Pensó entonces en el pájaro. Era la primera vez que se permitía pensar en él (como no fuera en sus pesadillas) desde el mes de mayo. Había creído que estaba enloqueciendo. Era un alivio descubrir que no era así…, pero ese alivio daba miedo. Se humedeció los labios.
—Sigue —dijo Bev, impaciente—. Date prisa.
—Bueno, yo estaba en el desfile. Yo…
—Te vi —interrumpió Eddie—. Tocabas el saxofón.
—En realidad, es un trombón —dijo Mike—. Toco en la banda de la escuela de Neibolt. Como os decía, vi al payaso. Estaba repartiendo globos entre los chicos, en la triple esquina del centro. Era tal como dicen Ben y Bill: traje plateado, botones naranja, maquillaje blanco en la cara, gran sonrisa roja. No sé si era lápiz de labios o maquillaje, pero parecía sangre.
Los otros hacían gestos de asentimiento, entusiasmados, pero sólo Bill lo miraba con extrema atención.
—¿M-Mechones de pelo n-n-naranja? —preguntó, representándolos en su propia cabeza con los dedos, sin darse cuenta.
Mike asintió.
—Al verlo así… me asusté. Y mientras yo lo miraba, él se volvió y me saludó con la mano, como si me leyera la mente o los sentimientos, como vosotros queráis. Y eso…, bueno, me asustó aún más. En ese momento no sabía por qué, pero me asusté tanto que, por un par de segundos, no pude seguir tocando el trombón. Se me secó la saliva en la boca y sentí…
Echó un vistazo a Beverly. Ahora lo recordaba todo con claridad: el sol, que de pronto le había parecido intolerable, deslumbrante sobre el bronce del instrumento y el cromo de los automóviles; la música, demasiado alta; el cielo, demasiado azul. El payaso había levantado una mano enguantada en blanco (la otra estaba llena de cordeles de globos) agitándola lentamente, demasiado roja y ancha su sonrisa sangrienta, como un grito invertido. Recordó que le había ardido la piel de los testículos, que de pronto había sentido los intestinos flojos y calientes, como si pudiera descargar en cualquier momento un montón de caca en sus pantalones. Pero no podía decir esas cosas delante de Beverly. Esas cosas no se decían delante de las chicas, aunque fueran el tipo de chicas que podían oír cosas como «puta» o «joder».
—Tuve miedo —concluyó, sintiendo que eso era demasiado flojo, pero sin saber cómo expresar el resto.
Pero todos estaban asintiendo, cómo si comprendieran, y él experimentó un alivio indescriptible. De algún modo, ese payaso que lo miraba, esbozando su sonrisa roja, meneando la mano enguantada…, eso había sido peor que la persecución de Henry Bowers y sus compinches. Muchísimo peor.
—Luego quedó atrás —prosiguió Mike—. Marchamos por la cuesta de Main Street. Y volví a verlo, entregando globos a los chicos. Sólo que muchos no querían aceptarlos. Los más pequeños lloraban. No pude explicarme cómo había podido llegar allí tan rápido. Para mis adentros pensé que había dos, ¿entendéis? Dos, vestidos del mismo modo. Un equipo. Pero entonces se volvió y me saludó otra vez. Y me di cuenta de que era el mismo. El mismo hombre.
—No es un hombre —dijo Richie.
Beverly se estremeció. Bill la rodeó con un brazo por un instante y ella lo miró con gratitud.
—Me saludó con la mano… y me guiñó el ojo. Como si tuviésemos un secreto entre los dos. O como… A lo mejor sabía que yo lo había reconocido.
Bill dejó caer el brazo que rodeaba los hombros de Beverly.
—¿Q-q-que lo rec-reconociste?
—Creo que sí —dijo Mike—. Tengo que comprobar algo antes de asegurarlo. Mi padre tiene algunas fotos. Las colecciona. Vosotros jugáis mucho aquí abajo, ¿no?
—Claro —dijo Ben—. Por eso estamos haciendo una casita.
Mike asintió.
—Voy a ver si no me equivoco. En todo caso, puedo traer las fotos.
—¿F-f-fotos viejas?
—Sí.
—¿Y q-q-qué más?
Mike Hanlon abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Miró a los otros, inseguro.
—Vais a decir que estoy loco. O que miento.
—¿T-t-te pa-parece que n-n-nosotros est-estamos locos?
Mike sacudió la cabeza.
—Puedes estar seguro —dijo Eddie—. Yo tengo un montón de cosas que me andan mal, pero no estoy chiflado… creo.
—No —aseguró Mike—. No creo que estéis chiflados.
—B-b-bueno, no-nosotros t-t-tampoco creemos que e-e-estés ch-ch-ch… loco —dijo Bill.
