Pasó el espasmo y Rich buscó a tientas el botón del depósito. Hubo un rugir de agua. La cena que había comido temprano, regurgitada en trozos calientes, desapareció discretamente por las tuberías.
Hacia las cloacas.
Hacia el palpitar, el hedor y la oscuridad de las cloacas.
Bajó la tapa, apoyó en ella la frente y empezó a llorar. Era la primera vez que lloraba desde la muerte de su madre, en 1975. Sin siquiera pensar en lo que estaba haciendo, ahuecó las manos bajo los ojos; las lentillas de contacto se deslizaron hacia fuera y quedaron en la palma de su mano, centelleando.
Cuarenta minutos después, sintiéndose como si hubiera salido de un encierro, purificado, de algún modo, arrojó sus maletas al maletero de su MG y sacó el coche del garaje. La luz ya menguaba. Miró su casa, con sus nuevas plantas y miró la playa, el agua que había tomado el brillo de la esmeralda clara, partido por una estrecha senda de oro batido. Y sintió la convicción de que jamás volvería a ver nada de todo eso, que era un muerto ambulante.
—Ahora vuelvo al hogar —susurró Rich Tozier, para sí—. Vuelvo al hogar, que Dios me ampare, vuelvo al hogar.
Puso la primera y arrancó sintiendo, una vez más, lo fácilmente que había caído en una grieta insospechada de lo que fuera una vida aparentemente sólida, la facilidad con que se volvía al lado oscuro, saliendo del azul del cielo al negro de la nada.
Del azul al negro, sí, eso era. Allí donde cualquier cosa podía estar esperando.
3
Ben Hanscom toma una copa
Si uno hubiera querido, en esa noche del 28 de mayo de 1985, encontrarse con el hombre al que la revista Time consideraba «tal vez la mayor promesa entre los jóvenes arquitectos norteamericanos», («Los jóvenes turcos y la conservación de la energía urbana», Time, 15 de octubre de 1984), tendría que haber tomado hacia oeste al salir de Omaha, por la Interestatal 80, girando por la salida de Swedholm hasta el centro de la ciudad (que no llega a mucho). Allí tendría que salir por la 92 a la altura de Bucky’s (especialidad de la casa: escalope de pollo). Y luego girar a la derecha para tomar la 63 que cruza como un hilo el desierto pueblito de Gatlin, y entrar, finalmente a Hemingford Home.
El centro de Hemingford Home hace que el de Swedholm parezca la ciudad de Nueva York. El distrito comercial consiste en ocho edificios, cinco de un lado y tres del otro. Allí está la peluquería «Buen Korte» (en el escaparate, un letrero escrito a mano, reza: SI ERES HIPPY VE A CORTARSE EL PELO A HOTRA PARTE) el cine de reestreno, la tienda de baratijas. Hay una sucursal del «Banco de Propietarios de Vivienda de Nebraska», una estación de servicio, una farmacia y la ferretería Nacional, Artículos para Granja, único negocio de la ciudad que luce medianamente próspero.
Además, cerca del extremo de la calle principal, algo apartado de los otros edificios, como un paria y, apoyado en el borde de la gran nada, está el clásico bar de carretera: «La Rueda Roja». Si uno hubiera llegado tan lejos, habría visto en el aparcamiento de tierra salpicado de baches un viejo «Cadillac 1968», descapotable, con antenas dobles en la parte trasera. La placa de identificación decía, simplemente: «EL CADDY DE BEN». Y dentro, caminando hacia el mostrador, uno habría encontrado al hombre: flaco, quemado por el sol, vestido con una camisa de cambray, vaqueros desteñidos y polvorientas botas de trabajo, bastante gastadas. Tenía leves patas de gallo alrededor de los ojos, pero en ninguna otra parte. Tenía treinta y ocho años, pero aparentaba, tal vez, diez menos.
—Hola, señor Hanscom —dijo Ricky Lee, poniendo una servilleta de papel en el mostrador mientras Ben se sentaba.
