It (Eso) – Stephen King

—Yo me encargo de eso —repuso Ben, serenamente.

—Bueno… está bien. Dejaremos eso por cuenta de Parva. ¿Y después? ¿Vamos otra vez a Neibolt Street?

Bill asintió.

—O-o-otra vez. Y le vo-vo-volamos los s-s-sesos.

Se demoraron por un momento, mirándose con solemnidad, y entraron en la biblioteca.

5

—¡Jesús, María y José, otra vez ese tipo negro! —exclamó Richie, con la voz de policía irlandés.

Había pasado una semana; promediaba julio y la casita subterránea estaba casi lista.

—¡Pero muy buenos días, señor O’Hanlon, señor! Y muy, pero muy buen día promete ser, bueno como una patata en brote, como decía mi anciana ma…

—Que yo sepa, lo de muy buenos días se dice sólo hasta el mediodía, Richie —observó Ben, asomándose por el agujero—. Y el mediodía pasó hace dos horas.

Había estado, con Richie, poniendo el entablonado en los flancos del agujero. Ben se había quitado la sudadera porque hacía calor y el trabajo era pesado. Su camiseta estaba agrisada de sudor y se le pegaba a los michelines. Parecía prestar muy poca atención a su aspecto, pero Mike supuso que, si hubiese oído llegar a Beverly, habría estado dentro de su abultada sudadera en menos tiempo del que se necesita para un suspiro de amor.

—No seas tan puntilloso. Pareces Stan, el galán —dijo Richie.

Había salido del agujero cinco minutos antes porque, según dijo, era hora de una pausa para fumar.

—¿No dijiste que no tenías más cigarrillos? —se había extrañado Ben.

—No tengo, pero el principio no cambia.

Mike venía con el álbum de fotos de su padre bajo el brazo.

—¿Dónde están los otros? —preguntó.

Sabía que Bill no podía estar lejos porque había dejado su propia bicicleta bajo el puente, muy cerca de Silver.

—Eddie y Bill fueron al vertedero hace media hora para recoger más tablas —dijo Richie—. Stanny y Bev fueron a la ferretería de Reynolds para conseguir bisagras. No sé qué estará haciendo Parva allá abajo, pero no creo que sea nada bueno. Ese chico necesita que lo vigilen, ¿sabes? A propósito: si todavía quieres pertenecer al club, tienes que pagar veintitrés centavos. Tu parte de las bisagras.

Mike pasó el álbum del brazo izquierdo al derecho para excavar en sus bolsillos. Contó veintitrés centavos (lo cual dejó un total de diez en sus arcas) y los entregó a Richie. Luego caminó hasta el borde del agujero para mirar el interior.

Pero, en realidad, ya no era un agujero. Los costados estaban pulcramente cortados a escuadra y cubiertos de tablas. Eran tablas distintas entre sí, pero Ben, Bill y Stan se habían encargado de darles el mismo tamaño con herramientas tomadas del taller de Zack Denbrough (y Bill había cuidado muy bien de que todas volviesen al taller noche a noche, en las mismas condiciones en que habían sido cogidas). Ben y Beverly habían clavado travesaños entre los soportes. El agujero seguía poniendo algo nervioso a Eddie, pero así era su temperamento. A un lado habían amontonado cuidadosamente los cuadrados de césped que, más adelante, pegarían a la trampilla.

—Parece que sabéis lo que hacéis —comentó Mike.

—Por supuesto —dijo Ben, señalando el álbum—. ¿Qué has traído?

—Un álbum de Derry. Mi padre colecciona fotos viejas y recortes sobre la ciudad. Es su afición. El otro día estaba hojeándolo… Os dije que creía haber visto antes a ese payaso. Y era cierto. Estaba aquí. Por eso lo traje.

Le dio demasiada vergüenza agregar que no se había atrevido a pedir permiso a su padre. Temía las preguntas a las que pudiese llevar esa petición y por eso lo había cogido como un ladrón mientras el padre plantaba patatas en el sembrado oeste y la madre tendía la ropa en el patio trasero.

—Se me ocurrió que vosotros debíais echarle un vistazo —agregó.

—Bueno, a ver —dijo Richie.

—Preferiría esperar a que estuvieseis todos reunidos. Sería mejor.

—Bueno. —En realidad, Richie no tenía muchas ganas de seguir viendo fotos de Derry ni en ése ni en ningún otro álbum, después de lo que había pasado en la habitación de Georgie—. ¿Quieres ayudarnos a terminar el entablado?

—Por supuesto.

Mike dejó cuidadosamente el álbum en el suelo, bastante lejos del agujero, para que no se ensuciase con tierra, y tomó la pala de Ben.

