Hacia delante, el sendero se ensanchó. Mike prácticamente cayó en el foso de grava. Rodó hasta el fondo, se puso de pie y ya había cruzado la mitad cuando se dio cuenta de que allí había otros chicos. Eran seis, dispuestos en línea recta y con expresiones extrañas. Sólo más tarde, cuando tuvo tiempo de ordenar sus pensamientos, comprendió lo que le resultó extraño en sus caras: parecía que lo estaban esperando.
—Ayudadme —logró decir, mientras cojeaba hacia ellos. Instintivamente, se dirigió al niño alto y pelirrojo—. Chicos… gamberros…
Fue entonces cuando Henry llegó al foso. Vio a los seis y se detuvo, patinando. Por un momento, su rostro quedó marcado por la incertidumbre. Miró hacia atrás, sobre el hombro, y vio a sus soldados. Cuando se volvió hacia los Perdedores (Mike estaba de pie, junto a Bill Denbrough, algo más atrás, jadeando) lo hizo con una enorme sonrisa.
—Te conozco, nene —dijo, mirando a Bill. Mudó la vista a Richie—. Y a ti también. ¿Dónde están tus cristales, cuatro-ojos? —Antes de que Richie pudiera contestar vio a Ben—. ¡Ah, hijo de puta! ¡El judío y el gordo también están aquí! ¿Ésa es tu novia, gordo?
Ben dio un saltito de miedo, como si le hubieran clavado un dedo.
En ese momento Peter Gordon se detuvo junto a Henry. Victor llegó y se le puso al otro lado; Belch y Moose Sadler llegaron los últimos y se colocaron junto a Peter y Victor. Los dos grupos quedaron frente a frente, en hileras casi formales.
Henry habló, jadeando con fuerza; su voz sonaba casi como la de un toro humano.
—Tengo que ajustar cuentas con muchos de vosotros, pero por hoy lo dejaremos así. Quiero a ese negro. Así que vosotros os largáis, mierditas secas.
—¡Ya habéis oído! —dijo Belch, muy vivaz.
—¡Él mató a mi perro! —gritó Mike, con voz aguda y rota—. ¡Él mismo lo dijo!
—Ven aquí ahora mismo —dijo Henry— y tal vez conserves el pellejo.
Mike temblaba, pero no se movió.
Bill dictaminó, suave y claramente:
—Los Barrens nos pertenecen. Salid vosotros d-de aq-aquí.
Henry abrió muy grandes los ojos, como si hubiera recibido un inesperado bofetón.
—¿Y quién me va a obligar? —preguntó—. ¿Tú, capullo?
—No-no-nosotros —tartamudeó Bill—. E-e-estamos hartos de a-a-aguantarte, B-b-bowers. Ve-vete.
—Pedazo de gilipollas tartamudo —dijo Henry.
Bajó la cabeza y se lanzo a la carga.
Bill tenía un puñado, de rocas; todos ellos tenían un puñado, salvo Mike y Beverly, que sólo había tomado una. Bill empezó a arrojarlas contra Henry, sin prisa, pero con fuerza y bastante puntería. La primera falló; la segunda golpeó bien en el hombro. Si la tercera hubiera fallado también, Henry habría podido alcanzar a Bill y arrojarlo al suelo. Pero no fue así: golpeó a Henry en medio de su cabeza gacha.
El chico lanzó un grito de sorprendido dolor y levantó la mirada… para recibir otros cuatro impactos: uno de Richie Tozier, en el pecho; otro de Eddie, que le dio en el omóplato; un tercero de Stan Uris, en la pantorrilla; la única piedra de Beverly le dio en el estómago.
Los miró, incrédulo. De un momento a otro, el aire se llenó de proyectiles sibilantes. Henry se echó hacia atrás con la misma expresión aturdida y llena de dolor.
—¡Vamos, chicos! —gritó—. ¡Ayudadme!
—Al at-ataque —dijo Bill, en voz baja.
Y se adelantó a toda velocidad, sin comprobar si su orden era obedecida o no.
Todos corrieron con él, atacando a pedradas, no sólo a Henry, sino a todos los otros. Los gamberros manoteaban en el suelo, recogiendo municiones pero no tuvieron mucho tiempo para hacerlo, porque las piedras llovían sobre ellos. Peter Gordon lanzó un grito al recibir en el pómulo una piedra lanzada por Ben que le hizo sangre. Retrocedió unos cuantos pasos y se detuvo. Arrojó una o dos piedras, vacilando…, pero acabó por huir. Eso ya era demasiado; en Broadway Oeste las cosas no se hacían así.
Henry tomó un puñado de proyectiles con un solo movimiento salvaje. Para fortuna de los Perdedores, la mayor parte eran guijarros. Lanzó uno de los más grandes contra Beverly y le provocó un corte en el brazo. Beverly gritó.
Ben, aullando, corrió hacia Henry Bowers, que se volvió a tiempo de verlo llegar, pero no para apartarse. Se vio sorprendido fuera de equilibrio. Por entonces, Ben pesaba sesenta y ocho kilos. El resultado fue implacable: Henry no cayó despatarrado: voló. Aterrizó de espaldas y siguió deslizándose. Ben corrió nuevamente hacia él, apenas consciente de un dolor floreciente, cálido en la oreja: Belch Huggins le había acertado con una piedra del tamaño de una pelota de golf.
Henry comenzaba a incorporarse sobre las rodillas, mareado, cuando Ben lo pateó con todas sus fuerzas; su pie, calzado con zapatillas, dio de lleno contra la cadera izquierda haciéndolo rodar de espaldas. Sus ojos lanzaron una llamarada hacia el gordo.
—¡A las chicas no se les arrojan piedras! —aulló Ben. No recordaba haberse sentido tan enfurecido en su vida—. ¡No sé…!
En eso vio una llama en la mano de Henry: estaba encendiendo una cerilla. La arrimó a la gruesa mecha del M-80 y arrojó el cohete a la cara de Ben. El chico, sin pensar, golpeó aquello con la palma de la mano, desviándolo como con un raquetazo y el M-80 volvió por donde había venido. Henry lo vio llegar, dilatando los ojos, y rodó para apartarse, entre gritos. El cohete estalló una fracción de segundo después, ennegreciendo la camisa de Henry por la espalda; parte de la tela voló por los aires.
Un momento después, Ben recibió un golpe de Moose Sadler que lo arrojó de rodillas. Su dentadura se cerró contra la lengua, arrancándole sangre. Parpadeó, aturdido. Moose venía hacia él, pero antes de que pudiera llegar, Bill se interpuso y lo cubrió de pedradas. Moose giró en redondo, aullando.
—¡Me has atacado por detrás, gallina! —gritaba enfurecido—. ¡Cobarde traidor!
Mientras se recuperaba para contraatacar, Richie apareció junto a Bill y empezó a disparar sus municiones contra Moose sin dejarse impresionar por la retórica del enemigo en cuanto a qué constituía o no un ataque de gallina; los había visto perseguir de a cinco a un solo chiquillo asustado y no le parecía que eso los pusiera a la altura del rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda. Una de sus pedradas partió la ceja izquierda del retardado. Moose aulló.
Eddie y Stan Uris se sumaron a Bill y Richie. Beverly también se acercó, sangrando por el brazo, pero con los ojos encendidos. Volaban las piedras. Belch Huggins gritó al recibir una en el codo y empezó a bailar torpemente, frotándose. Henry se puso de pie, con la camisa colgando en jirones, aunque la piel permanecía casi milagrosamente indemne. Antes de que pudiera volverse, Ben Hanscom hizo rebotar una piedra en su nuca y volvió a hacerle caer.
Fue Victor Criss quien más daño hizo a los Perdedores aquel día. En parte, porque tenía una puntería bastante buena, pero sobre todo, paradójicamente, porque participaba muy poco en el plano emocional. Cada vez sentía menos ganas de estar allí. Las batallas a pedradas podían tener graves consecuencias: fractura de cráneo, dientes rotos, ojos inutilizados. Pero ya que estaba en eso, estaba en eso y pensaba hacer su parte.
Esa frialdad le permitió tomarse treinta segundos más y recoger un puñado de piedras de buen tamaño. Arrojó una contra Eddie, mientras los Perdedores recomponían su línea, y le dio en el mentón. El chico cayó, llorando y manando sangre. Ben giró hacia él, pero Eddie ya se estaba poniendo de pie, con la sangre grotescamente colorida contra su piel pálida; sus ojos eran ranuras.
Victor disparó contra Richie y le dio en el pecho. La pedrada fue devuelta, pero Vic la esquivó con facilidad y arrojó una de costado contra Bill Denbrough. Bill echó la cabeza atrás, pero le faltó velocidad: la piedra le abrió un tajo en la mejilla.
Bill se volvió hacia Victor. Sus miradas se encontraron y el gamberro vio algo en los ojos del tartamudo que lo asustó como el mismo diablo. Absurdamente, en los labios le temblaron las palabras. «¡Me arrepiento!». Pero eso no era algo que uno dijera a un niño. A menos que uno estuviese dispuesto a que los propios compañeros lo pusieran negro a insultos.
Bill ya corría hacia él y Victor empezó a caminar en su dirección. En ese momento, como mediante una señal telepática, empezaron a arrojarse piedras, siempre acortando la distancia. En derredor, la lucha menguó, porque los otros empezaban a observarlos. Hasta Henry volvió la cabeza.
Victor esquivaba; Bill no se tomaba la molestia. Las piedras del adversario le daban en el pecho, el hombro, el estómago. Una le rozó en la oreja. Como si nada lo conmoviera, él seguía arrojando sus proyectiles con fuerza asesina. La tercera golpeó a Victor en la rodilla; hubo un ruidito seco, a rotura, y el chico dejó escapar un gruñido. Se había quedado sin municiones. A Bill le quedaba una piedra, suave y blanca, con trocitos de cuarzo, del tamaño de un huevo de pato. A Criss le pareció muy dura.
Bill estaba a menos de metro y medio.
—T-t-te largas de a-aquí ahora m-m-mismo —dijo—, si no q-q-quieres que tt-te ab-abra la c-c-cabeza. Y v-va en se-se-serio.
Victor lo miró a los ojos y comprendió que era verdad. Sin una palabra más, giró sobre sus talones y se alejó por donde Peter Gordon se había retirado.
Belch y Moose Sadler miraban alrededor, vacilantes. A Sadler le corría sangre por la comisura de la boca; por la cara de Belch corría un hilo rojo que manaba desde el cuero cabelludo.
Henry movía la boca, pero sin poder pronunciar palabra.
Bill se volvió hacia él.
—V-v-vete —dijo.
—¿Y si no me voy? —Henry trataba de sonar rudo, pero Bill detectó algo diferente en sus ojos. Estaba asustado y se iría. Eso habría debido dar a Bill una agradable sensación, hasta un aire triunfal, pero sólo le inspiró cansancio.
—S-s-si no t-t-te vas, se-seremos seis co-contra uno. Te p-p-podemos mandar al ho-o-ospital.
—Siete —dijo Mike Hanlon, sumándoseles. Llevaba una piedra grande como una pelota de tenis en cada mano—. Ponme a prueba, Bowers. Me encantaría.
—¡Maldito negro! —A Henry se le quebró la voz. Estaba al borde del llanto. Eso quitó a Belch y a Moose las pocas ganas de pelear que tenían. Ambos retrocedieron, dejando caer las piedras de las manos laxas. Belch miró en torno suyo, como si se preguntase dónde había ido a parar.
—Sal de nuestra zona —dijo Beverly.
—Cállate, coño sucio —dijo Henry—, put…
Cuatro piedras volaron de inmediato, golpeándolo en cuatro lugares diferentes. Henry dio un alarido y retrocedió a tropezones haciendo flamear los jirones de su camisa. Su vista pasó, de las caras ceñudas, ancianamente jóvenes de los chiquillos, a las frenéticas de Belch y Moose. Allí no encontraría ayuda, no encontraría nada en absoluto. Moose apartó la cara, azorado.
Henry se levantó, sollozando y sorbiendo por su nariz rota.
—Os voy a matar a todos —dijo.
De pronto corrió al sendero. Un momento después había desaparecido.
—Iros —dijo Bill, dirigiéndose a Belch—. Largaos de aq-q-quí. Y no v-v-volváis. Los Barrens son nuestros.
—Te vas a arrepentir de haber hecho esto a Henry, nene —dijo Belch—. Vamos, Moose.
Echaron a andar, con la cabeza gacha, sin mirar atrás.
Los siete chicos permanecieron en un semicírculo laxo, sangrando todos por alguna herida. La apocalíptica batalla a pedradas había durado menos de cuatro minutos, pero Bill tenía la sensación de haber combatido a lo largo de toda la Segunda Guerra Mundial, en ambos frentes, sin un solo permiso.
Los silbidos de Eddie, que forcejeaba por respirar, rompieron el silencio. Ben se acercó a él, pero los tres Twinkies y las cuatro galletitas de chocolate que había comido camino de Los Barrens empezaron a revolvérsele en el estómago. Siguió de largo y corrió hacia los matorrales, donde vomitó tan silenciosamente y en privado como le fue posible.
Fueron Richie y Bev quienes auxiliaron a Eddie. Beverly le rodeó la cintura con un brazo, mientras Richie le sacaba el inhalador del bolsillo y decía:
—Muerde esto, Eddie.
Y Eddie aspiró con esfuerzo, entrecortadamente, mientras Richie accionaba el gatillo.
—Gracias —logró decir, al fin.
Ben salió de entre los matorrales, ruborizado, limpiándose la boca con la mano. Beverly se acercó para tomarle las dos.
—Gracias por defenderme —dijo.
El chico asintió, sin apartar la vista de sus zapatillas sucias.