It (Eso) – Stephen King

Cerró los ojos y dijo:

—Tengo cierto negocio en Derry, ¿comprende? No sé cuánto me llevará la transacción. ¿Qué le parecen tres días con posibilidad de prórroga?

—¿Con posibilidad de prórroga? —repitió el empleado, dubitativo. Rich esperó, paciente, a que el tío procesara aquello en su mente—. ¡Ah, comprendo! ¡Me parece muy bien!

—Gracias; y… ejem…, espero que pueda votar por nosotros en noviembre —dijo John F. Kennedy—. Jackie quiere… ejem…, redecorar el Despacho Oval y yo tengo un puesto preparado para mí… ejem…, hermano Bobby.

—¿Señor Tozier?

—Sí.

—Ah…, me parece que la línea se cruzó por algunos segundos.

Sólo un antiguo camarada del DOP[7] —pensó Rich—. Del Dead Old Party, por si quieres saberlo. No te preocupes por eso. —Le recorrió un escalofrío y volvió a decirse, casi con desesperación—: Estás bien, Rich.

—Yo también lo oí —dijo—. Líneas cruzadas, seguro. ¿Cómo quedamos con lo de esas habitaciones?

—No hay problema —dijo el empleado—. Aquí en Derry hacemos negocio, pero no demasiado.

—¿De veras?

Oh, ayuh —asintió el empleado.

Rich volvió a estremecerse. Había olvidado eso, también: ese simple modismo de Nueva Inglaterra que reemplaza al sí. Oh, ayuh.

¡Te voy a coger, basura!, aulló la voz fantasmal de Henry Bowers. Y él sintió que más criptas se resquebrajaban dentro de él. El hedor que percibía no era el de los cadáveres putrefactos, sino el de los recuerdos podridos y eso era, de algún modo, peor.

Dio al empleado del «Town House» su número de la American Express y colgó. Luego llamó a Steve Covall, director de programación de la «KLAD».

—¿Qué pasa, Rich? —preguntó Steve.

El último sondeo de audiencia había demostrado que la «KLAD» ocupaba el primer puesto en el canibalístico mercado del «rock-FM» en Los Ángeles. Desde entonces, Steve estaba de excelente humor —gracias a Dios por los pequeños favores.

—Bueno, tal vez lamentes haberlo preguntado —dijo a Steve—. Voy a lanzarme a la carretera.

—A tomar… —oyó el fruncido en la voz de Steve—. Creo que no te entiendo, Rich.

—Que tengo que ponerme las botas de leguas. Que me largo.

—¡Cómo que te vas! Según el programa que tengo aquí, bien delante de mis ojos, sales al aire mañana desde las dos a las seis de la tarde, como siempre. Más aún, a las cuatro entrevistas a Clarence Clemons en los estudios. ¿Conoces a Clarence Clemons, Rich?

—Clemons puede hablar perfectamente con Mike O’Hara en vez de hacerlo conmigo.

—Clarence no quiere hablar con Mike, Rich. No quiere conversar con Bobby Russel. Ni conmigo. Clarence es un fanático de Buford Kissdrivel y de Wyatt, el Homicida de la Bolsa. Quiere hablar contigo, amigo mío. Y no tengo ningún interés en encontrarme con un furioso saxofonista de ciento veinte kilos que estuvo a punto de ser fichado por un equipo profesional de rugby, poniéndose frenético en mi estudio.

—No tiene fama de frenético —dijo Rich—. Y estamos hablando de Clarence Clemons, no de Keith Moon.

Hubo un silencio en la línea. Rich esperó, con paciencia.

—Estás bromeando, ¿verdad? —preguntó Steve, al fin. Sonaba quejumbroso—. Porque, a menos que haya muerto tu madre, que te hayan descubierto un tumor cerebral o algo por el estilo, esto es una putada.

—Tengo que irme, Steve.

—Entonces, ¿está enferma tu madre? ¿O murió?, Dios no lo permita.

—Murió hace diez años.

—¿Tienes un tumor cerebral?

—Ni siquiera un pólipo rectal.

—No le veo la gracia, Rich.

—No.

—Te estás portando como un maldito tramposo y eso no me gusta.

—A mí tampoco, pero tengo que irme.

—¿Adónde? ¿Por qué? ¿De qué se trata? Dímelo a mí.

—Me llamó alguien. Alguien a quien conocí hace mucho tiempo. En otro lugar. En aquella época sucedió algo. Hice una promesa. Todos prometimos que volveríamos si ese algo volvía a empezar. Y parece que ha empezado.

—¿De qué algo estás hablando, Rich?

—Preferiría no decírtelo. —Además, si te dijera la verdad me tomarías por loco: no recuerdo nada.

—¿Cuándo hiciste esa famosa promesa?