—Cava aquí —indicó Ben, mostrando el punto a Mike—, más o menos treinta centímetros. Después yo pongo una tabla y la sostengo contra el lado mientras tú vuelves a echar la tierra.

—Bien pensado, hombre —dijo Richie, sabiamente, sentado en el borde de la excavación, balanceando las zapatillas adentro.

—Y a ti, ¿qué te pasa? —preguntó Mike.

—Tengo un hueso en la pierna —respondió Richie, tranquilamente.

—¿Cómo anda tu proyecto con Bill? —Mike se detuvo el tiempo suficiente para quitarse la camisa y empezó a cavar. Allí abajo hacía calor; los grillos zumbaban, soñolientos, como relojes estivales en la espesura.

—Bueno, no tan mal… —dijo Richie, y Mike creyó ver que lanzaba a Ben una leve mirada de advertencia—… supongo.

—¿Por qué no enciendes la radio, Richie? —preguntó Ben.

Deslizó una tabla en el agujero que Mike había cavado y la sostuvo allí. La radio a transistores de Richie estaba colgada por la correa en su sitio de costumbre, en la rama gruesa de un arbusto cercano.

—Tiene las pilas gastadas —dijo Richie—. Di mis últimos veinticinco centavos para las bisagras, ¿recuerdas? Qué cruel, Parva, qué cruel. Después de todo lo que he hecho por ti. Además, desde aquí sólo capto la WABI, que pasa rock de maricas.

—¿Qué? —se extrañó Mike.

—Parva cree que Tommy Sands y Pat Boone hacen rock and-roll, pero eso es porque está loco. Elvis hace rock and roll. Ernie K. Doe hace rock and roll. Carl Perkins hace rock and roll. Bobby Darin. Buddy Holly. Ahoh Peggy… my Peggy. Su-uh-oh…

Por favor, Richie —dijo Ben.

—Y también —dijo Mike, reclinándose sobre la pala— Fats Domino, Chuck Berry, Little Richard, Shep y los Limelights, LaVerne Baker, Frankie Lymon y los Teenagers, Hank Ballard y los Midnighters, los Coasters, Isley Brothers, los Crest, los Chords, Stick McGhee…

Lo estaban mirando tan sorprendidos que Mike se echó a reír.

—Después de Little Richard te perdí el rastro —dijo Richie.

Little Richard le gustaba, pero su héroe secreto, ese verano, era Jerry Lee Lewis. Por casualidad, su madre había entrado en la sala mientras actuaba Jerry Lee en Bandas de América. Fue en el momento en que Jerry Lee trepaba al piano y lo tocaba en posición invertida, con el pelo colgándole sobre la cara. Cantaba High School Confidential. Por un momento, Richie creyó que su madre se desmayaría. No fue así, pero quedó tan traumatizada por el espectáculo que esa noche, durante la cena, habló de enviar a Richie a uno de esos campamentos de estilo militar por el resto del verano. Ahora Richie sacudía su pelo sobre los ojos y comenzaba a cantar: Come on baby all the cats are at the high school…

Ben empezó a tambalearse en el fondo del agujero, apretándose la barriga como si tuviese ganas de vomitar. Mike se apretó la nariz, pero reía tanto que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Qué pasa? —preguntó Richie—. ¿Y a vosotros qué os duele? ¡Eso fue estupendo! ¡Lo digo muy en serio!

—Oh, Dios —dijo Mike. Reía tanto que apenas podía hablar—. Eso no tenía precio. De veras. Impagable.

—Los negros no saben apreciar lo bueno —dijo Richie—. Creo que hasta la Biblia lo dice.

—Tu madre —dijo Mike, riendo más que nunca.

Cuando Richie, tras un franco desconcierto, le preguntó qué quería decir con eso, Mike se sentó en el suelo con un golpe seco y se meció atrás y adelante, aullando de risa y apretándose el vientre.

—A lo mejor piensas que estoy envidioso —dijo Richie—. A lo mejor piensas que me gustaría ser negro.

Entonces también Ben cayó al suelo, riendo como un loco. Todo el cuerpo le ondulaba de un modo alarmante. Sus ojos se dilataron.

—Basta, Richie —balbuceó—. Me voy a cagar en los pantalones. Si no paras, me vas a ma… matar.

—Pero no quiero ser negro —dijo Richie—. ¿A quién le gusta ponerse pantalones rosa, vivir en Boston y comprar pizza en porciones? Yo quiero ser judío, como Stan. Quiero tener una casa de empeños para vender navajas y guitarras usadas.

