantescos. Se oía correr agua, pero con mucha más potencia de la normal; aquello no parecía la perezosa corriente del Kenduskeag, sino el río Colorado en el Gran Cañón.

Además, hacía calor. En Maine solía hacer bastante calor durante el verano y la humedad era tal que uno, a veces, se sentía pegajoso al meterse en cama. Pero allí hacía más calor y humedad de la que Richie había experimentado en su vida. Una niebla baja, ahumada y densa, llenaba los huecos de la tierra y se enroscaba a las piernas de los chicos. Tenía un olor fino y acre que se parecía al del humo de leña verde.

Él y Mike empezaron a caminar hacia el ruido de agua sin decir palabra, abriéndose paso entre el extraño follaje. De algunos árboles colgaban lianas gruesas como sogas que parecían hamacas. Richie oyó cómo algo corría precipitadamente entre la maleza. Parecía un animal más grande que un venado.

Richie se detuvo el tiempo suficiente para mirar alrededor, girando en círculo para estudiar el horizonte. Sabía dónde habría debido estar el grueso cilindro blanco de la torre-depósito, pero no estaba allí. Tampoco el puente de ferrocarril que cruzaba hasta los patios de maniobras, en el extremo de Neibolt Street, ni las construcciones de Old Cape. Allí donde debía estar Old Cape sólo había barrancos bajos, salientes rocosas y grandes piedras entre gigantescos helechos y árboles.

Arriba se oyó un aleteo. Los chicos agacharon la cabeza en el momento en que pasaba un escuadrón de murciélagos, los más grandes que Richie había visto en su vida, y por un momento se aterrorizó, aún más que mientras huía con Bill en Silver perseguidos ambos por el hombre-lobo. El silencio y el carácter extraño de ese lugar eran terribles, pero su espantosa familiaridad era aún peor.

No hay por qué asustarse —se dijo—. Recuerda que es sólo un sueño, una visión, como quieras llamarla. Yo y el viejo Mikey estamos, en realidad, en la casita del club, envueltos en humo. Muy pronto, Gran Bill se pondrá nervioso porque no respondemos. Entonces él y Ben bajarán a sacarnos. Esto es solo de mentirijillas, como dice Conway Twitty.

Pero vio que un murciélago tenía un ala tan desgarrada que por ella se veía brillar el sol neblinoso, y cuando pasaron debajo de un helecho gigante vio una gorda oruga amarilla que cruzaba una ancha fronda dejando caer su sombra hacia atrás. En el cuerpo de la oruga saltaban diminutos insectos negros. Si eso era un sueño, era el más nítido que había tenido en su vida.

Caminaron hacia el ruido del agua y, en aquella espesa niebla que les llegaba a las rodillas, Richie no sabía si sus pies tocaban el suelo o no. Llegaron a un sitio en que tanto la niebla como el suelo se interrumpían. Él miró, estupefacto. Aquél no era el Kenduskeag… y sin embargo lo era. La corriente hervía en un curso estrecho, cortado en la misma roca. Al otro lado se veía un corte de siglos en capas de piedra: rojas, naranja, rojas otra vez. No se podía cruzar ese arroyo pisando unas cuantas piedras. Hubiese hecho falta un puente de cuerdas y uno se daba cuenta de que, si caía en el agua, sería barrido de inmediato. El ruido del torrente sonaba a furia tonta y amarga y mientras Richie caminaba, boquiabierto, vio, que un pez de plata rosada daba un salto en un arco imposible tratando de alcanzar a los insectos que formaban móviles nubes sobre la superficie del agua. Volvió a caer, con un chapoteo, dando a Richie el tiempo suficiente para registrar su presencia y darse cuenta de que en su vida había visto un pez como ése, ni siquiera en los libros.

Las aves formaban bandadas en el cielo, chillando con aspereza. No una docena ni dos docenas: por un momento los pájaros oscurecieron tanto el cielo que borraron el sol. Otra bestia pasó a toda velocidad por entre los matorrales. Y varias más. Richie giró en redondo, con el corazón palpitándole dolorosamente en el pecho, y vio algo similar a un antílope que pasaba como un relámpago rumbo al sudeste.