—Hace mucho tiempo. En el verano de mil novecientos cincuenta y ocho.

Hubo otra larga pausa. Sin duda, Steve Covall estaba tratando de decidir si Rich Discos Tozier, alias Buford Kissdrivel, alias Wyatt el Homicida de la Bolsa, etcétera, etcétera, le estaba tomando el pelo o estaba sufriendo una especie de colapso mental.

—Serías apenas un niño —dijo Steve, secamente.

—De once años. Para doce.

Otra larga pausa. Rich esperaba, paciente.

—Está bien —dijo Steve—. Cambiaré los turnos. Haré que Mike te reemplace. Puedo llamar a Chuck Foster para que haga algunos turnos, supongo, si descubro en qué restaurante chino se ha refugiado últimamente. Voy a hacer todo esto porque hemos sido amigos durante mucho tiempo. Pero no olvidaré jamás que me dejaste plantado, Rich.

—Corta el rollo —dijo Rich. Pero su dolor de cabeza iba de mal en peor. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. ¿O Steve lo tomaba por un inconsciente?—. Necesito algunos días de licencia. Eso es todo. Y tú te portas como si te hubiera cagado todos los planes.

—Algunos días de licencia ¿para qué? ¿Para la reunión de ex boy scouts en las Cataratas de Letrina, Dakota del Norte, o en Villa Fregona, Virginia?

—En realidad, creo que es en las Cataratas de Letrina, Arkansas, viejo —dijo Buford Kissdrivel con su gran Voz de barril vacío.

Pero Steve no se dejó distraer.

—¿Todo porque hiciste una promesa cuando tenías once años? ¡A los once años no se hacen promesas en serio, por el amor de Dios! Y aunque así fuera, Rich, tú me comprendes. Aquí no estamos en una compañía de seguros ni en un despacho de abogados, sino el mundo del espectáculo, por Dios, y ya sabes de qué se trata, coño. Si me hubieras avisado una semana atrás no estaría como estoy, con el teléfono en una mano y una botella de whisky en la otra. Me estás poniendo entre la espada y la pared y lo sabes, así que no insultes mi inteligencia.

Steve estaba hablando casi a gritos. Rich cerró los ojos. No olvidaré jamás, había dicho Steve y Rich suponía que era cierto. Pero Steve también había dicho que los chicos de once años no hacen promesas en serio y eso no tenía nada de cierto. Rich no recordaba cuál había sido la promesa y ni siquiera estaba seguro de querer recordarlo, pero había sido muy en serio.

—Tengo que irme, Steve.

—Sí y ya te dije que me las puedo arreglar. Así que vete, vete y déjame plantado, maldita sea.

—Steve, estás llev…

Pero Steve ya había colgado. Rich hizo lo propio. En el momento en que se alejaba, el teléfono volvió a sonar. Aun antes de atender, supo que era otra vez Steve, más furioso que nunca. A esas alturas no serviría de nada hablar con él, no conseguiría más que empeorar las cosas. Deslizó hacia la derecha la llave que el aparato tenía a un lado y la llamada enmudeció en medio de un timbrazo.

Subió la escalera, sacó dos maletas del armario y las llenó echando apenas una mirada al montón de ropa: vaqueros, camisas, ropa interior, calcetines. Sólo después descubriría que había llevado sólo ropa de niño. Transportó las maletas a la planta baja.

En la pared del comedor había una fotografía del Gran Sur, en blanco y negro, tomada por Ansel Adams Rich, la hizo girar sobre los goznes ocultos poniendo al descubierto una gran caja de hierro. Después de abrirla, se abrió paso entre los papeles (aquí, la casa, cómodamente instalada entre la falla geográfica y la banda de protección contra incendios, diez hectáreas de bosques en Idaho, un manojo de acciones). Había comprado las acciones aparentemente al azar (su corredor de Bolsa se agarraba la cabeza cuando lo veía llegar), pero todas habían subido con el correr de los años. A veces le sorprendía que era casi (no del todo, pero sí casi) rico. Todo por cortesía del rock and roll… y de las Voces, por supuesto.

Una casa, bosques, acciones, póliza de seguro y hasta una copia de su último testamento. Las ligaduras que te sujetan al mapa de tu vida, pensó.

Sintió un impulso, súbito y salvaje, de sacar el encendedor y prender fuego a toda esa basura de Por-la-presente y Por-lo-tanto y El-portador-de-este-certificado… Y bien podía hacerlo: los papeles de su caja fuerte habían perdido, de pronto, todo significado.

En ese momento le embargó el primer terror auténtico, y no tenía nada de sobrenatural. Era sólo la súbita conciencia de que resultaba muy fácil acabar con la propia vida. Eso no daba tanto miedo. Simplemente, se acercaba el ventilador a lo que se había recolectado durante años y se lo encendía. Fácil. Era cuestión de quemarla o aventarla y entonces lanzarse a la carretera.

