It (Eso) – Stephen King

Eddie se sirve otra medida de ginebra con zumo de ciruelas. Bill bebe un poco de whisky y Mike abre otra lata de cerveza. Beverly echa un vistazo a los globos que Bill ha atado a la microfilmadora y acaba, apresuradamente, su tercer vodka con naranja. Todos han estado bebiendo con entusiasmo, pero ninguno está ebrio. Richie no sabe de dónde sale la energía que siente, pero no es del licor.

LOS NEGROS DE DERRY SON UNOS PÁJAROS TONTOS: azul.

LOS PERDEDORES SIGUEN PERDIENDO, PERO STANLEY URIS SE HA PUESTO A LA CABEZA: naranja.

Por Dios —piensa Richie, abriendo otra cerveza—, bastante malo es que Eso pueda transformarse en cualquier monstruo, a voluntad, y bastante malo es que pueda alimentarse de nuestros temores. Pero además, resulta ser un chistoso aficionado a los juegos de palabras.

Es Eddie quien rompe el silencio.

¿Hasta dónde creéis que Eso sabe lo que está pasando aquí? —pregunta.

—Estaba aquí, ¿no? —observa Ben.

—No creo que eso quiera decir gran cosa —responde Eddie.

Bill asiente.

Ésas son sólo imágenes —dice—. No estoy seguro de que Eso pueda vernos ni saber lo que hacemos. Uno puede ver al locutor de televisión, pero él a nosotros no.

—Esos globos no son sólo imágenes —dice Beverly, señalándolos con el pulgar—. Son reales.

—Eso no es cierto —interviene Richie y todos lo miran—. Las imágenes son reales. Estoy seguro. Son…

Y de pronto, otra cosa cae en su sitio, algo nuevo; cae en su sitio con una fuerza tan firme que él se cubre las orejas con las manos. Sus ojos se ensanchan detrás de las gafas.

—¡Oh, Dios mío! —grita súbitamente.

Busca a tientas la mesa y se levanta a medias, pero vuelve a caer en la silla con un golpe sordo, como si no tuviera huesos. Derrama su lata de cerveza al tratar de cogerla, la recoge y bebe el resto. Mira a Mike, mientras los otros lo observan, sorprendidos y preocupados.

—¡El ardor! —dice, casi gritando—. ¡El ardor en los ojos! ¡Mike! El ardor que sentía en los ojos…

Mike asiente con la cabeza, sonriendo sombríamente.

¿Ri-Richie? —inquiere Bill—. ¿Q-q-qué pasa?

Pero Richie apenas lo oye. La fuerza del recuerdo se abate sobre él como una marea, dándole frío y calor, alternativamente. De pronto comprende por qué esos recuerdos han vuelto uno a uno. Si hubiese recordado todo al mismo tiempo, esa fuerza habría sido como un cañonazo psicológico disparado a dos centímetros de su sien: le habría hecho volar la cabeza.

¡Lo vimos llegar! —dice a Mike—. Tú y yo vimos cómo llegaba Eso, ¿verdad? ¿O fui sólo yo? —Toma a Mike de la mano, que está apoyada en la mesa—. ¿Tú también lo viste, Mike? ¿El incendio forestal, el cráter?

—Lo vi —confirma Mike, en voz baja, estrechando la mano de Richie.

El otro cierra los ojos por un instante, pensando que jamás ha sentido un alivio tan cálido y poderoso en toda su vida, ni siquiera cuando el jet de Los Ángeles a San Francisco patinó en la pista y se detuvo a un lado sin que nadie saliese siquiera herido, sin más que algunas maletas caídas. Él había saltado al tobogán de emergencia y había ayudado a una mujer, que se había torcido el tobillo. La mujer reía, repitiendo: «No puedo creer que no haya muerto, no puedo creerlo». Richie, que la llevaba casi en vilo con un brazo, mientras hacía señas con el otro a los bomberos, dijo: «Bueno, le diré que está muerta. Está muerta. ¿Se siente mejor ahora?». Los dos rieron como locos, pero era una carcajada de alivio. Este alivio, sin embargo, es mayor.

—¿De qué habláis vosotros dos? —pregunta Eddie, mirándolos alternativamente.

Richie mira a Mike, pero el bibliotecario sacude la cabeza.

—Dilo tú, Richie. Yo ya he hablado bastante por hoy.

—Vosotros no lo sabéis o tal vez no lo recordáis, porque salisteis —les dice Richie—. Mikey y yo fuimos los últimos indios que se quedaron en el agujero de humo.

—El agujero de humo —musita Bill. Sus ojos están lejanos y azules.

