—Algunas cosas hay que hacerlas aunque sea peligroso. Es la primera cosa importante que descubrí sin que me la dijese mi madre.
Siguió otro silencio, pero no incómodo. Por fin, Ben volvió a sacar clavos oxidados. Al cabo de un rato, Mike Hanlon se acercó a ayudarle.
La radio de Richie, privada de su voz (al menos hasta que el dueño cobrara su asignación o encontrase un césped que cortar), se balanceaba en la rama baja, a impulsos de una leve brisa. Bill tuvo tiempo de reflexionar en lo extraño que era todo eso, extraño y perfecto: que los siete estuviesen en Derry ese verano. Algunos de los chicos que él conocía estaban de viaje, visitando a parientes, de vacaciones en Disneylandia o en Cape Cod, en el caso de un compañero, en un lugar increíblemente distante, a juzgar por el nombre, que era, evocativamente, Gstaad. Había chicos en los campamentos de la iglesia, en los de los boy-scouts, en campamentos de ricos donde se aprendía a nadar y a jugar a golf, donde se aprendía a decir: «¡Eh, muy buena!» y no «Vete al diablo», cuando el adversario, jugando a tenis, hacía un saque perfecto. Eran chicos cuyos padres se los habían llevado LEJOS, simplemente. Bill lo comprendía bien. Sabía que algunos chicos querían irse LEJOS, asustados por el coco que acechaba en Derry, ese verano, pero lo más probable era que fuesen los padres los más asustados por ese hombre del saco. Muchos de los que pensaban tomarse las vacaciones en casa, decidían súbitamente irse LEJOS
(¿Gstaad? ¿Eso quedaba en Suecia, en Argentina, en España?)
en cambio. Era un poco como durante la epidemia de polio de 1956, en que cuatro chicos, tras haber nadado en el estanque del monumento O’Brian, se habían contagiado la enfermedad. Los adultos (palabra que Bill asociaba completamente con padre y madre) habían decidido entonces, como ahora; que LEJOS era mejor. Más seguro. Todos los que pudieron se habían ido. Bill comprendía ese LEJOS. Podía maravillarse ante una palabra tan fabulosa como Gstaad, pero esa maravilla era triste consuelo comparado con el deseo: Gstaad era LEJOS; Derry era el deseo.
Y ninguno de nosotros se ha ido LEJOS —pensó, observando a Ben y a Mike, que sacaban los clavos de las tablas usadas, y a Eddie, que se alejaba hacia los matorrales para echar una meada (había que hacerlo cuanto antes, para evitar problemas en la vejiga, había dicho a Bill, cierta vez, pero también era preciso cuidarse de la hiedra venenosa, porque a nadie le gustaba tener eso en el pito)—. Todos estamos aquí, en Derry. No fuimos a campamentos ni a visitar parientes ni de vacaciones. No nos fuimos LEJOS. Todos estamos aquí. Presentes y a las órdenes.
—Allá hay una puerta —dijo Eddie, al volver, subiéndose el cierre de la bragueta.
—Espero que te la hayas sacudido, Eds —advirtió Richie—. Si no te la sacudes siempre, puedes pescar un cáncer. Me lo dijo mi madre.
Eddie pareció sobresaltado y algo afligido. Enseguida vio la sonrisa de Richie y lo fulminó (o trató de hacerlo) con una mirada que expresaba: «Qué puede esperarse de un mocoso». Luego dijo:
—Es demasiado grande. Pero Bill dijo que entre todos, podríamos.
—Claro que nunca puedes sacudírtela del todo —prosiguió Richie—. ¿Quieres saber qué me dijo una vez un sabio, Eds?
—No —dijo Eddie—, y no quiero que me sigas llamando Eds, Richie. De veras te lo digo. Yo no te digo Dick, así que…
—Este sabio me dijo: «Lo confirmó Aristóteles, lo había dicho Platón: las dos últimas gotas siempre van al pantalón». Y por eso hay tanto cáncer en el mundo, mi querido Eddie.
—Si hay tanto cáncer en el mundo es porque los idiotas como tú y Beverly Marsh fumáis cigarrillos —dijo Eddie.
—Beverly no es idiota —replicó Ben, muy severo—. Presta atención a lo que dices, bocazas.
—Bip-bip, ch-chicos —dijo Bill—. Y hablando de Bev-Bev-Beverly, es bastante fu-fu-fuerte. Podría a-a-ayudarnos con esa p-p-puerta.
Ben preguntó qué clase de puerta era.
—D-d-de caoba me pa-parece.
—¡No me digáis que alguien tiró a la basura una puerta de caoba! —exclamó Ben, sorprendido, aunque no demasiado.
—La gente es capaz de tirar cualquier cosa —aseguró Mike—. Cada vez que voy a ese vertedero me dan ganas de morirme. De veras.
—Sí —concordó Ben—. Muchas de esas cosas podrían arreglarse con facilidad. Y como dice mi madre, en la China y en Sudamérica hay gente que no tiene nada.
—Aquí mismo, en Maine, hay gente que no tiene nada, bonito —dijo Richie, ceñudo.
—¿Q-q-qué es e-e-esto? —preguntó Bill, reparando en el álbum.
Mike se lo explicó, prometiendo mostrarles la foto del payaso cuando Stan y Beverly volvieran con las bisagras.
Bill y Richie intercambiaron una mirada.
—¿Qué pasa? —preguntó Mike—. ¿Es por lo que pasó en la habitación de tu hermano, Bill?
—S-s-sí —murmuró el otro y guardó silencio.
Se turnaron para trabajar en el agujero hasta que Stan y Beverly volvieron con sendas bolsas de papel llenas de bisagras. Mientras Mike hablaba, Ben, con las piernas cruzadas al estilo sastre, preparó unas ventanas sin vidrios que podían abrirse y cerrarse, en dos de las tablas largas. Tal vez sólo Bill prestó atención a la fácil celeridad con que movía los dedos; eran hábiles y sabían lo que hacían, como dedos de cirujano. Bill los admiró.
—Dice mi padre que algunas de estas ilustraciones tienen más de cien años —comentó Mike, con el álbum en el regazo—. Él las compra en esas subastas que la gente hace en los patios o en tiendas de segunda mano. A veces las compra o las intercambia con otros coleccionistas. Hay estereocopios: se ponen dos imágenes iguales en una tarjeta larga; después, si uno las mira con una cosa que parece un alargavista, ve una sola imagen, pero en tres dimensiones. Como Museo de cera o El monstruo de la laguna negra.
—¿Y para qué quiere todo eso? —preguntó Beverly. Llevaba puestos unos vaqueros comunes, pero les había hecho algo divertido a la altura de los bajos, con una tela de color intenso en los últimos veinte centímetros cómo si fuesen los pantalones de un marinero caprichoso.
—Sí —dijo Eddie—. En general, Derry es bastante aburrida.
—Bueno, no sé, pero creo que es porque mi padre no nació aquí —dijo Mike, algo tímido—. Es como…, no sé, como si todo fuese nuevo para él. O como cuando uno llega al cine en medio de la película, ¿entendéis?
—Cla-claro —dijo Bill—. Uno q-q-quiere ver el pri-el principio.
—Eso. En Derry hay mucha historia. A mí me gusta. Y creo que una parte tiene que ver con ése… ése… con Eso, si se le puede llamar así.
Miró a Bill, que asintió, pensativo.
—Después de desfilar, el 4 de julio, estuve mirando el álbum porque estaba seguro de haber visto antes a ese payaso. Bien seguro. Y mirad.
Abrió el libro, lo hojeó y lo entregó a Ben, que estaba sentado a su derecha.
—¡N-n-no toquéis las pá-las páginas! —dijo Bill.
Había tanta ansiedad en su voz que todos dieron un respingo. Tenía muy apretada la mano que se había cortado con el álbum de George. Richie notó que mantenía el puño cerrado en un nudo protector.
—Bill tiene razón —dijo. Y esa voz apagada, tan diferente de la habitual, los convenció—. Tened cuidado, es como dice Stan. Si nosotros lo vimos, vosotros también podríais verlo.
—Sentirlo —corrigió Bill, ceñudo.
El álbum pasó de mano en mano; todos los sostenían con cautela, por los bordes, como si fuese dinamita.
Volvió a manos de Mike, que lo abrió por una de las primeras páginas.
—Dice mi padre que no hay modo de saber de cuándo es ésta, pero tal vez la hicieron a principios o a mediados del siglo XVIII —contó—. Un tipo a quien le arregló una sierra giratoria, le dio una caja de libros e ilustraciones viejos. Ésta estaba allí. Él dice que tal vez vale cuarenta dólares, o más.
Era una xilografía del tamaño de una postal grande. Bill se sintió aliviado al ver que el padre de Mike había protegido sus fotos con una lámina plástica. Mientras la contemplaba, fascinado, pensó: Ahí está. Lo estoy viendo. De verdad. Ésa es la cara del enemigo.
La xilografía mostraba a un tipo extraño, haciendo malabarismos con bolos, en medio de una calle enlodada. Había unas cuantas casas a cada lado de la calle y algunas cabañas; Bill supuso que eran tiendas o puestos de intercambio. Aquello no se parecía en nada a Derry, exceptuando el canal, que sí estaba allí, pulcramente adoquinado por ambos lados. En el fondo, arriba, un par de mulas tiraba de una barcaza.
