It (Eso) – Stephen King

El foso se había usado como carbonera hasta 1935, más o menos, a fin de aprovisionar los trenes que pasaban por Derry. Después vinieron las locomotoras Diesel y los trenes eléctricos. Por varios años desapareció el carbón (cuyos restos fueron robados por quienes tenían calderas a carbón). Un contratista local había excavado la grava existente, pero desde su quiebra, en 1955, el pozo estaba desierto. Un desvío de los rieles llegaba hasta allí y volvía a su origen, pero estaba opaco de herrumbre y lleno de hierbas duras entre los durmientes podridos. En el foso mismo crecían los pastos rivalizando con los girasoles por lograr espacio. Y entre la vegetación aún había abundante escoria de carbón.

Sin dejar de correr, Mike se quitó la camisa. Al llegar al borde del foso, miró atrás. Henry iba cruzando las vías con sus compañeros diseminados alrededor. Eso estaba bien, quizá.

Avanzando tan rápido como pudo, con la camisa a modo de bolsa. Mike recogió cinco o seis puñados de terrones duros. Luego volvió hacia la alambrada, balanceando la camisa por las mangas. En vez de trepar por la malla de alambre, apoyó la espalda contra ella y dejó caer el carbón, del que recogió dos trozos.

Henry no vio el carbón; sólo vio que el negro estaba atrapado contra la alambrada. Y corrió hacia él, chillando.

¡Ésta va por mi perro, hijo de puta! —gritó Mike, sin darse cuenta de que había comenzado a llorar.

Arrojó uno de los trozos, que voló en línea recta y golpeó a Henry en la frente con un fuerte ruido y rebotó en el aire. Henry cayó de rodillas y se llevó las manos a la cabeza. La sangre le brotó entre los dedos de inmediato, como por ensalmo.

Los otros se detuvieron, patinando, con idéntica incredulidad estampada en la cara. Henry soltó un agudo grito de dolor y volvió a levantarse, sin dejar de apretarse la cabeza. Mike le arrojó otro trozo de carbón, pero el chico lo esquivó y echó a andar hacia él. Cuando Mike arrojó un tercer trozo, Henry apartó una mano de la frente herida y desvió el proyectil con un gesto casi indiferente. Sonreía de oreja a oreja.

—¡Ah, qué sorpresa te vas a llevar! ¡Qué sorp…! ¡OH DIOS MÍO!

Quiso decir algo más, pero de la boca sólo le brotaban sonidos inarticulados, como gárgaras. Mike había arrojado otro trozo de carbón y éste lo había golpeado directamente en la garganta. Henry volvió a caer de rodillas. Peter Gordon quedó boquiabierto. Moose Sadler tenía la frente arrugada, como si tratara de resolver un difícil problema de matemáticas.

¿Vosotros a qué esperáis? —logró preguntar Henry. La sangre manaba entre sus dedos. Su voz sonaba mohosa y su acento, extranjero—. ¡Atrapadlo! ¡Atrapad a ese asqueroso negro!

Mike no esperó a comprobar si los otros obedecían o no. Dejó caer la camisa y saltó hacia la alambrada. Cuando empezaba a subir, sintió que unas manos ásperas le aferraban el pie. Al mirar hacia abajo, se encontró con la cara contraída de Henry Bowers manchada de sangre y carbón. Liberó su pie de un tirón dejando la zapatilla en manos de Henry. Impulsó la planta descalza contra la cara de Henry y oyó que algo crujía. El otro volvió a aullar y retrocedió, tambaleándose, con la mano contra la nariz que sangraba a chorros.

Otra mano, la de Belch Huggins, le tironeó por un instante de los vaqueros, pero logró liberarse. Pasó una pierna por el borde de la alambrada. Y entonces algo lo golpeó con fuerza cegadora en un lado de la cara. Algo caliente le goteaba por la mejilla. Otras cosas le golpearon en la cadera, en el antebrazo, en el muslo: le estaban arrojando sus propios proyectiles.

Se dejó colgar por un momento, sosteniéndose con las manos y luego cayó, rodando dos veces sobre sí mismo. Allí, el suelo cubierto de pastos duros iba en pendiente; tal vez eso le salvó la vista, hasta la vida: Henry se había acercado otra vez a la alambrada y acababa de arrojar uno de sus cuatro M-80. Estalló con un terrorífico ¡CRRRACK!, que levantó ecos e hizo volar una amplia porción de pasto.

Mike, con los oídos resonantes, dio una voltereta y se levantó, tambaleándose. Ya estaba entre las hierbas altas, en el borde de Los Barrens. Se pasó una mano por la mejilla derecha y la retiró ensangrentada. Eso no lo preocupó mucho; no esperaba salir indemne de esa aventura.