—El ardor de mis ojos —dice Richie—, bajo las lentillas. Lo sentí por primera vez después de que Mike me telefoneó a California. En ese momento no supe qué era, pero ahora sí. Era humo; humo de veintisiete años atrás. —Mira a Mike—. ¿Psicológico, dirías? ¿Psicosomático? ¿Algo surgido del subconsciente?

—Yo no diría eso —responde Mike, en voz baja—. Lo que sentiste fue tan real como esos globos, como la cabeza que vi en la nevera o como el cadáver de Tony Tracker que vio Eddie. Cuéntales, Richie.

—Fue cuatro o cinco días después de que Mike llevara el álbum de su padre a Los Barrens. Un día de mediados de julio, creo. La casita ya estaba terminada. Pero… lo de la chimenea fue idea tuya, Parva. La sacaste de un libro.

Ben asiente, sonriendo un poquito.

Richie piensa: Ese día estaba muy nublado. No había brisa. Truenos en el aire. Como aquel día, un mes después, en que formamos un circulo, de pie en el arroyo y Stan nos cortó la mano con un trozo de botella. El aire estaba inmóvil, como si esperase que ocurriera algo. Más tarde, Bill dijo que por eso aquello se había puesto insoportable enseguida: porque no había brisa.

El 17 de julio. Sí, ése fue el día del pozo de humo. El 17 de julio de 1958. Casi un mes después de que terminaron las clases y se formó el núcleo de los Perdedores (Bill, Eddie y Ben) allá en Los Barrens. Dejadme ver el parte meteorológico de aquel día de hace casi veintisiete años —pensó Richie—, y os diré lo que decía antes de leerlo: Richie Tozier, alias el Gran Mentalista. «Cálido, húmedo, probabilidad de tormenta. Y cuidado con las visiones que pueden sorprenderos mientras estáis en el agujero del humo».

Aquello ocurrió dos días después de ser descubierto el cadáver de Jimmy Cullum, un día después de que el señor Nell volviera a Los Barrens y se sentara directamente sobre la casita sin saber de su existencia, porque por entonces le habían puesto la trampilla y el mismo Ben había dirigido minuciosamente la aplicación del pegamento y los panes de césped. A menos que uno se pusiera en cuatro patas y gateara por ahí, no tenía la menor idea de que hubiese algo. Como la represa, la casita de Ben había sido un éxito rotundo, pero el señor Nell no tenía noticias de ella.

Los interrogó con cautela, oficialmente, registrando las respuestas en su libretita negra, pero ellos tenían poco que decirle, al menos con respecto a Jimmy Cullum. Y el señor Nell se fue otra vez, tras recordarles, una vez más, que no debían jugar solos en Los Barrens… jamás. Richie supone que el señor Nell les habría ordenado, simplemente, salir de allí, si algún policía hubiese creído que Jimmy Cullum (o cualquiera de los otros) había muerto en Los Barrens. Pero la policía estaba bien informada: debido al sistema de cloacas y desagües, ése era, simplemente, el sitio al que los restos iban a parar.

El señor Nell había aparecido el día 16, sí, un día también caluroso y húmedo, pero soleado. El 17, el cielo estuvo cubierto.

—¿Nos cuentas o no Richie? —pregunta Bev. Sonríe un poquito, con los labios plenos y rosados, los ojos encendidos.

—Es que no sé por dónde empezar —dice Richie.

Se quita las gafas, las limpia con la camisa y, de pronto, sabe por dónde. Por el momento en que la tierra se abrió ante sus pies y los de Bill. Ellos sabían dónde estaba la casita, por supuesto, pero aun así lo asustó el ver que la tierra se abría súbitamente en una ranura de oscuridad.

Recuerda que Bill lo llevó en Silver hasta el sitio acostumbrado de Kansas Street y escondió su bicicleta bajo el puentecito. Recuerda que los dos caminaron por el sendero hacia el claro; a veces tenían que apartarse porque la maleza era muy densa. Era pleno verano y Los Barrens estaban en el apogeo de su fertilidad. Recuerda haber dado manotazos a los mosquitos que zumbaban, enloquecedoramente, cerca de sus oídos. Hasta recuerda que Bill dijo (oh, qué claramente lo recuerda ahora, no como si hubiese ocurrido ayer, sino como si estuviese diciendo ahora mismo):

—Qué-qué-quédate quieto un s-s-s…

2

—segundo, Ri-Richie. Tienes uno enorme en el cuello.

—Oh, cielos —dijo Richie, que odiaba a los mosquitos. Bien miradas las cosas, eran como vampiros diminutos—. Mátalo, Gran Bill.

Bill dio una palmada en el cuello de Richie.

—¡Ay!

—M-m-mira.