Detrás de los papeles, que eran sólo primos segundos del efectivo, estaba el efectivo de verdad. Cuatro mil dólares en billetes de a diez, veinte y cincuenta.

Al cogerlo para guardárselos en el bolsillo de los vaqueros se preguntó si acaso no había sabido lo que estaba haciendo al poner allí el dinero: cincuenta un mes, ciento veinte el siguiente, a lo mejor sólo diez el próximo. Dinero de viejo escondido en los agujeros de las ratas. Dinero para lanzarse a la carretera.

«Terrorífico, macho», se dijo, notando apenas su propia voz. Tenía los ojos perdidos en la playa que aparecía a través del ventanal. Estaba desierta, los chicos del surfing se habían marchado; la pareja de luna de miel (si eso eran), también.

Pues sí, doctor, ahora lo recuerdo todo. ¿Recuerda a Stanley Uris, por ejemplo? Puede apostar su pellejo… ¿Recuerda cómo solíamos decir eso creyendo que era el gran chiste? Los gamberros le llamaban Stanley Urina. «¡Eh, Urina! ¡Eh, maldito asesino de Cristo! ¿Adónde vas? ¿A que uno de tus amigos maricones te la chupe?»

Cerró la caja fuerte con violencia y volvió a dejar el cuadro en su sitio de un manotazo. ¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba en Stanley Uris? Rich se había marchado de Derry con su familia en la primavera de 1960 y qué pronto se habían desvanecido todas aquellas caras, su pandilla, ese triste puñado de perdedores con su caseta en lo que se llamaba entonces Los Barrens[8], gracioso nombre para un lugar de tan lujuriosa vegetación. Fingiéndose exploradores en la selva o marines luchando en los archipiélagos del Pacífico tomados por los japoneses, fingiéndose constructores de presas, vaqueros, hombres del espacio en un mundo selvático, fingiéndose todo lo que a uno se le puede ocurrir, pero se le ocurra lo que se le ocurra, no olvidemos de qué se trataba en realidad: se trataba de esconderse. Esconderse de los matones. Esconderse de Henry Bowers y de Victor Criss y de Belch Huggins y de todos los demás. Qué hatajo de perdedores habían sido: Stanley Uris con su narizota de chico judío; Bill Denbrough, que no podía decir otra cosa que «¡Hai-yo, Silver!» sin tartamudear de tal manera que lo sacaba a uno de quicio; Beverly Marsh, con sus moretones y sus cigarrillos enrollados en las mangas de la blusa; Ben Hanscom, tan enorme que parecía la versión humana de Moby Dick y Richie Tozier, con sus gafas gruesas y sus sobresalientes y su boca sabihonda y su cara pidiendo que la transformasen a golpes en formas nuevas y estimulantes. ¿Había una palabra que resumiese lo que habían sido? Oh, sí. Siempre la hubo. Le mot juste. En este caso, le mot juste era desastres.

Cómo volvía… cómo volvía todo… y allí estaba, en su madriguera, temblando con el desamparo de un pájaro sin nido en medio de una tormenta, temblando porque recordaba mucho más que a aquellos chicos de la infancia. Había otras cosas, cosas que en muchos años no habían vuelto por su cabeza, cosas que ahora temblaban rozando la superficie.

Cosas sangrientas.

Una oscuridad. Qué oscuridad.

La casa de la calle Neibolt y Bill gritando: ¡Tú, m-m-mataste a mi hermano, hijo de p-p-puta!

¿Lo recordaba ahora? Lo justo para no querer recordar nada más. Puedes apostar tu pellejo.

Un olor a basura, un olor a mierda y un olor a algo más. Algo peor que la mierda y la basura. Era el olor de la bestia, el olor de Eso, allá en la oscuridad, bajo Derry, donde las máquinas atronaban incesantemente.

Se acordó de George…

Pero eso fue demasiado. Corrió al baño, tropezando en el trayecto con su poltrona; estuvo a punto de caer. Llegó… pero apenas. Patinó por los lustrosos mosaicos hasta el inodoro, de rodillas, como un loco bailarín de breakdance; agarrándose a los bordes, vomitó cuanto tenía en las entrañas. Pero ni siquiera así se le pasó. De pronto vio a Georgie Denbrough como si hubiera estado con él el día anterior. George, que había sido el comienzo de todo; Georgie, asesinado en el otoño de 1957. Georgie había muerto justo después de la inundación, con uno de los brazos arrancado de su articulación, y Rich había bloqueado todo en su memoria. Pero a veces esas cosas vuelven, claro que sí. Vuelven, a veces vuelven.

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