Ricky Lee parecía algo sorprendido, y lo estaba. Hasta entonces, nunca había visto a Hanscom en «La Rueda» un día de semana. Acudía regularmente todos los viernes por la noche y tomaba dos cervezas. Los sábados por la noche tomaba cuatro o cinco. Siempre preguntaba por los tres hijos varones de Ricky Lee. Siempre dejaba una propina de cinco dólares bajo la jarra de cerveza, cuando se retiraba. Tanto en la conversación profesional como en el aprecio personal, era holgadamente el cliente favorito de Ricky Lee. Los diez dólares semanales (y los cincuenta que dejaba bajo la jarra en cada Navidad, desde hacía cinco años) eran más que suficientes, pero mucho más valía la compañía de ese hombre. Una compañía digna siempre era una rareza, pero en un antro de mala muerte como ése, donde lo más común es la cháchara barata, escaseaba más que los dientes en mandíbula de gallina.
Aunque Hanscom tenía sus raíces en Nueva Inglaterra y había hecho sus estudios en California, poseía algo más que un toque de tejano extravagante. Ricky Lee esperaba siempre la llegada de Ben Hanscom los viernes y sábados por la noche, porque había aprendido, con el correr de los años, que podía contar con su presencia allí. El señor Hanscom podía estar construyendo un rascacielos en Nueva York (donde ya tenía tres edificios que habían dado mucho que hablar), una galería de arte en Redondo Beach o una galería comercial en Salt Lake City. Pero llegado el viernes por la noche, la puerta que daba al aparcamiento se abriría, entre las ocho y las nueve y media, para darle paso, como si viviera apenas al otro lado de la ciudad y hubiera decidido pasar por allí porque no había nada en la tele. Tenía avión propio y un aeródromo particular en su granja de Junkins.
Dos años antes, había estado en Londres diseñando y dirigiendo la construcción del nuevo centro de comunicaciones de la «BBC», edificio que aún provocaba acaloradas discusiones en la prensa británica. (The Guardian: «El más bello, quizá, entre los edificios construidos en Londres en los últimos veinte años»; el Mirror: «Descontando la cara de mi suegra después de una pelea en el bar, lo más feo que he visto en mi vida».) Cuando el señor Hanscom aceptó ese trabajo, Ricky Lee había pensado: Bueno, algún día volveré a verlo. O tal vez se olvide completamente de nosotros. Y ciertamente, el viernes siguiente a su partida hacia Inglaterra había pasado sin que se supiera nada de él, aunque Ricky Lee levantaba involuntariamente la mirada cada vez que se abría la puerta, entre las ocho y las nueve y media. Bueno, alguna vez volveré a verlo. Quizás. Alguna vez resultó ser a la noche siguiente. A las nueve y cuarto se abrió la puerta y Ben Hanscom entró, con sus vaqueros, una remera y sus viejas botas de correas, como si viniera apenas desde el otro lado de la ciudad. Y cuando Ricky le gritó, casi con júbilo: «¡Señor Hanscom, Dios sagrado! ¿Qué está haciendo aquí?», el señor Hanscom, había puesto cara de leve sorpresa, como si no hubiera nada de raro en el hecho de que él estuviera allí. Tampoco había sido la única vez: apareció todos los sábados durante los dos años que le llevó terminar su parte activa en el trabajo de la «BBC». Salía de Londres cada sábado por la mañana, a las once, en el Concorde (explicaba al fascinado Ricky Lee) y llegaba al aeropuerto Kennedy de Nueva York a las diez y cuarto de la mañana… cuarenta y cinco minutos antes de haber salido de Londres, al menos según el reloj. (Por Dios, es como viajar en el tiempo, ¿no?, había comentado Ricky Lee, impresionado). Una limusina lo esperaba para llevarlo al aeropuerto Teterboro, de Nueva Jersey, viaje que habitualmente consumía menos de una hora los sábados por la mañana. Sin mayores problemas, podía estar en la cabina de su Lear antes de mediodía; aterrizaba en Junkins a eso de las dos y media. Si uno iba hacia el oeste a la debida velocidad, contaba a Ricky, el día parecía durar una eternidad. Dormía una siesta de dos horas, pasaba una hora más con su capataz y media con su secretaria. Después de la cena, iba a pasar una hora y media en «La Rueda Roja».
Siempre llegaba solo, siempre se sentaba en la barra y siempre se marchaba tal como había venido, aunque bien sabía Dios, que, en esa parte de Nebraska, había muchas mujeres que habrían dado cualquier cosa por follar con él hasta dejarlo seco. De regreso en su granja, después de dormir seis horas, el proceso se invertía.
