—Ya sé cómo hacer esto —dijo Bev.
Sacó del bolsillo una caja de cerillas. En la parte delantera había fotos de las candidatas de ese año al título de Miss Rheingold, tan diminutas que hacía falta una lupa para verlas bien. Beverly encendió una cerilla y la apagó de un soplido. Después arrancó otras seis y les agregó la cerilla quemada. Les dio la espalda por un momento y, cuando volvió a mirarlos, los siete extremos blancos de las siete cerillas sobresalían de su puño cerrado.
—Elige —dijo a Bill, presentándole el puño—. El que saque la cerilla quemada se queda arriba para sacar al resto por si los otros se marean.
Bill la miró de frente.
—¿A-a-así quieres que lo ha-a-a-agamos?
Entonces ella le sonrió y esa sonrisa dio fulgor a su cara.
—Sí, grandísimo tonto, así es como lo quiero. ¿A ti que te parece?
—T-t-t-te amo, B-b-bev —dijo.
A las mejillas de la chica subió el color, como una llama apresurada.
Bill pareció no darse cuenta. Estudiaba los cabos de cerilla que asomaban del puño apretado y al fin eligió uno. La cabeza estaba azul, sin quemar. Ella se volvió hacia Ben y le ofreció los seis restantes.
—Yo también te amo —dijo Ben, ronco. Tenía la cara como una ciruela y parecía al borde de un ataque. Pero nadie se rió. En algún lugar muy profundo de Los Barrens, el pájaro volvió a graznar. Stan ha de saber qué pájaro es, pensó Richie.
—Gracias —respondió ella, sonriendo.
Ben eligió una cerilla. Su cabeza estaba intacta.
A continuación, los ofreció a Eddie, que sonrió. Era una sonrisa tímida, increíblemente dulce, vulnerable hasta partir el corazón.
—Creo que yo también te amo, Bev —dijo.
Y eligió una cerilla al azar. Su cabeza estaba azul.
Beverly presentó los cuatro cabos restantes a Richie.
—¡La amo, Miss Sca’lett! —vociferó Richie, a todo pulmón, e hizo exagerados gestos de beso con los labios.
Beverly se limitó a mirarlo con una leve sonrisa y al chico le atacó una súbita vergüenza.
—Te amo de verdad, Bev —dijo, y le tocó el pelo—. Eres estupenda.
—Gracias.
Richie tomó una cerilla y la miró, seguro de haber sacado la quemada. Pero no era así. Bev se volvió hacia Stan.
—Te amo —dijo Stan, mientras retiraba una de las cerillas de su puño. Sin quemar.
—Quedamos tú y yo, Mike —observó ella, ofreciéndole las dos cerillas restantes.
Él dio un paso adelante.
—No te conozco tanto como para amarte —dijo—, pero te amo, de cualquier modo. Tratándose de gritar, podrías darle lecciones a mi madre.
Todos rieron y Mike tomó una cerilla. Su cabeza también estaba intacta.
—Pa-pa-parece q-q-que te to-toca a ti, Bev, desp-p-pués de todo —comentó Bill.
Beverly, con cara de disgusto (tanto lío para nada), abrió la mano.
La cabeza de la cerilla restante también estaba azul y sin quemar.
—Hi-i-ciste tra-trampa —acusó Bill.
—No, no hice trampa. —La voz de la chica no era de protesta y enfado, como cabía esperar, sino de aturdida sorpresa—. Juro por Dios que no lo hice.
Y les mostró la palma. Todos vieron la débil marca de hollín de la cerilla quemada.
—¡Te lo juro por mi madre, Bill!
El chico, la miró por un momento y acabó por asentir. Por tácito acuerdo, todos le entregaron sus cerillas. Eran siete, con las cabezas intactas. Stan y Eddie empezaron a gatear por el suelo, pero no encontraron ninguna cerilla quemada.
—No hice nada —dijo Beverly, sin dirigirse a nadie en especial.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Richie.
—B-b-bajamos to-todos —dijo Bill—. A-a-así de-debe ser.
—¿Y si todos nos desmayamos? —preguntó Eddie.
Bill miró otra vez a la chica.
—S-s-si Bev di-dice la v-v-verdad y asssí es, no pasará na-na-nada.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Stan.
—L-l-lo sé.
El pájaro volvió a graznar.
4
Ben y Richie bajaron primero para que los otros les entregasen las piedras una a una. Richie se las pasaba a Ben, que fue formando un pequeño círculo de piedras en medio del suelo de tierra.
—Bueno —dijo—. Ya basta.
Entonces bajaron los otros, cada uno con un puñado de ramitas verdes. Bill fue el último, cerró la trampilla y abrió el estrecho ventanuco.
—L-l-listo —dijo—. Ya está el p-p-pozo de hu-de humo. ¿Te-te-tenemos yesca?
—Utiliza esto si quieres —dijo Mike, sacando del bolsillo una maltratada revista de Archie—. Ya la leí.
Bill arrancó las páginas una a una con lentitud y gravedad. Los otros se sentaron contra las paredes, rodilla con rodilla y hombro con hombro, observando sin decir nada. La tensión era densa y reinaba el silencio.
Bill puso ramitas pequeñas y astillas sobre el papel. Luego miró a Beverly.
—T-t-tú ti-tienes cerillas —dijo.
Ella encendió una; fue una llama diminuta y amarilla en la penumbra.
—Lo más probable es que esa porquería no encienda, de cualquier modo —dijo, con voz algo inestable, mientras acercaba la llama al papel, en varios lados.
Cuando la cerilla ardió hasta cerca de sus dedos, la arrojó al medio.
Las llamas se encendieron, amarillas, crepitantes, recortando en nítido relieve cada una de las caras. En ese momento, Richie no tuvo dificultad en creer la historia de indios contada por Ben; así debía haber sido en los viejos tiempos, cuando la idea de los hombres blancos era sólo un rumor o una leyenda para aquellos indios que perseguían rebaños de búfalos tan grandes que cubrían los campos, de horizonte a horizonte, haciendo temblar la tierra como durante un terremoto. En ese momento, Richie pudo imaginar a aquellos indios, kiowas, pauníes o lo que fueran, contemplando las llamas que se hundían en la leña verde como llagas calientes, oyendo el leve sisear de la savia que brotaba de la madera húmeda, esperando que descendiese la visión.
Sí. Allí sentado, en ese instante, lo creía todo… y al mirar aquellas caras sombrías, fijas en las llamas y en las páginas chamuscadas del comic, comprendió que ellos también lo creían.
Las ramas se estaban encendiendo. El recinto empezó a llenarse de humo. Una parte, blanca como las señales de humo de las películas, escapaba por la chimenea. Pero como el aire estaba inmóvil en el exterior, sin crear corriente, la mayor parte permaneció allí. Tenía un olor acre que irritaba los ojos y hacía picar la garganta. Richie oyó que Eddie tosía dos veces con un ruido seco, como el de dos tablas que se golpearan. Luego quedó otra vez en silencio. Él no debería estar aquí, pensó. Pero en otra parte parecían pensar distinto.
Bill arrojó otro puñado de ramitas verdes al fuego y preguntó, con voz débil, muy poco parecida a la suya habitual:
—¿A-a-alguien ti-tiene v-v-visiones?
—Sí: me veo salir volando de aquí —dijo Stan Uris.
Beverly se echó a reír, pero su risa se convirtió en un ataque de tos y acabó ahogándose.
Richie apoyó la cabeza contra la pared y levantó la mirada hacia la chimenea: un estrecho rectángulo de luz amarilla. Pensó en la estatua de Paul Bunyan, aquel día de marzo. Pero eso había sido sólo un espejismo, una alucinación, una
(visión)
—El humo me está matando —dijo Ben—. ¡Uf!
—Vete —murmuró Richie, sin apartar los ojos de la chimenea.
Tenía la sensación de que estaba dominando la situación. Se sentía como si hubiese adelgazado cinco kilos. Y la casita, sin duda alguna, se había vuelto más grande. Sobre eso estaba muy seguro. Al principio, la gorda pierna izquierda de Ben Hanscom había estado apretada contra la suya y el huesudo codo de Bill se le hundía en el brazo derecho. Ahora, ninguno de los dos lo tocaba. Echó un vistazo perezoso a derecha e izquierda para verificar sus percepciones. Eran correctas. Ben estaba a unos treinta centímetros. Bill, a su derecha, aún más lejos.
—Este lugar se ha agrandado, amigos y vecinos —dijo.
Aspiró más profundamente y tosió con fuerza. Dolía, dolía en el fondo del pecho, como duele la tos cuando uno ha tenido una gripe. Por un rato pensó que jamás se le pasaría, que seguiría tosiendo hasta que tuvieran que sacarlo. Siempre que ellos puedan, pensó, pero la idea era demasiado difusa como para asustarle.
De pronto, Bill le dio unas fuertes palmadas en la espalda y la tos remitió.
—No lo sabes, pero no siempre lo haces —dijo Richie.
No miraba a Bill, sino a la chimenea. ¡Qué brillante parecía! Cuando cerraba los ojos podía ver el rectángulo, flotando en la oscuridad, pero ya no blanco, sino en verde.
—¿D-d-de qué hab-hablas? —preguntó Bill.
—De tu tartamudez. —Hizo una pausa, consciente de que algún otro estaba tosiendo, sin saber quién—. Deberías ser tú quien hiciese las voces, Gran Bill, no yo. Porque tú…
Las toses se hicieron más fuertes. De pronto, la casita se inundó de luz, tan súbita y brillante que Richie entornó los ojos. Distinguió apenas la silueta de Stan Uris que salía a duras penas, trepando.
—Lo siento —logró decir el chico, entre toses espasmódicas—. Lo siento; pero no puedo.
—No importa —se oyó decir Richie—. No necesitamos ninguna documentación para joder.
Su voz sonaba como si saliera de un cuerpo ajeno.
Un momento después se cerró la trampilla, pero el aire fresco que había entrado le despejó un poco la cabeza. Antes de que Ben se moviera un poco para llenar el espacio que Stan había dejado vacío, Richie cobró conciencia de que su pierna volvía a presionar contra la de él. ¿De dónde había sacado la idea de que la casita se había agrandado?
Mike Hanlon arrojó más palitos al fuego. Richie volvió a respirar a bocanadas cortas mirando el ventanuco. No tenía idea del tiempo que pasaba, pero experimentaba la vaga sensación de que, aparte del humo, la casita se estaba convirtiendo en algo cálido y agradable.
Miró alrededor buscando a sus amigos. Costaba verlos porque estaban envueltos en sombras, humo y una luz estival aún blanca. Bev tenía la cabeza reclinada contra el entablado, las manos en las rodillas y los ojos cerrados. Las lágrimas le corrían por las mejillas hacia los lóbulos de las orejas. Bill, con las piernas cruzadas, apoyaba la barbilla en el pecho. Ben…
Pero de pronto, Ben se levantó y empujó la trampilla.
—Allá va Ben —dijo Mike. Estaba sentado a lo indio, frente a Richie, y tenía los ojos rojos como los de una comadreja.
Otra vez los asaltó una relativa frescura. El aire se renovó al escapar humo por la trampilla. Ben iba tosiendo y haciendo arcadas. Salió con ayuda de Stan. Antes de que ninguno pudiera cerrar la trampilla, Eddie se levantó trabajosamente, mortalmente pálido salvo los dos parches amoratados bajo los ojos que le llegaban a los pómulos. Buscó a débiles manotazos el borde de la escotilla y habría caído de no ser por Ben, que le cogió una mano y Stan que le sujetó la otra.
—Perdón —logró decir el chico, en un susurro sibilante, antes de que lo sacaran a tirones.
La trampilla volvió a cerrarse con un golpe.
Hubo un período largo y tranquilo. El humo se acumuló hasta formar una densa niebla dentro de la casita. Esto parece niebla londinense, Watson, pensó Richie. Por un momento se vio como Sherlock Holmes (un Sherlock muy parecido a Basil Rathbone, totalmente blanco y negro), se vio avanzar decididamente por Baker Street. Moriarty estaba a alguna distancia, lo esperaba un coche de alquiler y algo estaba en marcha.
El pensamiento fue asombrosamente claro y sólido. Casi parecía tener peso, como si no fuese un pequeño sueño de bolsillo como los que tenía constantemente (Batea Tozier para los Bosox, allá va, sube, sube… ¡Ha desaparecido! Home run, Tozier… ¡Y acaba de romper todos los récords!) sino algo casi real.
Aún le quedaba humor suficiente como para pensar que, si de todo eso no sacaba más que una visión de Basil Rathbone en el papel de Sherlock Holmes, toda esa cuestión de las visiones tenía más fama de la que merecía.
Claro que no es Moriarty el que está allí. Es Eso…, algún Eso…, y es real. Es…
Entonces volvió a abrirse la trampilla. Beverly forcejeaba por salir, entre toses secas, con una mano cubriéndole la boca. Ben la tomó por una mano y Stan por el brazo. Medio a tirones, medio forcejeando por su cuenta, desapareció.
—E-e-es cierto que se ag-se agrandó —dijo Bill.
Richie miró alrededor. Vio el círculo de piedras en donde ardía el fuego, despidiendo nubes de humo. Al otro lado estaba Mike, sentado con las piernas cruzadas como un tótem tallado en caoba; lo miraba fijamente a través del fuego, con los ojos enrojecidos por el humo. Sólo que Mike estaba a más de veinte metros. Y Bill, más lejos aún, a su derecha. La casita subterránea tenía, en ese momento, las dimensiones de un salón de baile.