»Mientras funcionan, a nadie le importa. Cuando dejan de funcionar, el departamento de aguas envía a tres o cuatro pobres tíos que deben descubrir qué bomba se estropeó o dónde está el atascamiento. Y cuando bajan, más les vale prepararse. Está oscuro, huele mal y hay ratas. Todos son buenos motivos para no meterse, pero hay otro más importante: que uno puede perderse. No sería la primera vez.
Perdidos debajo de Derry. Perdidos en las cloacas. Perdidos en la oscuridad. La idea era tan horrible, tan escalofriante, que Bill enmudeció por un momento. Luego dijo:
—Pero ¿nunca ma-ma-mandaron a alguien para que hiciera un mapa…?
—Tengo que terminar estas clavijas —dijo Zack abruptamente, volviéndole la espalda—. Ve a ver qué echan por la tele.
—Pe-pe-pero, pa-papá…
—Anda, Bill.
Y Bill sintió otra vez la frialdad. Esa frialdad convertía las cenas en una especie de tortura mientras su padre hojeaba publicaciones especializadas en electricidad (quería conseguir un ascenso para el año siguiente) y su madre leía sus interminables novelas de misterio británicas: Marsh, Sayers, Innes, Allingham. Comiendo en esa frialdad, la comida perdía su sabor; era como comer cenas congeladas que nunca habían visto el horno. A veces, después, subía a su dormitorio y se tendía en la cama sujetando su contraído estómago y pensaba: Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto los espectros. Pensaba en eso cada vez más desde la muerte de Georgie, aunque hacía dos años que su madre le había enseñado el trabalenguas. En su mente había tornado un sentido de talismán: el día en que pudiese acercarse a su madre y pronunciar esa frase sin tartamudear ni detenerse, mirándola a los ojos, la frialdad se disiparía y a ella se le iluminarían los ojos y lo abrazaría, diciendo: «¡Magnífico, Billy! ¡Qué bien, qué bien!».
Naturalmente, no había contado eso a nadie. No habrían podido arrancárselo ni arrastrándolo con caballos salvajes; ni el potro ni el látigo le habrían hecho renunciar a esa fantasía secreta que guardaba en el centro mismo de su corazón. Si llegaba a pronunciar esa frase, la que ella le había enseñado como por casualidad, una mañana de sábado, mientras él y Georgie veían dibujos animados en la tele, eso sería como el beso que había despertado a la Bella Durmiente de su frío sueño para volverla al cálido mundo del amor del Príncipe Azul.
Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto los espectros.
Tampoco se lo contó a sus amigos aquel 3 de julio. En cambio, les explicó lo que su padre le había dicho sobre los sistemas cloacales y de desagüe de Derry. Era un niño al que las invenciones le surgían fácil y naturalmente (a veces, con más facilidad que la verdad); por lo tanto, la escena que pintó fue muy diferente de la que había servido de marco a la conversación: él y su padre, dijo, habían estado viendo la tele y tomando café juntos.
—¿Tu padre te deja tomar café? —preguntó Eddie.
—P-p-por sup-supuesto.
—Oh —exclamó Eddie—. Mi madre no me deja. Dice que la cafeína es peligrosa. —Hizo una pausa—. Pero ella toma a montones.
—Mi padre me deja tomar café, si quiero —dijo Beverly—. Pero si supiera que fumo, me mataría.
—¿Por qué estáis tan seguros de que está en las cloacas? —preguntó Richie, mirando alternativamente a Bill y a Stan Uris.
—P-p-porque t-t-todo apunta allí —dijo Bill—. L-l-las voces que oyó Be-be-beverly ve-venían del sumidero. Y la s-s-sangre. C-cuando el pa-payaso nos p-p-persiguió, esos b-botones naranja estaban junto a una b-b-boca de a-alcantarilla. Y Ge-georgie…
—No era un payaso, Gran Bill —dijo Richie—. Ya te lo he dicho. Ya sé que parece una locura, pero era un hombre-lobo. —Miró a los otros, a la defensiva—. Lo juro. Yo lo vi.
Bill dijo:
—Para ti fue un hom-b-b-bre-l-l-lobo.
—¿Eh?
—¿N-no te das c-c-cuenta? Tú viste un homb-bre-l-l-lobo por la pe-película que d-d-dieron en el A-a-aladdin.
—No entiendo.
—Creo que yo sí —apuntó Ben, en voz baja.
—F-f-fui a la bi-biblioteca y lo b-b-busqué —insistió Bill—. Creo que es un gl-gl… —Hizo una pausa, forzando la garganta, y lo escupió—: Glamour.
—¿Clamor? —preguntó Eddie, dubitativo.
—G-g-glamour —corrigió Bill—. Con G de g-g-gato.
Les habló de lo que decía la enciclopedia sobre el tema y sobre un capítulo que había leído en cierto libro llamado La verdad de la noche. El glamour, les dijo, era el nombre gaélico de la criatura que estaba asolando Derry; otras razas y otras culturas tenían nombres diferentes para designarlo, pero todos significaban lo mismo. Los indios de las llanuras lo llamaban manitú; a veces tomaba la forma de un puma, un alce o un águila. Esos mismos indios creían que, a veces, el espíritu de un manitú podía entrar en una persona; en esos casos, ellos podían dar a las nubes la forma de los animales que daban nombre a sus casas. Los himalayos le llamaban tallus o taelus; era un ser mágico y maligno que podía leer los pensamientos y asumir la forma de aquello que uno más temía. En Europa central se lo había llamado eylak, hermano del vurderlak o vampiro. En Francia era le loup-garou, «el que cambia de piel», concepto torpemente traducido por hombre-lobo. Pero Bill les dijo que le loup-garou (que él pronunciaba «le lup-garú») podía convertirse en cualquier cosa: en lobo, halcón, oveja y hasta en bicho.
—¿Y alguno de esos libros decía cómo vencer a un glamour? —preguntó Beverly.
Bill hizo un gesto de asentimiento, pero no parecía muy esperanzado.
—Los him-himalayos tenían un ri-ri-rito para de-de-deshacerse de e-e-él, pero es as-asqueroso.
Lo miraron. No querían oírlo, pero era preciso.
—Ses-se llamaba ri-rito de Ch-Chüd —dijo Bill, y pasó a explicarlo.
El santón de los himalayos rastreaba al taelus. El taelus sacaba la lengua. Entonces uno hacía lo mismo. Se superponían las lenguas y los dos mordían con fuerza, hasta quedar como injertados, ojo contra ojo.
—Ay, tengo ganas de vomitar —dijo Beverly, rodando en la tierra.
Ben le dio una palmadita vacilante en la espalda; luego miró alrededor para ver si alguno se había dado cuenta. Nadie; los otros miraban a Bill, hipnotizados.
—¿Y entonces? —preguntó Eddie.
—B-b-bueno, pa-parece una l-l-locura, pero el libro d-d-dice que entonces empezaban a c-c-contar chi-chistes y adivinanzas.
—¿Qué? —exclamó Stan.
Bill asintió, con la cara del periodista que desea hacer saber, sin decirlo directamente, que no es él quien fabrica la noticia, que se limita a transmitirla.
—A-Así. Pri-primero el monstruo, el t-t-taelus, c-cuenta uno; des-después el santón, y así, p-p-por tu-turnos…
Beverly volvió a sentarse, con las rodillas contra el pecho y las manos cruzadas a la altura de las pantorrillas.
—No me explico cómo pueden hablar con las lenguas… clavadas de ese modo.
Richie, inmediatamente, sacó la lengua, la sujetó con los dedos y entonó:
—¡Mi padre trabaja en un cagadero!
Eso los hizo reír a todos a carcajadas, aunque en el fondo era un chiste muy tonto.
—A-a-a lo m-mejor era por t-t-telepatía. P-p-pero s-si el hu-hu-humano reía pri-primero, a ppp-esar del do-do-do…
—¿Dolor? —preguntó Stan.
Bill asintió.
—… entonces el taelus lo ma-ma-mataba y se lo c-c-comía. El alma, supongo. P-p-pero si el ho-hombre hacía reír p-p-primero al t-taelus, él se tenía que ir lejos p-p-por ci-cien a-a-años.
—Y el libro, ¿no dice de dónde viene algo así? —preguntó Ben.
Bill negó con la cabeza.
—¿Te crees algo de todo eso? —preguntó Stan, como si quisiera burlarse, pero sin hallar fuerza mental ni moral para hacerlo.
Bill se encogió de hombros.
—C-c-c-casi lo c-creo.
Parecía a punto de decir algo más, pero meneó la cabeza y guardó silencio.
—Eso explica muchas cosas —dijo Eddie, lentamente—. El payaso, el leproso, el hombre-lobo… —Miró a Stan—. Y los niños muertos, también, supongo.
—Este trabajo es a medida para Richard Tozier —dijo Richie, con la voz de locutor de noticiero cinematográfico—. El hombre de los mil chistes y los seis mil acertijos.
—Si te lo encargáramos a ti, nos mataría a todos —dijo Ben—. Lentamente. Con gran sufrimiento.
Todos volvieron a reír.
—Bueno, pues entonces ¿qué hacemos? —inquirió Stan.
Una vez más, Bill sólo pudo mover la cabeza… y sintió que casi lo sabía. Stan se levantó.
—Vámonos a otra parte —dijo—. Se me está durmiendo el culo.
—A mí me gusta estar aquí —dijo Beverly—. Hay sombra y se está bien. —Echó un vistazo a Stan—. Supongo que quieres hacer cosas de críos, como ir al vertedero a romper botellas a pedradas.
—A mí me gusta romper botellas a pedradas —dijo Richie, levantándose junto con Stan—. Es que llevo dentro a un James Dean, nena. —Se levantó el cuello de la camisa y empezó a caminar a grandes pasos, como Dean en Rebelde sin causa—. Me hacen sufrir —dijo, con cara de malhumor, rascándose el pecho—. Ya entiendes, claro. Mis padres. La escuela. La so-cie-DAD. Todos. Son las presiones, nena. Es…
—Es una porquería —dijo Beverly, con un suspiro.
—Tengo algunos cohetes —dijo Stan.
Todos se olvidaron de los glamoures, los manitúes y la mala imitación de Richie al ver el paquete de cohetes que Stan acababa de sacar de su bolsillo. Hasta Bill quedó impresionado.
—P-por Dios, St-St-Stan, ¿de d-d-dónde los has sacado?
—Me los dio ese chico gordo con el que voy a la sinagoga algunas veces. Se los cambié por revistas de Superman y La pequeña Lulú.
—¡Vamos a hacerlos estallar! —exclamó Richie, feliz hasta la apoplejía—. Vamos a hacerlos estallar, Stanny, y no le diré a nadie que tú y tu papá mataron a Jesucristo, lo prometo, ¿qué te parece? Diré que tienes la nariz pequeña, Stanny. ¡Les diré que no estás circuncidado!
Ante eso, Beverly empezó a chillar de risa. Parecía estar muy cerca de la apoplejía, ella también, y se cubrió la cara con las manos. Bill rió. Eddie rió. Al cabo de un momento, hasta Stan los imitó. Esas risas flotaron sobre la ancha corriente del Kenduskeag, en aquella víspera del día de la Independencia; era un sonido de verano, brillante como rayos de sol rebotando en el agua. Ninguno de ellos vio los ojos naranja que los miraban fijamente desde un matorral de espinos y moras silvestres, a la izquierda. Esas zarzas cubrían la ribera a lo largo de diez metros. En el centro había un agujero Morlock. Era desde ese tubo de cemento sobresaliente que miraban aquellos ojos, del diámetro de barriles.
5
Si Mike tropezó con Henry Bowers y su no muy alegre banda aquel mismo día, fue por ser víspera del glorioso 4 de julio. La escuela religiosa tenía una banda en la que Mike tocaba el trombón. El día 4, la banda marcharía en el desfile anual tocando himnos y marchas. Era una ocasión que Mike esperaba ansiosamente desde hacía más de un mes.
Fue caminando al último ensayo porque su bicicleta tenía la cadena salida. Debía estar allí a las dos y media, pero salió de su casa a la una, porque quería limpiar su trombón, guardado en la sala de música, hasta que brillara. Aunque sus ejecuciones no eran mucho mejores que las voces de Richie, le gustaba el instrumento; cuando se sentía triste, media hora de trombonazos le animaba a la perfección. Llevaba en un bolsillo una lata de pulidor de metales y, colgando de la cadera, dos o tres trapos limpios. Nada más lejos de sus pensamientos que la existencia de Henry Bowers.
Si hubiera echado un vistazo atrás al aproximarse a Neibolt Street, todo habría cambiado, pues allí estaban Henry, Victor, Belch, Peter Gordon y Moose Sadler, detrás de él, a lo ancho de toda la carretera. Y si ellos hubieran salido de la casa de Bowers cinco minutos después, cuando Mike estuviese ya fuera de vista, tras la loma siguiente, la apocalíptica batalla a pedradas y todo lo que siguió habrían sucedido de otro modo o nada de todo eso habría pasado.
Pero fue el mismo Mike, años después, quien sugirió que ninguno de ellos, tal vez, era dueño de sus propios actos en los eventos de ese verano; que si la suerte y el libre albedrío hubieran desempeñado algún papel, había sido ínfimo. Señalaría varias coincidencias sospechosas en aquel almuerzo del reencuentro, pero había una, al menos, de la que él no tenía conciencia.
Aquel día, la reunión en Los Barrens se interrumpió cuando Stan Uris sacó los cohetes y el Club de los Perdedores se encaminó al vertedero para hacerlos estallar. Mientras tanto, Victor, Belch y los otros habían ido a la granja de los Bowers porque Henry tenía cohetes, buscapiés y M-80 (cuya posesión se convertiría en delito pocos años después). Los gamberros pensaban bajar a la carbonera del patio del ferrocarril para hacerlos estallar.