Ricky nunca había dejado de impresionar a un parroquiano contándole esa historia. A lo mejor es gay, había sugerido una mujer, cierta vez. Ricky le echó una breve mirada apreciando su cuidadoso peinado, sus ropas hechas a medida, sin duda por diseñadores finos, sus pendientes de brillantes, la expresión de sus ojos, y comprendió que venía del Este, probablemente de Nueva York, para hacer una breve y obligatoria visita a un pariente, tal vez a una antigua compañera de estudios, y no veía la hora de regresar. No, había contestado, el señor Hanscom no era ningún marica. Ella había sacado un paquete de cigarrillos para ponerse uno entre los labios rojos, lustrosos, a la espera de que él se lo encendiera. ¿Cómo lo sabe?, había preguntado, con una sonrisita. Pues lo sé, había contestado él. Y así era. Pensó decirle: Creo que es el hombre más solitario que he visto en mi vida, pero no iba a decir una cosa así a esa neoyorquina que lo miraba como si fuera un ejemplar raro y divertido.
Esa noche, el señor Hanscom parecía algo pálido, algo distraído.
—Hola, Ricky Lee —dijo, sentándose. Después se dedicó a estudiarse las manos.
Ricky Lee sabía que iba a pasar los seis, siete u ocho meses siguientes en Colorado Springs, supervisando la construcción de un Centro Cultural, amplio complejo de seis edificios insertado en la ladera de una montaña. Cuando esté terminado, la gente dirá que parece como si un niño gigantesco hubiera dejado sus bloques de juguete sembrados en una escalera —había dicho Ben a Ricky Lee—. Bueno, no todos, pero sí algunos y tendrán razón a medias. Pero creo que va a funcionar. Es lo más grande que he intentado y hacerlo va a dar mucho miedo, pero creo que va a funcionar.
Ricky Lee se dijo que, probablemente, el señor Hanscom tenía un poco de ese miedo que sienten los actores al salir al escenario. No tenía nada de asombroso ni de malo. Cuando uno llega tan alto como para llamar la atención, llega tan alto como para atraer los tiros. O a lo mejor le había picado el bicho de la gripe. El bicho ese estaba muy activo por ahí.
Ricky Lee sacó una jarra para cerveza y estiró la mano hacia el grifo.
—De eso no, Ricky Lee.
Ricky Lee se volvió sorprendido… y cuando Ben Hanscom levantó los ojos de sus manos, se sintió súbitamente asustado. Porque el señor Hanscom no parecía tener miedo al escenario, ni a la gripe que amenazaba por ahí ni a nada de eso. Parecía haber recibido un golpe terrible, como si aún estuviera tratando de entender qué diablos le había caído encima.
Murió alguien. Aunque no sea casado, todo el mundo tiene familia. Seguro que alguien la palmó en la suya. Es eso, tan seguro como que la mierda baja del retrete.
Alguien echó una moneda en el tocadiscos automático y Barbara Mandrell comenzó a cantar algo sobre un hombre ebrio y una mujer solitaria.
—¿Se siente bien, señor Hanscom?
Ben Hanscom miró a Ricky Lee con ojos que, de pronto, parecían diez… no, veinte años más viejos que el resto de su cara, y Ricky Lee se quedó atónito al observar que el señor Hanscom estaba encaneciendo. Hasta entonces no le había visto canas.
Hanscom sonrió. Fue una sonrisa espantosa, horrible. Como ver sonreír a un cadáver.
—Creo que no, Ricky Lee. No, señor. Esta noche no me siento nada bien.
Ricky Lee dejó la jarra y se acercó a él. El bar estaba tan desierto como si fuera un lunes por la noche, bien lejos de la temporada de campeonatos. No había siquiera veinte parroquianos de los que pagan. Annie estaba sentada junto a la puerta de la cocina jugando a las cartas con la cocinera.
—¿Malas noticias, señor Hanscom?
—Malas noticias, eso es. Malas noticias de casa.
Miraba a Ricky Lee. Miraba a través de Ricky Lee.
—Lo siento, señor Hanscom.
—Gracias, Ricky Lee.
Quedó en silencio. Ricky Lee iba a preguntarle si podía ayudarlo en algo cuando él dijo:
—¿Qué whisky sirves aquí, Ricky Lee?
—Para los demás, Four Roses. Pero para usted tengo Wild Turkey.
Hanscom sonrió un poquito.
—Muy amable de tu parte, Ricky Lee. Creo que debes darme esa jarra, después de todo. Lo que harás será llenarla de Wild Turkey.