Algo va a pasar y ellos lo saben.

Las aves desaparecieron. Probablemente habían aterrizado en masa, más al sur. Otro animal pasó ruidosamente junto a ellos… y otro más. Después se hizo el silencio, exceptuando el incesante rumor del Kenduskeag. Ese silencio tenía una cualidad de espera, una cualidad preñada que a Richie no le gustó. Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y buscó a tientas la mano de Mike.

¿Sabes dónde estamos? —preguntó, a gritos—. ¿Tienes la palabra?

¡Sí, por Dios! —gritó Mike—. ¡La tengo! ¡Esto es el pasado! ¡Richie! ¡El pasado!

Richie asintió. El pasado, como había una vez, en tiempos remotos, cuando todos vivíamos en la selva y nadie vivía en otra parte. Estaban en Los Barrens tal como habían sido sabe Dios cuántos miles de años atrás. Estaban en algún pasado imposible de imaginar, antes de la edad de hielo, cuando Nueva Inglaterra era tan tropical como hoy lo es Sudamérica… si aún existía el hoy. Volvió a echar un vistazo, nervioso; casi esperaba ver la cabeza de un brontosaurio, contra el cielo, mirándolos, con la boca llena de barro y plantas arrancadas o un tigre dientes de sable que los acechara desde la espesura.

Pero sólo existía ese silencio, como el que reina cinco o diez minutos antes de que estalle una encarnizada tormenta eléctrica, cuando los relámpagos purpúreos se acumulan en el cielo y la luz toma un extraño color amarillo amoratado, cuando el viento cesa por completo y uno percibe un aroma denso, como el de baterías de automóvil sobrecargadas.

Estamos en el pasado, hace un millón de años, tal vez, o diez millones, u ochenta millones, pero aquí estamos y algo va a pasar. No sé qué, pero algo va a pasar y tengo miedo quiero que esto termine quiero volver y Bill por favor Bill por favor sácanos es como si hubiéramos caído en alguna película por favor ayúdanos…

La mano de Mike estrechó la suya y él notó entonces que el silencio se había roto. Se sentía una vibración grave que se percibía contra la piel, en vez de contra los tímpanos, haciendo zumbar los diminutos huesos que conducían el sonido. Fue en constante aumento. No tenía tono; simplemente, era

(la palabra en el principio era la palabra el mundo el)

un sonido sin melodía, sin alma. Buscó a tientas el árbol que tenían cerca y, al tocarlo con la mano encerrando la curva del tronco, percibió la vibración atrapada dentro. En ese mismo instante, comprendió que podía sentirlo en los pies, un latido firme que subía por los tobillos hasta las rodillas convirtiendo sus músculos en diapasones.

Crecía. Crecía.

Venía del cielo. Contra su voluntad, pero sin poder evitarlo, Richie levantó la cara. El sol era una moneda fundida que quemaba un círculo en la capa de nubes bajas, rodeada por un fantasmal halo de humedad. Abajo, ese tajo verde y fértil que eran Los Barrens permanecía en completo silencio. Richie creyó comprender qué era aquella visión: estaban por presenciar el advenimiento de Eso.

La vibración adquirió voz: un rugido resonante que fue creciendo hasta aturdir. Richie se cubrió los oídos con las manos y gritó, pero no oyó su propio grito. Mike Hanlon, a su lado, estaba haciendo lo mismo y Richie vio que sangraba un poco por la nariz.

Al oeste, las nubes se encendieron con un capullo de fuego rojo. Avanzó hacia ellos, dejando un rastro y fue ensanchándose de arteria a arroyo, a río de ominoso color y entonces, cuando un objeto ardiente cayó atravesando la capa de nubes, llegó el viento. Era caliente y chamuscante, lleno de humo; sofocaba. La cosa del cielo era gigantesca, como una cabeza de cerilla encendida, cuyo fulgor casi impedía mirarla. De ella se desprendían arcos de electricidad, látigos azules que dejaban truenos a su paso.

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