Henry le arrojó un cohete, pero Mike lo vio llegar y lo esquivó sin dificultad.

—¡Vamos a atraparlo! —rugió Henry y empezó a trepar la cerca.

—Coño, Henry, no sé…

Para Peter Gordon, eso había llegado demasiado lejos; por primera vez se encontraba en una situación que, de pronto, se había vuelto salvaje. Las cosas no tenían que ponerse sangrientas, al menos para el bando propio, con las posibilidades tan cómodamente vueltas en favor de uno.

—Será mejor que lo sepas —dijo Henry mirando a Peter desde la mitad de la alambrada. Colgaba allí como una araña con forma humana. Sus ojos doloridos se clavaron en el compañero; la sangre los enmarcaba por ambos lados. La patada de Mike le había roto la nariz, aunque Henry no lo descubriría sino algo después—. Será mejor que lo sepas si no quieres que vaya por ti, mamón.

Los otros empezaron a subir la alambrada; Peter y Victor, con cierta reticencia; Belch y Moose, con tan pocas ganas como antes.

Mike no esperó más. Giró en redondo y corrió hacia la maleza. Henry vociferaba:

—¡Ya te cogeré, negro! ¡Ya te cogeré!

8

Los Perdedores habían llegado al otro lado del foso de grava, que era apenas una enorme depresión en la tierra cubierta de pastos, retirada tres años antes la última carga de grava. Todos se habían reunido alrededor de Stan para observar apreciativamente su paquete de cohetes. En ese momento se oyó la primera explosión. Eddie dio un salto, aún alterado por las pirañas que creía haber visto; no estaba seguro de cómo eran las pirañas de verdad, pero al menos estaba seguro de que no parecían grandes carpas con dientes.

—Tlanquilo, Eddie-san —dijo Richie, con su voz de coolí chino—. Sólo otlos niños tilando petaldos.

—E-e-eso da as-asco, Ri-richie —dijo Bill.

Los otros rieron.

—Tengo que insistir, Gran Bill —dijo Richie—. Siento que, si algún día llego a mejorar, podré conquistar tu amor.

Y arrojó besitos al aire. Bill le apuntó con un dedo. Ben y Eddie, juntos, sonreían.

De pronto, Stan Uris gorjeó una imitación de Paul Anka, espectralmente exacta:

Oh, I’m so young and you’re so old… This my darling I’ve been told…

—¡Sabe cantar! —chilló Richie con su voz de negrito esclavo—. ¡Dios bendito, este muchacho sabe cantar! —Y luego, con la voz de locutor de noticiero cinematográfico—: ¿Quiere firmar aquí, guapo, en la línea de puntos? —Richie rodeó con un brazo los hombros de Stan y lo favoreció con una gigantesca sonrisa—. Te haremos crecer el pelo, muchacho. Te daremos una gui-ta-rra. Te…

Bill le dio dos puñetazos en el brazo, uno tras otro, sin mucha fuerza. Todos estaban entusiasmados por la perspectiva de encender los cohetes.

—Abre los paquetes, Stan —dijo Beverly—. Tengo cerillas.

Todos volvieron a reunirse en círculo mientras Stan abría cuidadosamente el paquete de cohetes. La etiqueta negra tenía exóticas letras chinas y una sobria advertencia que hizo reír a Richie. «No lo sostenga en la mano después de encender la mecha», decía.

—Menos mal que lo advierten —comentó el chistoso—. Yo tenía la costumbre de retenerlos después de encender la mecha. Pensaba que era la forma de curarse esos molestos padrastros.

Con lentitud casi reverencial, Stan retiró el celofán rojo y ordenó los tubos de cartón, azules, rojos y verdes, en la palma de la mano. Las mechas estaban trenzadas.

—Voy a desenredar las… —empezó a decir.

Y entonces se oyó una explosión mucho más fuerte. El eco rodó lentamente por Los Barrens. Una nube de gaviotas se elevó desde el lado oriental del vertedero, entre grandes chillidos. Entonces todos saltaron. Stan dejó caer los cohetes y tuvo que levantarlos.

—¿Qué fue eso? ¿Dinamita? —preguntó Beverly, nerviosa.

Miraba a Bill, cabeza erguida y ojos dilatados. Nunca lo había visto tan hermoso… pero había algo demasiado alerta, demasiado tenso en la actitud de su cabeza. Era como el venado que olfatea un incendio.

—Creo que ha sido un M-80 —dijo Ben, tranquilamente—. El año pasado, el 4 de julio, en el parque unos chicos de la secundaria tenían dos. Los pusieron en un cubo de acero de la basura. Hicieron un ruido así.

—¿Y agujerearon el balde, Parva? —preguntó Richie

—No pero se abolló hacia afuera, como si dentro hubiera un enano que le hubiera dado un buena patada. Se fueron corriendo.

—La explosión fuerte sonó más cerca —comentó Eddie, mirando a Bill.

—Bueno, ¿vamos a encender éstos o no? —preguntó Stan. Había destrenzado diez o doce, antes de guardar pulcramente el resto en el papel encerado para usarlos después.

—Claro —dijo Richie.

—Gu-gu-guárdalos.

Todos miraron a Bill con aire interrogante, algo asustados, más por su tono abrupto que por sus palabras.

—Gu-gu-guárd-guárdalos —repitió Bill, con la cara contraída por el esfuerzo de pronunciar el vocablo—. V-v-va a p-p-pasar a-a-algo.

Eddie se pasó la lengua por los labios. Richie se ajustó las gafas al puente de la nariz sudorosa empujándolas con el pulgar. Ben se acercó a Beverly sin siquiera pensarlo.

Cuando Stan abría la boca para decir algo, se produjo otra explosión, más leve: otro cohete.

—Pi-piedras —ordenó Bill—. Pi-piedras. P-p-pro-proyectiles.

Y Bill empezó a recoger piedras metiéndolas en sus bolsillos hasta que estos quedaron abultados. Los otros lo miraban como si lo creyeran loco… y entonces Eddie sintió que se le cubría la frente de sudor. De pronto comprendió cómo era un ataque de malaria. Había sentido algo parecido el día en que él y Bill conocieron a Ben, el día en que Henry Bowers le había hecho sangrar la nariz. Pero eso era peor. Tal vez, eso anunciaba que Los Barrens se iban a convertir, por un rato, en Hiroshima.

Ben empezó a recoger piedras. Luego Richie, moviéndose con celeridad, ya sin hablar. Las gafas le resbalaron del todo y cayeron al suelo, tintineantes. Las plegó con aire distraído y se las guardó en la camisa.

—¿Por qué has hecho eso, Richie? —preguntó Beverly. Su voz sonaba débil, demasiado tensa.

—No sé, tesorito —dijo él. Y siguió juntando piedras.

—Beverly, tal vez sería mejor que…, eh…, volvieras al vertedero por un rato —dijo Ben, con las manos llenas de piedras.

—Me cago en el consejo —dijo ella—. Deja de joder, Ben Hanscom.

Y también ella se agachó para juntar proyectiles.

Stan los observaba, pensativo; estaban buscando piedras como granjeros lunáticos. Por fin empezó a imitarlos con los labios comprimidos en una línea fina y mojigata.

Eddie experimentó aquella familiar sensación de ahogo. Su garganta se estaba reduciendo a un pinchazo de alfiler.

Ahora no, maldición —pensó—. Ahora no, que mis amigos me necesitan. Como dijo Bev, me cago en eso.

Y también empezó a recoger piedras.

9

Henry Bowers había crecido demasiado y demasiado aprisa como para ser ágil o rápido en circunstancias ordinarias; pero esas circunstancias distaban mucho de lo ordinario. Estaba en un frenesí de dolor e ira que le prestaban un efímero genio físico, ajeno al pensamiento. Porque el pensamiento consciente había desaparecido; sentía la mente como si fuera un incendio de pastos al caer la tarde, totalmente roja y gris de humo. Partió tras Mike Hanlon como un toro tras el capote rojo.

Mike seguía un sendero rudimentario a lo largo del gran foso, senda que, a su debido tiempo, lo llevaría al vertedero. Pero Henry estaba demasiado enloquecido como para prestar atención a sutilezas tales como un sendero: avanzaba a saltos entre matorrales y espinos, en línea recta, sin sentir los diminutos cortes de las espinas ni las bofetadas de las ramas en la cara, el cuello y los brazos. Lo único que le interesaba era la cabeza rizada del negro que se iba acercando. Tenía uno de los M-80 en la mano derecha y una cerilla de madera en la izquierda. Cuando alcanzara al negro, la encendería, la acercaría a la mecha y metería el cohete en la bragueta de aquel negro.

Mike sabía que Henry iba ganando distancia y que los otros lo seguían de cerca. Trató de aumentar su velocidad, ya muy asustado; mantenía el pánico a raya sólo mediante un esfuerzo de voluntad. Al cruzar las vías se había torcido el tobillo; la lesión era más grave de lo que pareció en principio y ya estaba cojeando. El ruidoso avance de Henry le evocaba desagradables imágenes: era como ser perseguido por un perro asesino o un oso encolerizado.

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