Ben y Mike estaban aullando de risa. Sus carcajadas resonaron en la garganta verde y selvática que recibía el errado nombre de Barrens, haciendo que los pájaros alzasen vuelo y que las ardillas quedasen momentáneamente petrificadas en las ramas. Era un sonido joven, penetrante, vivo, vital, espontáneo y libre. Casi todos los seres vivos, al alcance de ese sonido, reaccionaron de algún modo, pero lo que había salido de un ancho desagüe de cemento hacia el Kenduskeag no era algo vivo. La tarde anterior había estallado una súbita y violenta tormenta eléctrica sin que la futura sede del club se viese muy afectada, pues, una vez iniciadas las excavaciones, Ben cubría el agujero con un trozo de tela alquitranada que Eddie escamoteó de la tienda de Wally; olía a pintura, pero servía. Por dos o tres horas, los desagües de Derry se habían llenado de torrentosas aguas. Y ese torrente había empujado ese desagradable equipaje a la luz del sol para que lo hallasen las moscas.

Era el cadáver de un niño de nueve años, llamado Jimmy Cullum. Exceptuando la nariz, le faltaba la cara, convertida en una masa batida y sin facciones. La carne viva tenía pozos profundos y negros que tal vez sólo Stan Uris habría reconocido como lo que eran: picotazos. Picotazos dejados por un pico muy grande.

El agua rebullía sobre los lodosos pantalones chinos de Jimmy Cullum; sus manos blancas flotaban como peces muertos. También tenían picotazos, aunque no tantos. Su camisa de algodón se inflaba y volvía a caer, una y otra vez, como un fuelle.

Bill y Eddie, cargados de tablas escamoteadas en el vertedero, cruzaron el Kenduskeag por las piedras, a menos de cuarenta metros del cadáver. Oyeron las risas de Richie, Ben y Mike y, sonriendo un poquito, pasaron apresuradamente junto al inadvertido despojo de Jimmy Cullum, para averiguar qué los divertía tanto.

6

Aún estaban riendo cuando Bill y Eddie aparecieron en el claro, sudorosos bajo la carga de madera. Hasta Eddie, habitualmente pálido como un queso, tenía algo de color en la cara. Dejaron caer las tablas nuevas en el montón, casi acabado, mientras Ben salía del agujero para inspeccionarlas.

—¡Buen trabajo! —dijo—. ¡Bien! ¡Estupendo!

Bill cayó al suelo.

—¿P-p-puedo suf-sufrir ahora mi i-i-infarto o es-espero un p-p-poco más?

—Espera un poco más —dijo Ben, distraído.

Había llevado a Los Barrens algunas herramientas propias y estaba revisando con cuidado las tablas recién traídas para arrancar clavos y retirar tornillos. Descartó una porque estaba astillada. Al golpear otra con los nudillos, descubrió un sonido hueco en tres lugares y la descartó. Eddie se sentó en un montón de tierra para observarlo. Mientras se daba un disparo de inhalador, Ben arrancó un clavo herrumbrado con el extremo bifurcado de su martillo. El clavo chilló como un desagradable animal al que hubiesen dado un pisotón.

—Si te cortas con un clavo herrumbrado te puede dar tétanos —informó Eddie a Ben.

—¿Si? —dijo Richie—. ¿Y qué son los tétanos? Parece enfermedad de mujeres.

—No seas idiota —explicó Eddie—. No tiene nada que ver con las tetas. Son unos microbios especiales que crecen en la herrumbre, ¿sabes? Si te cortas, se te meten dentro del cuerpo y… eh… te comen los nervios —continuó Eddie, con un rubor aún más oscuro, dando otro gatillazo a su inhalador.

—Caramba —exclamó Richie, impresionado—. ¿Y es grave?

—Seguro. Primero la mandíbula se te pone tan rígida que no puedes abrir la boca, ni siquiera para comer. Tienen que abrirte un agujero en la mejilla y te dan líquidos por un tubo.

—Oh, vaya —dijo Mike, irguiéndose en el agujero, con los ojos muy abiertos, mostrando las córneas muy blancas en la cara oscura—. ¿Seguro?

—Me lo dijo mi madre —repuso Eddie—. Después se te cierra la garganta, no puedes comer más y te mueres de hambre.

Imaginaron ese horror en silencio.

—No hay cura —agregó Eddie.

Más silencio.

—Por eso —concluyó Eddie, enérgico—, siempre tengo mucho cuidado con los clavos herrumbrados y esa clase de porquerías. Una vez tuvieron que darme una inyección contra el tétanos y me dolió mucho.

—Entonces —preguntó Richie—, ¿para qué vas al vertedero a traer toda esta porquería?

Eddie echó una breve mirada a Bill, que estaba contemplando la casita, y en esa mirada había todo el amor y la veneración necesarias para responder a semejante pregunta. Pero además dijo, suavemente:

Autore(a)s: