It (Eso) – Stephen King

Pasó rápidamente el álbum a Richie.

La foto siguiente llevaba una leyenda al pie, de mano de Will Hanlon: 1933: Derogación en Derry. Aunque ninguno de los chicos sabía gran cosa sobre la ley Volstead o su derogación, la foto aclaraba los hechos sobresalientes. Ilustraba el bar de Wally, en la Manzana del Infierno. La taberna estaba, literalmente, llena hasta las vigas de hombres que llevaban camisas blancas con el cuello abierto, sombreros de paja, camisas de leñador, camisetas o trajes de banquero. Todos ellos levantaban victoriosamente vasos y botellas. En las ventanas se leían dos grandes letreros: ¡FELIZ REGRESO, JUAN GINEBRA! y ESTA NOCHE CERVEZA GRATIS. El payaso, vestido a la manera de los grandes elegantes (zapatos blancos, polainas y pantalones de pistolero), tenía el pie apoyado en el estribo de un coche y bebía champán servido en un zapato de tacón alto.

—1945 —dijo Mike.

Otra vez el Derry News. El titular: JAPÓN SE RINDE. ¡GRACIAS A DIOS, TODO HA TERMINADO! Un desfile avanzaba zigzagueando a lo largo de Main Street, rumbo a Up-Mile Hill. Y allí estaba el payaso, en el fondo, con su traje plateado de grandes botones, petrificado en la matriz de puntitos que componían la foto impresa, como si sugiriera (al menos, así lo pensó Bill) que nada había terminado, que nadie se había rendido, que nadie había ganado, que el sálvese quien pueda seguía siendo norma y costumbre; como si sugiriese, en definitiva, que todo seguía perdido.

Bill sintió frío, sequedad y miedo.

De pronto, los puntos de la imagen desaparecieron. La foto empezó a moverse.

—Eso es lo que… —balbuceó Mike.

—M-m-mirad —dijo Bill. La palabra cayó de su boca como un cubito de hielo medio derretido—. ¡Mirad to-to-todos!

Todos se agruparon para mirar.

—¡Oh, Dios mío! —susurró Beverly, sobrecogida.

—¡Es lo mismo! —exclamó Richie, casi vociferando, mientras golpeaba a Bill en la espalda, preso de la excitación. Miró la cara blanca y ojerosa de Eddie, la petrificada de Stan Uris—. ¡Lo mismo que vimos en la habitación de George! Exactamente lo que…

—Chist —susurró Ben—. Escuchad. —Y luego, casi sollozando—: Se los oye… Oh, Dios, se los oye.

Y en el silencio, roto sólo por el leve paso de la brisa estival, comprobaron que era cierto. La banda estaba tocando una marcha militar, debilitada y metálica por efecto de la distancia…, del paso del tiempo…, de lo que fuese. Los vítores de la multitud eran como el ruido que surge de una radio mal sintonizada. Había chasquidos, como hechos con los dedos.

—Cohetes —susurró Beverly, frotándose los ojos con dedos temblorosos—. Ésos son cohetes.

Nadie contestó. Miraban la foto, con los ojos devorándose la cara.

El desfile serpenteó hacia ellos, pero antes de que los integrantes llegasen al primer plano, el punto en que habrían debido salir de la imagen a un mundo trece años posterior, desaparecían de la vista, como en una especie de curva desconocida. Primero, los veteranos de la primera guerra; después los boy-scouts, el cuerpo de enfermeros, la banda de la iglesia, y finalmente, los veteranos de la Segunda Guerra Mundial que habían vuelto a Derry, con la banda del instituto cerrando el desfile. La multitud se movía y cambiaba de sitio. De las ventanas caían nubes de serpentina y confetti. El payaso bailoteaba por los lados haciendo cabriolas, imitando un saludo militar o fingiendo apuntar con un fusil. Y Bill notó por primera vez que la gente le volvía la espalda, pero no como si lo viesen, en realidad, sino como si percibiesen una ráfaga de viento o un olor desagradable.

Uno de los niños lo vio y se echó atrás.

Ben alargó la mano hacia la foto, tal como había hecho Bill en la habitación de George.

—¡N-n-n-no! —gritó Bill.

—Creo que no hay problema, Bill —dijo Ben—. Mira. —Apoyó la mano sobre la película plástica que protegía la foto. Después de un instante la retiró—. Pero si retiras esa cubierta…

Beverly soltó un alarido. El payaso, al retirar Ben la mano, había dejado de hacer cabriolas y muecas. Corrió hacia ellos, parloteando y riendo con su boca ensangrentada. Bill se encogió hacia atrás, pero retuvo el álbum, pensando que desaparecería de la vista, como había ocurrido con todo el desfile, los boy-scouts, la banda y el descapotable que llevaba a Miss Derry 1945.