Alrededor del malabarista había cinco o seis chicos. Uno de ellos lucía un sombrero de paja. Otro tenía un aro y el palito para hacerlo rodar, pero no era como los que cualquiera podía comprar ahora en una tienda de juguetes, sino que estaba hecho con la rama de un árbol; Bill reparó en los nudos que indicaban los sitios donde se habían arrancado ramitas menores. Esto no fue hecho en Taiwán ni en Corea, pensó, fascinado con ese niño que habría podido ser él, si hubiese nacido cuatro o cinco generaciones antes.
El malabarista esbozaba una enorme sonrisa. No llevaba maquillaje (aunque Bill tuvo la impresión de que toda su cara era maquillaje) y era calvo, excepto dos mechones que le brotaban como cuernos sobre las orejas. Bill reconoció, sin dificultad, al payaso. Hace doscientos años, por los menos, pensó con un arrebato de terror, enojo y entusiasmo. Veintisiete años después, sentado en la biblioteca pública de Derry, recordaría aquel primer vistazo al álbum de Will Hanlon y la sensación de entonces: la del cazador que encuentra el rastro fresco de un viejo tigre asesino. Doscientos años…, cuánto tiempo, y sólo Dios sabe por cuánto más… Eso le llevó a preguntarse cuánto tiempo llevaba en Derry el espíritu de Pennywise…, pero prefirió no insistir con ese pensamiento.
—¡Dame, Bill! —estaba diciendo Richie.
Pero Bill retuvo el álbum por un momento más mirando fijamente los bolos, seguro de que empezarían a moverse, a subir y a bajar. Los chicos aplaudirían, riendo (aunque tal vez no todos; algunos lanzarían un grito y echarían a correr); las mulas arrastrarían la barcaza más allá de la xilografía.
No ocurrió nada. Pasó el álbum a Richie.
Cuando el álbum volvió a sus manos, Mike pasó algunas páginas más, buscando.
—Aquí está —dijo—. Ésta es de 1856, cuatro años antes de que Lincoln fuese elegido presidente.
El álbum volvió a pasar de mano en mano. Era una ilustración a color, algo así como una caricatura; mostraba a un grupo de beodos, de pie delante de un bar, mientras un político gordo, de grandes patillas, declamaba desde una tabla puesta entre dos toneles con una espumosa jarra de cerveza en la mano. La tabla que lo sostenía se arqueaba notablemente bajo su peso. A cierta distancia, un grupo de mujeres con sombreritos miraba con disgusto ese espectáculo donde se mezclaban lo payasesco y lo intemperante. Bajo la ilustración, una leyenda decía: EN DERRY LA POLÍTICA DA SED, DICE EL SENADOR GARNER.
—Dice papá que este tipo de ilustraciones eran muy comunes unos veinte años antes de la guerra civil —comentó Mike—. La gente se las enviaba como si fuesen postales. Supongo que eran como algunos chistes de Mad.
—Sá-sá-sátira —dijo Bill.
—Eso —repuso Mike—. Pero ahora mirad esta esquina.
La ilustración se parecía a las de Mad en otro sentido: en que tenía múltiples detalles y pequeños chistes secundarios. Un gordo sonriente vertía un vaso de cerveza en la boca de un perro con manchas. Una mujer se había caído sentada en un charco de barro. Dos pilluelos de la calle estaban clavando fósforos de azufre en las suelas de un próspero comerciante. Una niña colgaba de un olmo, meciéndose boca abajo y mostrando las bombachas. A pesar de ese desconcertante enredo de detalles, a nadie le hizo falta que Mike señalase al payaso. Vestido con un traje a cuadros de colores chillones, jugaba al trile con cáscaras de nuez entre un grupo de leñadores borrachos. Estaba guiñando el ojo a un leñador que, a juzgar por su expresión boquiabierta, acababa de elegir la cáscara incorrecta. El payaso recibía una moneda de su mano.
—Él, otra vez —dijo Ben—. ¿Cien años después?
—Más o menos —respondió Mike—. Y aquí hay otra de 1891.
Era un recorte de la primera plana del Derry News. ¡HURRA!, proclamaba el titular, exuberante. ¡SE INAUGURA LA FUNDICIÓN! Abajo: La ciudad hace un picnic de gala. La foto mostraba la ceremonia de inauguración de la Fundición Kitchener; su estilo recordó a Bill los grabados de Currier e Ives que su madre tenía en el comedor, aunque ése no era tan pulido. Un tipo vestido con traje de calle sostenía un enorme par de tijeras abiertas junto a la cinta ante la vista de unas quinientas personas. A la izquierda había un payaso (el payaso), dando tumbos para divertir a un grupo de niños. El artista lo había captado cabeza abajo, con lo cual su sonrisa se convertía en un grito.