No tiene sentido subir si no se puede bajar, ha dicho la cabeza parlante. No tiene sentido bajar si no puedes volver a subir. Eso último le hace pensar otra vez en los cascos de minero. ¿Y es verdad? De pronto recuerda el primer día en que bajó a Los Barrens, tras la pelea a pedradas. Fue el 6 de julio, dos días después de haber marchado en el desfile de la Independencia…, dos días después de haber visto al payaso Pennywise en persona, por primera vez. Después de pasar aquel día en Los Barrens, escuchando sus anécdotas y después, vacilante, contando la propia, fue a su casa y preguntó a su padre si podía mirar su álbum de fotografías.
¿Por qué, a fin de cuentas, bajó a Los Barrens aquel 6 de julio? ¿Sabía entonces que los hallaría en ese lugar? Sí, por lo visto. No sabía sólo que estaban allí, sino dónde estaban. Recuerda que hablaban sobre una casita para el club. Pero a él le pareció que hablaban sobre eso por no hablar de otro tema que no sabían cómo abordar.
Mike levanta la vista hacia los globos. Ya no los ve, en realidad. Trata de recordar exactamente qué pasó ese día, ese día caluroso. De pronto le resulta muy importante recordar exactamente qué pasó, cada matiz de lo vivido, su estado anímico del momento.
Porque fue entonces cuando todo empezó a ocurrir. Hasta el momento, los otros habían estado hablando de matar a Eso, pero sin hacer ningún movimiento, ningún plan. Con la llegada de Mike, el círculo se cerró y la rueda empezó a girar. Algo más tarde, ese mismo día, Bill, Richie y Ben fueron a la biblioteca para iniciar una seria investigación sobre cierta idea que Bill tenía desde hacía un par de días, una semana, un mes. Todo comenzaba a…
—¿Mike? —llama Richie, desde la sala de ficheros, donde se han reunidos los otros—. ¿Te has muerto allí dentro?
Casi, piensa Mike, contemplando los globos, la sangre, las plumas que hay dentro de la nevera.
Y llama, a su vez.
—Será mejor que vengáis.
Oye el ruido de las sillas al correrse, el murmullo de voces. Percibe con claridad la voz de Richie:
—Oh, cielos, y ahora qué.
Y otro oído, dentro de su memoria, oye la voz de Richie decir otra cosa.
Y de pronto recuerda lo que ha estado buscando; más aún, comprende por qué parecía tan huidizo. La reacción de los otros, cuando él apareció en el claro, dentro de la parte más oscura y densa de Los Barrens, aquel día, fue… nada. Ni sorpresa ni preguntas sobre cómo los había encontrado. Nada. Ben comía un Twinkie, recuerda. Beverly y Richie estaban fumando, Bill, tendido en el suelo, con las manos bajo la nuca, contemplaba el cielo. Eddie y Stan miraban con aire dubitativo una serie de cordeles y estacas que delimitaban un cuadrado de suelo, de un metro y medio de lado, aproximadamente.
Ni sorpresa ni preguntas, nada. Simplemente, apareció y fue aceptado. Era como si, sin siquiera saberlo, lo hubiesen estado esperando. Y con ese tercer oído, el oído de la memoria, oye la voz del negrito esclavo, como un rato antes: Por Diosito, Miss Clawdy, aquí viene
2
otra vez ese negrito. Caramba, pe’o qué está pasando en estos Ye’mos. Pe’o mire ese pelo motoso, Gran Bill…
Bill no se molestó en volverse; siguió contemplando, soñador, las gordas nubes de verano que marchaban por el cielo. Estaba prestando toda su atención a una cuestión muy importante. De cualquier modo, Richie no se ofendió por ese desinterés y siguió bromeando:
—Todo ese pelo motoso me da gana de tomá otro jarabe de menta. Lo viá tomá en la galería, que está un poquito má fresca.
—Bip-bip, Richie —dijo Ben, tras un bocado al Twinkie.
Beverly se echó a reír.
—Hola —saludó Mike, inseguro.
El corazón le latía con demasiada fuerza, pero estaba decidido a seguir adelante con eso. Tenía que darles las gracias y el padre le había enseñado a pagar siempre lo que se debía… cuanto antes, para que no aumentasen los intereses.
Stan volvió la cabeza.
—Hola —dijo. Enseguida volvió a mirar el cuadro delimitado en el centro de aquel claro—. ¿Estás seguro de que va a resultar, Ben?
—Seguro —dijo Ben—. Hola Mike.
—¿Quieres un cigarrillo? —preguntó Beverly—. Me quedan dos.
—No gracias. —Mike aspiró hondo y dijo—: Por cierto, quería darles otra vez las gracias por la ayuda del otro día. Esos tíos me iban a descalabrar de verdad. Y siento mucho que hayáis salido lastimados.
Bill restó importancia al asunto con un gesto de la mano.
—N-no te p-p-preocupes. La-la han tenido c-c-con nos-nosotros todo el año. —De pronto se incorporó, mirando a Mike con deslumbrado interés—. ¿T-te p-p-puedo hacer una p-pregunta?
—Claro que sí. —Mike se sentó con recelo. No era la primera vez que oía uno de esos prefacios. El chico Denbrough iba a preguntarle qué se sentía al ser negro.
Pero Bill preguntó otra cosa:
—Cuando L-l-larsen an-anotó ese t-t-tanto en la s-s-serie mundial, hace dos años, ¿cre-crees q-q-que fue s-s-sólo por su-suerte?
Richie dio una intensa calada a su cigarrillo y empezó a toser. Beverly le palmeó la espalda, de buen humor.
—Apenas empiezas, Richie. Ya aprenderás.
—Creo que se va a derrumbar, Ben —observó Eddie, preocupado, mirando el cuadro del cordel—. No creo que me entusiasme mucho la idea de quedar enterrado vivo.
—No vas a quedar enterrado vivo —dijo Ben—. En todo caso, puedes chupar ese maldito inhalador hasta que te saquen.
Para Stanley Uris, aquello resultó divertidísimo. Se reclinó sobre un codo con la cara hacia arriba y rió hasta que Eddie le dio un puntapié en la pantorrilla ordenándole que se callara.
—Sólo suerte —dijo Mike, por fin—. Un tanto así es más suerte que otra cosa.
—E-e-eso —convino Bill.
Mike esperó más preguntas, pero Bill parecía satisfecho. Volvió a tenderse, con las manos entrelazadas bajo la nuca y siguió estudiando las nubes que pasaban.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó Mike, mirando el cuadrado que formaba el cordel entre las estacas.
—Oh, esto es la gran idea de Ben para esta semana— dijo Richie—. La última vez inundó Los Barrens, eso fue muy divertido, pero esto será sensacional. Este mes se trata de la operación «Hágase su propia casita». El mes que viene…
—N-n-no tienes p-p-por qué burlarte de B-b-ben —dijo Bill, siempre mirando al cielo—, quedará muy bien.
—Por el amor de Dios, Bill, sólo era una broma, nada más.
—A-a-a-a-a veces bro-bromeas demmmasiado, Ri-Richie.
El otro aceptó el reproche en silencio.
—Sigo sin entender —dijo Mike.
—Bueno, es muy simple —explicó Ben—. Ellos querían hacer una casita en un árbol. Se podía, pero la gente tiene la mala costumbre de romperse los huesos cuando se cae de la rama.
—Cuqui, cuqui, dame tus huesos —dijo Stan.
Y rió, mientras los otros lo miraban, desconcertados. Stan no tenía mucho sentido del humor y el que tenía resultaba bastante extraño.
—Usted se estar volviendo loco, señorrrr —dijo Richie, a lo Pancho Villa—. Es el calorrrr y las cucarachas, sí.
—Bueno —siguió Ben—, lo que vamos a hacer es excavar un metro y medio en el cuadrado que he delimitado aquí. No podemos ir mucho más abajo o nos encontraremos con la capa de agua, me parece. Por aquí está muy cerca de la superficie. Después entablonamos los costados para estar seguros de que no va a derrumbarse.
Echó una mirada significativa a Eddie, pero el otro seguía preocupado.
—¿Y después? —preguntó Mike, interesado.
—Después ponemos una tapa arriba.
—¿Eh?
—Ponemos tablas sobre el agujero. Se puede instalar una puerta-trampa o algo así, para poder entrar y salir. Hasta ventanas, si queremos.
—Ne-necesitamos b-b-bisagras —apuntó Bill, siempre mirando las nubes.
—Las podemos comprar en la ferretería de Reynolds —dijo Ben.
—¿T-t-todos te-tenéis a-a-asignaciones?
—Yo tengo cinco dólares —dijo Beverly—. Los ahorré cuidando niños.
De inmediato, Richie empezó a arrastrarse hacia ella.
—Te amo, Bevvie —dijo, mirándola con ojos melancólicos—. ¿Quieres casarte conmigo? Viviremos en una cabaña entre los pinos…
—¿Queée? —preguntó Beverly, mientras Ben los observaba con una extraña mezcla de ansiedad, diversión e interés.
—En una piraña entre los canos —dijo Richie—. Con cinco dólares alcanza, tesoro. Tú y yo, con el bebé, somos tres.
Beverly, ruborizada, rió un poco y se apartó de él.
—Co-co-compartimos gastos —dijo Bill—. P-p-por eso t-t-tenemos un c-club.
—Y después de poner la trampilla —prosiguió Ben—, aplicamos una cola especial que se llama Tangle Track y pegamos el césped. Podemos cubrirla con hojarasca. Podríamos estar ahí abajo y la gente (Henry Bowers, por ejemplo) pasaría por arriba sin darse cuenta de nada.
—¿Se te ocurrió a ti? —preguntó Mike—. ¡Jolín, es estupendo!
Ben sonrió. Le había llegado el turno de ruborizarse. Bill se incorporó súbitamente para mirar a Mike.
—¿Q-q-quieres par-participar?
—Oh…, claro —respondió Mike.
Los otros intercambiaron una mirada, Mike la sintió, además de verla. Somos siete, pensó. Y se estremeció sin motivo aparente.
—¿Cuándo vais a abrir el agujero?
—M-m-muy p-pronto —dijo Bill.
Y Mike supo (lo supo) que no se refería sólo a la casita subterránea. Ben también lo supo. Y Richie y Beverly y Eddie. Stan Uris había dejado de sonreír.
—V-v-vamos a in-iniciar el p-p-proyecto muy pro-pronto.
Entonces se hizo una pausa y Mike cobró súbita conciencia de dos cosas: querían decirle algo… y él no estaba muy seguro de querer saberlo. Ben había recogido un palito y hacía garabatos en el polvo, sin sentido; el pelo le ocultaba la cara. Richie se mordisqueaba las uñas, ya melladas. Sólo Bill lo miraba de frente.
—¿Pasa algo? —preguntó Mike, intranquilo.
Bill habló con mucha lentitud:
—E-esto es un c-c-club. Pu-puedes e-e-entrar, pero t-t-tienes que gu-guardar n-n-nuestros se-se-se-cretos.
—¿Como el de la casita, quieres decir? —preguntó Mike, más intranquilo que nunca—. Bueno, por supuesto que sí…
—Tenemos otro secreto, chico —dijo Richie, sin mirarlo—. Y Gran Bill dice que este verano nos incumbe algo más importante que hacer casitas subterráneas.
—Y tiene razón —agregó Ben.
Se oyó un jadeo sibilante y súbito. Mike dio un respingo. Era sólo Eddie, que acababa de aplicarse su inhalador. Miró a Mike como pidiendo disculpas, se encogió de hombros e hizo un gesto afirmativo.
—Bueno —dijo Mike, por fin—, no me tengáis en suspenso. Contadme.
Bill miraba a los otros.
—¿Hay a-a-alguien que no l-l-lo qui-quiera en el c-c-club?
Nadie respondió. Nadie levantó la mano.
—¿Q-q-quién se lo d-d-dice?
Otra larga pausa. Esa vez Bill no la interrumpió. Por fin, Beverly miró a Mike con un suspiro.
—Los chicos asesinados —dijo—. Sabemos quién los mató. Y no es humano.
3
Se lo dijeron, uno a uno. Le contaron lo del payaso en el hielo, lo del leproso bajo el porche, lo de la sangre y las voces que surgían del sumidero, lo de los niños muertos de la torre-depósito. Richie le contó lo que había ocurrido cuando él y Bill habían vuelto a Neibolt Street. Bill fue el último en hablar, revelando lo de la foto que se había movido y la otra, aquella en la que él había metido la mano. Terminó explicando que Eso había matado a su hermano Georgie y que el Club de los Perdedores estaba decidido a acabar con el monstruo… fuera lo que fuese.
Mientras volvía a su casa, más tarde, Mike pensó que habría debido escuchar con incredulidad, transformada en horror, y acabar por huir a toda prisa, sin mirar atrás, convencido de que estaba siendo objeto de una broma a manos de chicos blancos a quienes no les gustaban los negros o de que estaba en presencia de seis auténticos lunáticos a quienes la demencia se les había contagiado por el contacto, así como todo un curso podía pescar una gripe virulenta.
Pero no huyó, porque a pesar del horror, sentía un extraño consuelo. Consuelo y algo más, algo más elemental: la sensación de haber echado raíces. Somos siete, volvió a pensar, cuando Bill terminó de hablar.
Abrió la boca, sin saber qué iba a decir.
—He visto el payaso —fue lo que dijo.
—¿Qué? —preguntaron Richie y Stan, al unísono.
Beverly giró la cabeza tan deprisa que su coleta pasó del hombro izquierdo al derecho.
—Lo vi el día de la Independencia —agregó Mike, lentamente, hablando sobre todo con Bill. Los ojos del pelirrojo, agudos y totalmente concentrados, permanecían clavados en los suyos, exigiéndole que continuara—. Sí, el 4 de julio…
Se interrumpió momentáneamente, pensando: Pero yo lo conocía. Lo conocía, porque no fue esa la primera vez que lo vi. Y no fue tampoco la primera vez que vi algo…, algo extraño.