Pero el payaso no desapareció a lo largo de esa curva que parecía definir el borde de una antigua existencia. Saltó, en cambio, con audaz y ágil gracia a un poste de alumbrado, erguido en el primer plano a la izquierda. Trepó por él… y de pronto apretó la cara contra la dura hoja plástica. Beverly volvió a gritar, esa vez imitada por Eddie, aunque el aullido del chico fue más débil y sofocado. El plástico se abultó hacia fuera. Más tarde, todos aseguraron que habían visto lo mismo. La roja nariz del payaso quedó achatada, como cualquier nariz contra el vidrio de una ventana.

¡Os voy a matar a todos! —gritaba el payaso, riendo—. ¡Tratad de detenerme y ya veréis! ¡Primero os vuelvo locos y después os mato! ¡No podéis detenerme! ¡Soy el hombrecito de jengibre! ¡Soy el hombre-lobo adolescente!

Y por un momento fue, en verdad, el hombre lobo adolescente; la cara del licántropo, plateada por la luna, los miraba con los blancos dientes descubiertos.

¡No podéis detenerme porque soy el leproso!

La cara del leproso, acosada, descarnada, llena de llagas podridas, los miró con los ojos del muerto viviente.

¡No podéis detenerme porque soy la momia!

Apareció la cara de la momia, anciana y cubierta de estériles grietas. Antiguos vendajes se solidificaban sobre la piel. Ben apartó la vista, pálido como un requesón, con la mano aplastada contra el cuello y la oreja.

¡No podéis detenerme porque soy los niños muertos!

—¡NO! —vociferó Stan Uris.

Sus ojos se dilataron sobre dos medialunas de piel amoratada, carne de susto, pensó Bill, sin saber por qué; doce años más tarde usaría el término en una novela, sin la menor idea de dónde lo había sacado, tomándola como los escritores toman la palabra exacta en el momento exacto, sencillamente como, un regalo del exterior

(otro espacio)

de donde vienen, a veces, las palabras acertadas.

Stan le quitó el álbum de las manos y lo cerró con violencia. Lo mantuvo firmemente cerrado con ambas manos, sobresalientes los tendones de las muñecas y los brazos. Miraba en derredor, con ojos casi dementes.

—No —dijo, precipitadamente—. No, no, no.

De pronto, Bill descubrió que le preocupaba más esa reiterada negativa de Stan que el payaso. Y comprendió que ésa era la reacción buscada por el monstruo, porque…

Tal vez porque Eso nos tiene miedo…, en verdad tiene miedo por primera vez en su larguísima vida.

Cogió a Stan y lo sacudió dos veces, con fuerza, sujetándolo por los hombros. Al chico le castañetearon los dientes; dejó caer el álbum. Mike lo recogió para apartarlo apresuradamente; después de lo que había visto no le gustaba tocarlo, pero era de su padre y comprendía, por intuición, que Will jamás vería allí lo que él había visto.

—No —dijo Stan, suavemente.

—Sí —dijo Bill.

—No —repitió Stan.

—Sí. T-t-todos…

—No.

—L-l-lo vi-vimos, Stan —insistió Bill, mirando a los otros.

—Sí —dijo Ben.

—Sí —dijo Richie.

—Sí —dijo Mike—. Oh, Dios mío, sí.

—Sí —dijo Bev.

—Sí —jadeó también Eddie, con la garganta cada vez más cerrada.

Bill miró a Stan, exigiéndole con los ojos que le sostuviera la mirada.

—N-n-no te de-dejes at-atrapar, tío —dijo—. T-t-tú también lo viste.

¡No quería verlo! —gimió Stan. El sudor le cubría la frente con un brillo grasoso.

—P-p-pe-pero lo-lo viste.

Stan miró a los otros, uno a uno, y se pasó la mano por el pelo corto con un largo suspiro tembloroso. Sus ojos parecieron despejarse de esa locura que tanto preocupara a Bill.

—Sí —dijo—. Sí, está bien. Sí. ¿Era eso lo que querías? Sí.

Bill pensó: Todavía estamos juntos. Eso no nos detuvo. Todavía podemos matarlo. Podemos matarlo… si somos valientes.

Miró a su alrededor y vio, en cada par de ojos, cierta medida de la misma historia. No era tan grave como la de Stan, pero allí estaba.

—S-S-Sí —dijo y sonrió al niño judío. Al cabo de un instante, Stan le devolvió la sonrisa. Su cara se liberó, en parte, de esa horrible expresión de espanto—. Eso e-e-era lo que yo que-quería, id-id-diota.

