It (Eso) – Stephen King

Bill y Richie, se dejaron caer por la escotilla y Ben volvió a cerrar. Allí estaban todos, cómodamente sentados contra las paredes de madera, con las piernas recogidas; las caras apenas eran visibles a la luz de la linterna.

—¿Q-q-qué hay de nuevo? —preguntó Bill.

—Poca cosa —dijo Ben. En verdad, estaba sentado junto a Beverly y su rostro lucía tan feliz como arrebatado—. Estábamos…

—Cuéntales, Ben —interrumpió Eddie—. ¡Cuéntales la historia y veremos qué opinan!

Richie se sentó entre Mike y Ben, rodeando sus rodillas con las manos entrelazadas. Allí abajo hacía un fresco delicioso… y había un secreto delicioso. Siguiendo el rayo de la linterna, que pasaba de cara a cara, olvidó momentáneamente lo que tanto lo había asombrado un minuto antes.

—¿De qué estáis hablando?

—Oh, Ben estaba contándonos cierta ceremonia de los indios —dijo Bev—. Pero Stan tiene razón, Eddie: te haría nada bien para el asma.

—A lo mejor no me hace nada —replicó Eddie (y Richie notó que el chico, para crédito suyo, sólo parecía levemente inquieto)—. Habitualmente, me pasa sólo cuando me pongo nervioso. Y me gustaría probar.

—¿P-p-probar q-q-qué? —preguntó Bill.

—La ceremonia del pozo de humo —dijo Eddie.

—¿Y e-e-eso qué es?

El rayo de la linterna de Ben derivó hacia arriba y Richie lo siguió con los ojos. Vagaba sin sentido por el techo de madera de la casita mientras Ben les explicaba. Cruzó los paneles astillados de la puerta de caoba que tres días antes habían traído entre los siete desde el vertedero. Había sido justo el día antes de que se descubriera el cadáver de Jimmy Cullum. Lo único que Richie recordaba de Jimmy Cullum, un chiquillo tranquilo que también usaba gafas, era que le gustaba jugar al escondite en los días de lluvia. Ya no volverá a jugar, pensó Richie, algo estremecido. En la penumbra, nadie notó el estremecimiento, pero Mike Hanlon, que estaba sentado junto a él, hombro contra hombro, le echó una mirada de curiosidad.

—Bueno, la semana pasada saque un libro de la biblioteca —estaba diciendo Ben—. Se llamaba Espíritus de las grandes llanuras y trataba de las tribus indias que vivían en el Oeste, hace ciento cincuenta años. Payutes, pauníes, kiowas, otoes y comanches. El libro era muy interesante. Me encantaría ir a la zona donde ellos vivieron, alguna vez: Iowa, Nebraska, Colorado, Utah…

—Cálmate y cuenta lo de la ceremonia del pozo de humo —ordenó Beverly dándole un codazo.

—Sí, enseguida —dijo él

Richie se dijo que habría dado la misma respuesta si Beverly le hubiese dado un codazo, ordenando: «Ahora bébete el veneno, ¿quieres?».

—Casi todos esos indios tenían una ceremonia especial y nuestra casita me hizo pensar en ella. Cuando querían tomar una decisión importante, ya fuese ir tras los rebaños de búfalos, buscar agua fresca o iniciar una guerra contra sus enemigos, cavaban un agujero grande en el suelo y lo cubrían completamente de ramas, dejando una pequeña ventilación.

—El po-po-pozo de humo —dijo Bill.

—La celeridad de tu mente no deja de asombrarme, Gran Bill —dijo Richie, muy serio—. Deberías presentarte a los programas de preguntas y respuestas de la televisión. Estoy seguro de que ganarías una fortuna.

Bill hizo ademán de atacarlo y Richie retrocedió, dándose un buen golpe con el entablado.

—¡Ay!

—T-t-te lo, me-mereces —dijo Bill.

—Te mataré, maldito gringo —repuso Richie—. No necesitamos ninguna do…

—¿Queréis dejarlo? —protestó Beverly—. Esto es muy interesante.

Y favoreció a Ben con una mirada tan cálida que Richie temió ver salir una voluta de humo de las orejas del gordo.

—Bu-bu-bueno, Ben —dijo Bill—. S-s-sigue.

—Está bien —graznó Ben. Tuvo que carraspear para seguir hablando—. Cuando el pozo de humo estaba terminado, encendían fuego en el fondo usando leña verde para conseguir una fogata bien humeante. Después, todos los bravos bajaban a sentarse alrededor del fuego. El lugar se llenaba de humo. El libro dice que era una ceremonia religiosa, pero también era una especie de certamen, ¿sabéis? Al cabo de medio día, la mayor parte de los bravos salían de allí, porque no podían seguir soportando el humo, sólo quedaban dos o tres. Y se suponía que ésos tenían visiones.

—Claro. Y si yo respirara humo por cinco o seis horas, probablemente también tendría visiones —dijo Mike y todos rieron.

—Supuestamente, las visiones indicaban a la tribu qué debía hacer —dijo Ben—. No sé si esta parte es cierta o no, pero el libro dice que casi siempre las visiones eran acertadas.

Se hizo un silencio. Richie miraba a Bill, consciente de que todos estaban mirando a Bill. Y tuvo la sensación, una vez más, de que la historia de Ben sobre el pozo de humo no era, simplemente, algo que uno lee en un libro y quiere probar, como un experimento químico o un truco de magia. Sabía, todos lo sabían. Tal vez Ben lo sabía mejor que nadie: eso era algo que debían hacer.

Se suponía que ésos tenían visiones… Casi siempre las visiones eran acertadas.

Richie pensó: Apostaría a que, si se lo preguntamos, Parva nos dirá que ese libro le vino a las manos, prácticamente solo, como si alguien hubiese querido que él leyese ese libro en especial y nos hablase de la ceremonia. Porque aquí tenemos una tribu, ¿no? Sí. Nosotros. Y sí, creo que necesitamos saber qué va a pasar ahora..

Ese pensamiento llevó a otro. Esto, ¿tenía que suceder? Desde el momento en que Ben tuvo la idea de hacer una casita subterránea en vez de hacerla en un árbol, ¿esto tenía que suceder? ¿Qué parte de todo esto estamos pensando por nuestra cuenta y que parte piensa otra mente por nosotros?

En cierto modo, esa idea habría debido resultarle casi consoladora. Era agradable imaginar que alguien más grande, más inteligente que uno, estaba pensando por uno, como los adultos que planeaban la comida, compraban la ropa y distribuían el tiempo para los chicos. Richie estaba convencido de que la fuerza que los había reunido, la fuerza que había usado a Ben como mensajero para darles la idea del pozo de humo, esa fuerza no era la misma que estaba matando a los chicos. Era una especie de contrafuerza, opuesta a la otra…

(oh bueno, bien puedes decirlo)

Eso. Pero de cualquier modo, no le gustó esa sensación de no tener control sobre sus propios actos, de ser controlado, de ser dirigido.

Todos miraron a Bill esperando saber qué opinaba.

—P-p-pues —dijo— pa-pa-parece pe-perfecto.

Beverly suspiró. Stan se movió, incómodo. Eso fue todo.

—Pe-pe-perfecto —repitió Bill, mirándose las manos. Tal vez fue sólo el inquieto haz de la linterna o su propia imaginación, pero Richie creyó verlo un poco pálido y muy asustado, aunque sonreía—. T-t-tal vez una vi-visión nos diga qué p-p-podemos ha-a-acer con un-nuestro p-p-problema.

Y si alguien tiene una visión —pensó Richie—, ése será Bill. —Pero en eso se equivocaba.

—Bueno —dijo Ben—, probablemente sólo servía para los indios, pero podría ser interesante probar.

—Sí, probablemente nos desmayemos todos por el humo y muramos aquí dentro —dijo Stan, lúgubre—. Eso sería muy interesante, sí.

—¿No quieres intentarlo, Stan? —preguntó Eddie.

—Bueno, más o menos —reconoció Stan, suspirando—. Creo que vosotros me estáis volviendo loco, ¿sabéis? —Miró a Bill—. ¿Cuándo?

Bill dijo:

—N-n-no hay me-mejor mommmmento que el pre-presente, ¿n-n-no?

Hubo un silencio confuso y pensativo. Luego Richie se levantó, abriendo la trampilla con los brazos estirados, para dejar entrar la luz mortecina de aquel sereno día de verano.

—Tengo mi hachita —dijo Ben, siguiéndolo—. ¿Quién me ayuda a cortar leña verde?

Al final lo ayudaron todos.

3

Prepararse les llevó una hora. Cortaron cuatro o cinco brazadas de ramas verdes, pequeñas, de las que Ben retiró todas las hojas.

—Van a ahumar, ya lo creo —dijo—. Ni siquiera estoy seguro de que podamos encender el fuego con ellas.

Beverly y Richie bajaron a la ribera del Kenduskeag para recoger una serie de piedras de buen tamaño usando la chaqueta de Eddie (la madre siempre le hacía salir con chaqueta, por mucho calor que hiciese, diciendo que podía llover; si uno tenía una chaqueta para ponerse, no se empapaba). Mientras llevaban las piedras a la casita, Richie comentó:

—Tú no puedes hacer esto, Bev. Eres niña. Ben dijo que eran los bravos los que bajaban al pozo de humo, no las squaws.

Beverly hizo una pausa, mirándolo con mezcla de irritación y regocijo. De la cola de caballo le había escapado un mechón. Sacó el labio inferior para apartárselo de la frente con un soplido.

—Cuando quieras, Richie, te desafío a pelear. Puedo tumbarte cuando me dé la gana, y lo sabes.

—¡Eso no impo’ta, Miss Sca’lett! —exclamó Richie, mirándola con ojos saltones—. ¡Es niña y niña será! ¡No es guerrero indio!