Bill puso la mano frente a la cara de su amigo. En el centro de una mancha de sangre irregular había un cadáver de mosquito aplastado. Mi sangre —pensó Richie—, vertida por vosotros y por muchos más.

—Ajjj —protestó

—N-n-no te preocupes. El muy m-m-maldito no v-v-volverá a joder a nadie más.

Siguieron caminando, dando manotazos a los mosquitos y espantando nubes de jejenes atraídos por algo en el olor de su sudor, algo que, años más tarde, sería identificado como, «feromonas», fueran lo que fuesen.

—Bill, ¿cuándo vas a contar a los otros lo de las balas de plata? —preguntó Richie, al acercarse al claro. En ese caso, «los otros» significaba Bev, Eddie, Mike y Stan, aunque este último debía de tener una buena idea de lo que ellos estaban estudiando en la biblioteca pública. Stan era inteligente, demasiado, pensaba Richie, a veces. El día en que Mike llevó el álbum de su padre a Los Barrens, Stan había estado a punto de volverse loco. En realidad, Richie quedó medio convencido de que no volvería a ver a Stan y que el Club de los Perdedores se convertiría en sexteto (palabra que a Richie le gustaba usar con frecuencia, aunque la acentuaba en la primera sílaba). Pero el chico había vuelto al día siguiente y Richie lo respetaba aún más por eso—. ¿Se lo contarás hoy?

—Ho-o-oy no —dijo Bill.

—Crees que no dará resultado, ¿verdad?

Bill se encogió de hombros. Richie, que quizá entendía a Bill Denbrough como nadie lo conocería hasta la llegada de Audra Phillips, intuyó todo lo que su amigo habría dicho de no ser por el bloqueo de su impedimento verbal: que sólo en los comics se veía a los chicos haciendo balas de plata. En suma, era pura idiotez. Idiotez peligrosa. Podrían intentarlo, sí. Hasta era posible que Ben Hanscom lo consiguiera, sí. En una película daría resultado, sí. Pero…

—¿Y entonces?

—Tengo una idea —dijo Bill—. Más sencilla. Pero solo si Be-be… Beverly…

—¿Si Beverly qué?

—De-dejémoslo a-a-así.

Y Bill no quiso decir nada más al respecto.

Llegaron al claro. Si uno miraba con atención, podía notar que la hierba, en ese sitio, tenía un aspecto algo apelmazado… algo usado. Hasta podía pensarse que había algo artificial en la distribución de hojas secas y agujas de pino sobre la hierba. Bill recogió una envoltura de caramelos (de Ben, casi con toda certeza) y se la guardó distraídamente en el bolsillo.

Los chicos cruzaron hasta el centro del claro… y un fragmento de suelo, de unos veinticinco centímetros por cinco de anchura, giró hacia arriba con un sucio chirrido de bisagras descubriendo un párpado, negro. De esa negrura asomaron dos ojos que provocaron a Richie un momentáneo escalofrío. Pero eran sólo los ojos de Eddie Kaspbrak. Y fue Eddie, a quien visitaría en el hospital una semana después, quien entonó, con voz hueca:

—¿Quién camina, trip-trap, por mi puente?

Abajo, risitas y el fulgor de una linterna.

—Policías rurales, señorrr —respondió Richie, con la voz de Pancho Villa, mientras se retorcía un invisible bigote.

—¿Ah, sí? —inquirió Beverly, desde abajo—. ¡Documentación!

—¿Documentación? —exclamo Richie, encantado—. ¡No necesitamos ninguna documentación, qué joder!

—Vete al infierno, Pancho —respondió Eddie, cerrando bruscamente el gran párpado.

Abajo hubo más risitas apagadas.

—¡Salid con las manos en alto! —ordenó Bill, con grave y autoritaria voz de adulto. Comenzó a pasearse por la trampilla de la casita, cubierta de hierba. El suelo cedía elásticamente a cada paso, pero sólo un poco porque la construcción era buena—. ¡No tenéis ninguna posibilidad! —bramó, imaginándose como el temerario Joe Friday de la policía de Los Ángeles[21]—. ¡Salid de ahí, vagabundos, o entraremos a tiro limpio!

Para dar énfasis a su amenaza, dio un salto sobre el mismo sitio. Abajo sonaron gritos y risas. Bill sonreía, sin darse cuenta de que Richie lo observaba con aire sabio, no como un chico mira a otro, sino, por un breve momento, como un adulto mira a un chico.

No sabe que no siempre lo hace, pensó.

—Déjalos entrar, Ben, antes de que rompan el techo —dijo Bev.

Un momento después se abrió una trampilla, como la escotilla de un submarino. Ben se asomó por ella, ruborizado, y Richie comprendió que había estado sentado junto a Beverly.

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