Mike los miró a todos, carraspeó y dijo:
—Vi un pájaro. Hace dos o tres meses. Vi un pájaro.
Stan Uris preguntó:
—¿Qué clase de pájaro?
Mike, más reacio que nunca, describió:
—Se parecía a un gorrión, más o menos, pero también a un petirrojo. Tenía el pecho naranja.
—Bueno, ¿y qué tiene de raro un pájaro? —preguntó Ben—. En Derry hay muchos pájaros.
Pero se sentía intranquilo; le bastó con mirar a Stan para saber que el chico estaba recordando lo que había ocurrido en la torre-depósito y cómo él había impedido que acabase de ocurrir, fuera lo que fuese, gritando nombres de pájaros. Pero se olvidó de todo cuando Mike volvió a hablar.
—Ese pájaro era más grande que una rulot —dijo.
Contempló sus caras espantadas, sorprendidas, esperando que rieran, pero no fue así. Stan parecía haber recibido un ladrillazo. Se había puesto tan pálido que su piel tenía el color de la opaca luz de invierno.
—Es verdad, lo juro —dijo Mike—. Era un pájaro gigantesco, como esos prehistóricos que aparecen en las películas de monstruos.
—Sí, como en La garra gigante —dijo Richie.
—Pero no parecía prehistórico —dijo Mike—. Tampoco era como ésos, cómo se llaman, de las leyendas griegas y romanas.
—¿Los roc-roc-rocs? —sugirió Bill.
—Eso. Tampoco era como ésos. Era sólo una combinación de petirrojo y gorrión, los dos pájaros más comunes del mundo. —Y Mike rió, algo desesperadamente.
—¿D-d-dónde…? —comenzó Bill.
—Cuéntanos —intervino Beverly, simplemente.
Después de tomarse un momento para ordenar sus ideas, Mike lo hizo. Y al contarlo, mientras veía aquellas caras que se iban tornando preocupadas, temerosas, pero no incrédulas ni despectivas, sintió que un peso increíble le liberaba el pecho. Como le había ocurrido a Ben con su momia o a Eddie con su leproso y a Stan con los chicos ahogados, había visto algo que habría vuelto loco a un adulto, no sólo de terror, sino por la fuerza colosal de una irrealidad demasiado grande como para descartarla con una explicación o, a falta de explicación racional, dejarla a un lado. La luz del amor divino había quemado la cara de Elías, según Mike había leído; pero al ocurrir eso, Elías era anciano y tal vez eso cambiaba las cosas. ¿Acaso no había en la Biblia otro fulano, apenas más que un chico, que había detenido a un ángel?
Después de presenciar aquello, Mike había seguido adelante con su vida, integrando el recuerdo en su visión del mundo. Como aún era bastante niño, su punto de vista era bastante amplio. De cualquier modo, lo ocurrido aquel día era como un fantasma en los rincones más oscuros de su mente. A veces, en sus sueños, huía de ese pájaro grotesco que imprimía su sombra sobre él, desde lo alto. De esos sueños recordaba algunos; otros, no, pero allí estaban, sombras con movimiento propio.
Y lo poco que había olvidado, lo mucho que eso lo afligía, era visible, quizá, sólo de una manera: en el alivio que experimentaba al compartirlo con los otros. En ese momento comprendió que, por primera vez, se permitía pensar plenamente en eso desde aquel amanecer junto al canal, la mañana en que vio aquellos extraños surcos… y la sangre.
4
Mike contó la historia del pájaro de la fundición y de cómo había corrido al interior de la chimenea para escapar de él. Más tarde, tres de los Perdedores (Ben, Richie y Bill) fueron a la biblioteca pública. Ben y Richie vigilaban por si aparecían Bowers y compañía, pero Bill sólo miraba la acera con ceño fruncido, perdido en sus pensamientos. Una hora después de su relato, Mike se había separado de ellos diciendo que su padre le necesitaba en casa a las cuatro para cosechar guisantes. Beverly tenía que hacer algunos recados y preparar la cena para su padre. Tanto Eddie como Stan tenían sus propias obligaciones. Pero antes de separarse hasta el día siguiente, empezaron a excavar lo que sería (si Ben no se equivocaba) la casita subterránea. Para Bill (y para todos, según sospechaba), la primera palada de tierra había sido casi un acto simbólico. Estaban en marcha. Fuera lo que fuese aquello que se esperaba de ellos como grupo, como unidad, estaban en marcha.
Ben preguntó a Bill si daba crédito a la historia de Mike Hanlon. En ese momento pasaban junto al centro cívico y la biblioteca estaba allí cerca: un cuerpo de piedra, cómodamente sombreado por olmos centenarios, libres de la plaga que, más adelante, los haría ralear.
—Sí —dijo Bill—. C-c-creo que e-es verdad. Co-cosa de l-l-locos, pero v-v-verdad. ¿Y tú, Ri-Ri-Richie?
Richie asintió.
—Sí. Preferiría pensar que es mentira, no sé si me entendéis, pero lo creo. ¿Recordáis lo que dijo sobre la lengua del pájaro?
Bill y Ben asintieron. Pompones naranja en la lengua.
—Ésa es la cuestión —apuntó Richie—. Es como los villanos de los cómics, como Lex Luthor, el Acertijo o ésos. Siempre deja una señal característica.
Bill asintió, pensativo. Era, en verdad, como los villanos de los cómics. ¿Porque ellos lo veían así? ¿Porque pensaban en Eso de ese modo? Sí, tal vez sí. Era cosa de chicos, pero, al parecer, en eso se basaba ese monstruo: en cosas de chicos.
Cruzaron la calle hacia la acera de la biblioteca.
—P-p-pregunté a St-Stan si a-a-alguna vez oyó hab-hablar de un p-p-pájaro así —dijo Bill—. No ne-ne-necesariam-m-mente grande, p-p-pero re-re-re…
—¿Real? —sugirió Richie.
Bill asintió.
—D-d-dice que p-p-podría haber un pa-pájaro c-c-como ése en Su-Sudamérica o en A-África, p-p-pero por aqquí no.
—Entonces, ¿él no lo creyó? —preguntó Ben.
—S-s-sí lo cre-creyó —dijo Bill.
Y entonces les contó lo que Stan había sugerido a Bill, mientras caminaban juntos hacia el sitio en que habían dejado la bicicleta. Stan tenía la idea de que nadie más podía haber visto ese pájaro antes de que Mike les contara la anécdota. Otra cosa sí, tal vez, pero el pájaro no, porque el pájaro era el monstruo personal de Mike Hanlon. Pero de pronto…, jolín, de pronto el pájaro era propiedad de todo el Club de los Perdedores, ¿no? Cualquiera de ellos podía verlo. Tal vez no fuera exactamente el mismo; a Bill podría parecerle un cuervo; a Richie, un halcón; a Beverly, un águila dorada, al modo de ver de Stan. Pero Eso podía ser un pájaro para todos ellos a partir de ese momento. Bill respondió que, si era verdad, cualquiera de ellos podría ver al leproso, a la momia o, posiblemente, a los chicos muertos.
—Eso significa que deberíamos hacer algo muy pronto, si vamos a hacer algo —replicó Stan—. Eso sabe…
—¿Q-q-qué? —preguntó Bill, ásperamente—. T-t-todo lo q-que nos-nosotros s-sabemos.
—Mira, tío, si Eso sabe tanto, estamos listos —fue la respuesta de Stan—. Pero puedes estar bien seguro de que sabe que conocemos su existencia. Creo que tratará de atraparnos. ¿Todavía piensas en lo que hablamos ayer?
—Sí.
—Ojalá pudiese ir contigo.
—I-i-irán Ben y Ri-Richie. Ben es muy in-intelig-gente. Y Ri-Ri-Richie también, c-c-cuando no b-b-bromea.
Ahora, de pie ante la biblioteca, Richie preguntó a Bill qué tenía pensado, exactamente. Bill se lo explicó, hablando lentamente para no tartamudear demasiado. La idea le daba vueltas en la cabeza desde hacía dos semanas, pero había hecho falta la historia de Mike sobre el pájaro para cristalizarla.
¿Qué se hace para eliminar a un pájaro?
Bueno, pegarle un tiro es bastante definitivo.
¿Qué se hace para eliminar a un monstruo?
Bueno, las películas sugerían que pegarle un tiro con una bala de plata era bastante definitivo.
Ben y Richie escucharon todo eso con mucho respeto. Después, Richie preguntó:
—¿De dónde se sacan las balas de plata, Gran Bill? ¿Las pides por correo?
—M-m-muy gra-gracioso. T-t-tenemos que hac-hacerla.
—¿Cómo?
—Creo que para averiguar eso hemos venido a la biblioteca.
Richie asintió y se subió las gafas al puente de la nariz. Detrás de los cristales, sus ojos lucían agudos y pensativos… pero cargados de dudas, según le pareció a Bill. Él también las tenía. Al menos, no se leían en esos ojos ganas de hacer el tonto y ése era un paso adelante.
—¿Estás pensando en la Walther de tu padre? —preguntó Richie—. ¿La que llevamos a Neibolt Street?
—Sí —contestó Bill.
—Aunque pudiésemos hacer balas de plata —dijo Richie—, ¿de dónde sacaríamos la plata?