—Pues seré guerrera india, entonces —afirmó Beverly—. Y ahora, ¿llevamos estas piedras a la casita o quieres que te las tire a la cabeza hasta romperte el culo?

—¡Cielo santo, Miss Sca’lett, yo no tengo el culo en la cabeza! —chilló Richie.

Beverly rió tanto que dejó caer el extremo de la chaqueta y todas las piedras se desparramaron. No cesó de reñirle mientras las recogían. Richie, mientras tanto, bromeaba y chillaba con muchas voces, maravillándose, para sus adentros, de lo hermosa que ella era.

Aunque no había dicho en serio lo de excluirla del pozo de humo por su sexo, Bill Denbrough pareció apoyar esa opinión.

Beverly se enfrentó a él con los brazos en jarras y las mejillas arrebatadas por la furia.

—¡Puedes meterte esa opinión ya sabes dónde, Bill el Tartaja! Yo también estoy metida en esto. ¿O ya no participo en este podrido club?

Bill, con paciencia, dijo:

—L-l-las cosas n-n-no son a-a-así, B-B-Bev, y tú lo s-s-sabes. A-a-alguien ti-tiene que e-e-estar fuera.

—¿Por qué?

Bill trató de explicarse, pero allí estaba otra vez el bloqueo oral. Miró a Eddie como pidiendo ayuda.

—Es por lo que dijo Stan —apuntó Eddie, serenamente—. Lo del humo. Bill dice que realmente podría ocurrir que todos nos desmayásemos aquí abajo. Y moriríamos. Dice Bill que es lo que pasa en casi todos los incendios: la gente no se quema, muere asfixiada por el humo.

Beverly giró hacia Eddie.

—Bueno, está bien. ¿Él quiere que alguien se quede arriba por si hay problemas?

El chico asintió, angustiado.

—¿Por qué no te quedas tú, que tienes asma?

Eddie no dijo nada. Beverly se volvió hacia Bill, mientras los otros, con las manos en los bolsillos, se miraban los zapatos.

—Lo que pasa es que soy mujer, ¿no es cierto? Es eso. ¿verdad?

—Bebe, be, be…

—No hace falta que hables —le espetó ella—. Mueve la cabeza. Sí o no. Tu cabeza no tartamudea. ¿Es porque soy mujer o no?

Bill, contra su voluntad, asintió con la cabeza.

Ella lo miró por un instante, con los labios estremecidos. Richie creyó que estaba por llorar, pero lo que hizo fue estallar súbitamente.

—¡Bueno, vete a la mierda! —Giró sobre sus talones para mirar a los otros, que retrocedieron ante esos ojos, tan ardientes que parecían radiactivos—. ¡Iros todos a la mierda si pensáis eso! —Volvió a mirar a Bill y comenzó a hablar muy deprisa castigándolo con palabras—. Esto no es un juego de niños, como el pilla-pilla, los pistoleros o el escondite, y tú lo sabes, Bill. Se espera de nosotros que lo hagamos. Es parte del asunto. Y a mí no vas a dejarme afuera sólo por ser mujer. ¿Entiendes bien? Te conviene entenderlo si no quieres que me vaya ahora mismo. Y si me voy, me voy para siempre. Para siempre, ¿entendido?

Se interrumpió. Bill la miraba. Parecía haber recobrado la calma, pero Richie sintió miedo. Si alguna oportunidad tenían de ganar, de hallar el modo de aniquilar aquello que había matado a Georgie Denbrough y a los otros chicos, de matar a Eso, la posibilidad estaba en peligro. Siete —pensó Richie—. Es el número mágico. Tenemos que ser siete. Así debe ser.

Un pájaro graznó en alguna parte. Se interrumpió. Volvió a graznar.

—E-e-está bien —dijo Bill, y Richie soltó el aliento que contenía—. Pe-pe-pero a-a-alguien tendrá que que-que-quedarse a-a-aarriba. ¿Quién?

Richie pensó que Eddie y Stan se ofrecerían como voluntarios. Pero Eddie no dijo nada. Stan, pálido y pensativo, guardó silencio. Mike tenía los pulgares enganchados en el cinturón y no movía sino los ojos.

—V-a-va-vamos —insistió Bill.

Richie se dio cuenta de que ya nadie fingía. El apasionado discurso de Bev y la cara de Bill, seria, demasiado envejecida, se habían encargado de eso. El intento era parte del asunto, tal vez tan peligroso como la expedición que él y Bill habían hecho a la casa de Neibolt Street. Todos lo sabían… pero nadie se echaba atrás. De pronto se sintió orgulloso de sus compañeros y orgulloso de estar con ellos. Después de tantos años de ser excluido, finalmente lo incluían. Por fin, lo incluían.. No sabía si seguían siendo perdedores o no, pero si sabía que estaban juntos. Eran amigos. Muy buenos amigos, joder. Richie se quitó las gafas y las frotó vigorosamente con los faldones de la camisa.

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