—Bip-bip, Dumbo —dijo Stan.

Y todos rieron. Con una risa chillona, histérica, pero mejor que no reír, pensó Bill.

—Va-va-vamos —dijo Bill, porque alguien tenía que decir algo—. Te-terminemos la c-c-casita. ¿Q-q-qué os pa-parece?

Leyó la gratitud en los ojos de todos y se alegró por ellos… pero esa gratitud no aliviaba en nada su propio espanto. En realidad, había en ella algo que le daba deseos de odiarlos. ¿Acaso jamás podría expresar su propio terror porque no cedieran los frágiles vínculos que los convertían en una sola cosa? Y ni siquiera era justo pensar eso, ¿verdad? Porque él estaba utilizándolos, por lo menos hasta cierto punto. Utilizaba a sus amigos, arriesgaba la vida de todos para ajustar las cuentas por la muerte de su hermano. ¿Y no había más que eso, en el fondo? Había más. Porque George estaba muerto. Y Bill sospechaba que, si era posible cobrar venganza, sólo era posible hacerlo por cuenta de los vivos. Entonces, ¿qué papel estaba jugando él? ¿El de una mierdita seca, armada de una espada de lata que trataba de parecerse al rey Arturo?

Jo, macho —gruñó, para sus adentros—. Si en esta clase de cosas deben pensar los adultos, prefiero no crecer.

Su resolución se mantenía firme, pero era una resolución amarga.

Muy amarga.

XV. EL POZO DE HUMO

1

Richie Tozier se sube las gafas al puente de la nariz (el gesto ya le resulta perfectamente familiar, aunque lleva veinte años usando lentillas) y piensa, algo sorprendido, que la atmósfera de la habitación ha cambiado mientras Mike recordaba el incidente con el pájaro, en la fundición, el álbum de su padre y la foto que se había movido.

Richie había sentido que allí crecía una energía loca, exaltante. Había tomado cocaína nueve o diez veces, en los dos últimos años (casi siempre en las fiestas, porque uno no quiere tener cocaína en su casa cuando se es un gran disc-jockey) y la sensación se parecía un poco a eso, aunque no exactamente. Ésta era más pura, más honda. Creía reconocer la sensación de su niñez, cuando la sentía a diario y acababa por considerarla algo natural. Suponía que, si de niño había pensado alguna vez en esa profunda fuente de energía (aunque no recordaba haberlo hecho), debía haberla considerado, simplemente, un hecho de la vida, algo que siempre estaría allí, como el color de sus ojos o sus horribles dedos de los pies, en forma de martillo.

Pero no había resultado así. La energía que uno derrocha siendo niño, la energía que uno cree inagotable, se escapa entre los dieciocho y los veintidós años reemplazada por algo mucho menos brillante, tan falso como la exaltación de la cocaína: decisión, metas, cualquiera de los términos que propone la Cámara de Comercio. No era nada notable porque no aparecía de un momento al otro, con un estallido. Y eso es lo que daba miedo, pensó Richie. El hecho de que uno no deja súbitamente de ser niño, con un fuerte ruido de explosión, como si estallasen esos globos de payaso. El chico que llevábamos dentro se escurre poco a poco, tal como el aire de un neumático pinchado. Y un día, al mirarnos al espejo, nos encontramos con la imagen de un adulto. Uno podía seguir llevando vaqueros y asistiendo a los conciertos de rock; uno podía teñirse el pelo, pero la cara del espejo seguía siendo cara de adulto. Tal vez todo ocurría mientras dormíamos, como la visita de los ratones que se llevaban los dientes de leche.

No —piensa—, los dientes no… los años.

Ríe en voz alta ante la estúpida extravagancia de esa imagen y, cuando Beverly lo interroga con la vista, descarta la cuestión con un gesto de la mano.

—Nada, nena —dice—. Sólo estaba pensando.

Pero esa energía ha vuelto. No, no ha vuelto del todo, al menos, todavía no, pero está volviendo. Y no sólo a él; siente cómo va llenando la habitación. Mike luce bien por primera vez desde que todos se reunieron para ese horrible almuerzo. Cuando Richie entró en el vestíbulo y vio a Mike allí, sentado con Ben y Eddie, pensó, espantado. Ese hombre se está volviendo loco, tal vez se prepara para suicidarse. Pero ahora esa expresión ha desaparecido. No porque esté sublimada: ha desaparecido, en verdad. Richie, allí sentado, vio cómo se borraban los restos, mientras revivía la experiencia del pájaro y el álbum. Está energetizado. Y lo mismo ocurre con los otros. Se nota en la cara, en la voz, en el gesto de cada uno.

Autore(a)s: