—¿Quién es este bastardo?
—¿Eh? ¿Quién?
—Denbrough. Denbrough. —Sacudió el libro frente a la cara de ella, impaciente. De pronto la abofeteó con el volumen. La mejilla de Kay ardió de dolor y tomó un color rojo opaco, como de brasas—. ¿Quién es?
Ella empezó a comprender.
—Eran amigos. En la infancia. Los dos vivían en Derry.
Él volvió a pegarle con el libro, desde el otro lado.
—Por favor… —sollozó ella—. Por favor, Tom.
Tom acercó una silla de estilo colonial, de gráciles patas, la puso frente a ella y se sentó a horcajadas mirándola por encima del respaldo.
—Escúchame —dijo—. Escucha a tu tío Tommy. ¿Puedes prestar atención, zorra feminista?
Ella asintió. Sentía gusto a sangre, caliente y cobriza. Su hombro era un incendio. Rezó para que estuviera sólo dislocado y no roto. Pero eso no era lo peor. La cara. Me iba a destrozar la cara…
—Si llamas a la policía y dices que estuve aquí, lo negaré. No puedes probar una mierda. La criada tiene el día libre y estamos solitos. Puede que me arresten igual, por supuesto, porque todo es posible, ¿no?
Ella se descubrió asintiendo otra vez, como si su cabeza estuviera sujeta a un hilo.
—Por supuesto. Y lo que haré entonces será pagar la fianza y venir volando. Entonces encontrarán tus tetas en la mesa de la cocina y tus ojos en la pecera. ¿Me entiendes? ¿Entiendes bien al tío Tommy?
Kay rompió otra vez en lágrimas. Ese hilo atado a su cabeza seguía funcionando, la subía y la bajaba.
—¿Por qué?
—¿Qué?
—¡Despierta, por el amor de Dios! ¿Por qué volvió allá?
—¡No lo sé! —Kay estaba casi aullando.
Él meneó el florero roto.
—No lo sé —insistió, en voz más baja—. Por favor. No me lo dijo. Por favor, no me hagas daño…
Tom arrojó el florero a la papelera y se levantó. Se fue sin mirar atrás: un oso enorme, desgarbado.
Kay fue tras él y cerró la puerta con llave. Corrió a la cocina y cerró también esa puerta. Tras una pausa, subió la escalera, renqueando, tan deprisa como se lo permitía el vientre dolorido, para cerrar las puertas-ventanas que daban a la galería superior. No era imposible que él decidiera trepar por una de las columnas y volver a entrar así. Estaba herido, pero también estaba loco.
Se acercó al teléfono por primera vez, pero no había hecho sino posar la mano en él cuando recordó aquella advertencia. Lo que haré entonces será pagar la fianza y venir volando. Entonces encontrarán tus tetas en la cocina y tus ojos en la pecera.
Apartó la mano del teléfono.
Entró en el baño, y contempló su nariz de tomate, chorreante, su ojo negro. No lloró. La vergüenza y el espanto eran demasiado para llorar. Oh, Bev, hice lo que pude, querida. Pero mi cara… dijo que me destrozaría la cara…
En el botiquín tenía Darvon y Valium. Acabó por tomar uno de cada uno. Luego fue a las Hermanas de la Misericordia para que la atendieran y allí conoció al doctor Geffin; por el momento, era el único hombre a quien no habría borrado gustosamente de la faz de la tierra.
Y desde allí a casa otra vez, a casa otra vez, larí lará.
Se acercó a la ventana de su dormitorio para mirar afuera. El sol ya estaba bajo el horizonte. En la costa este estaría atardeciendo. En Maine eran más o menos las siete.
Más tarde decidirás qué hacer con la policía. Ahora, lo importante es prevenir a Beverly. Sería mucho más fácil, querida Bev, si me hubieras dicho dónde te hospedarías. Supongo que tú misma no lo sabías.
Aunque había dejado de fumar dos años antes, tenía cigarrillos en el cajón de su escritorio para casos de emergencia. Sacó uno del paquete, lo encendió e hizo una mueca; estaba rancio por completo. Lo fumó, de todos modos, con un párpado entrecerrado, para evitar el humo y el otro cerrado. Punto. Cortesía de Tom Rogan.
Trabajosamente, con la mano izquierda (el muy hijo de puta le había dislocado el brazo derecho), telefoneó a información de Maine y pidió nombre y número de todos los hoteles y moteles de Derry.
—Eso tardará un rato, señora —dijo la operadora, vacilando.
—Tardará más de lo que piensas, hermana —dijo Kay—. Tendré que escribir con la mano izquierda. Tengo la derecha de vacaciones.
—No es costumbre…
—Escúcheme —la interrumpió Kay, no sin amabilidad—. Llamo desde Chicago; estoy tratando de encontrar a una amiga que ha abandonado a su esposo para volver a Derry, su ciudad natal. Su esposo sabe a dónde fue. Me arrancó la información matándome a golpes. Ese hombre es un psicópata. Mi amiga debe estar informada de que él va a buscarla.
Hubo una larga pausa. Por fin, la operadora dijo, con voz decididamente más humana:
—Creo que lo que usted necesita es el número de la policía de Derry.
—Perfecto. Lo anotaré también. Pero debo prevenir a mi amiga —dijo Kay—. Y… —Pensó en las mejillas cortadas de Tom, en el chichón de su frente, en el de su sien, en su cojera y en sus labios horriblemente hinchados—. A lo mejor basta con advertirle que él va hacia allá.
Hubo una larga pausa.
—¿Me oye, hermana? —preguntó Kay.
—Albergue para chóferes Arlington —dijo la operadora—: 643-8146. Posada de Bassey: 648-4083. Hostal Bunyan…
—Más lento, ¿quiere? —pidió ella, escribiendo frenéticamente. Buscó un cenicero. Como no lo encontró, aplastó el cigarrillo en la superficie del escritorio—. Bueno, siga.
—Posada Clarendon…
4
A la quinta llamada tuvo suerte, en parte. Beverly Rogan estaba inscrita en el «Town House». Su suerte fue sólo parcial, porque Beverly había salido. Dejó su nombre, su número y un mensaje para que Bev la llamara en cuanto volviese, por tarde que fuese.
El empleado del hotel repitió el mensaje. Luego, Kay fue a la planta alta y tomó otro Valium. Después se acostó a esperar el sueño. El sueño no vino. Lo siento, Bev —pensó, mirando la oscuridad, flotando en la droga—. Lo que él dijo de mi cara… no pude soportarlo. Llama pronto, Bev. Por favor, llama pronto. Y cuídate de ese loco hijo de puta con quien te casaste.
5
El loco hijo de puta con quien Bev se había casado tuvo más suerte con las combinaciones de transportes de la que había tenido su mujer el día anterior porque salió de O’Hare, centro de la aviación comercial en la parte continental de los Estados Unidos. Durante el vuelo leyó una y otra vez la breve nota sobre el autor incluida en el volumen de Los rápidos negros. Decía que William Denbrough había nacido en Nueva Inglaterra y tenía otras tres novelas publicadas (también disponibles, se agregaba amablemente, en ediciones Signet). Vivía en California con su esposa, la actriz Audra Phillips. Por entonces estaba dedicado a otra novela. Al notar que esa edición de Los rápidos negros databa de 1976, Tom dio por sentado que, desde entonces, el sujeto habría escrito otras obras.
Audra Phillips… La había visto en el cine, ¿no? Rara vez prestaba atención a las actrices (Tom llamaba buenas películas a las de crímenes, persecuciones o monstruos), pero si esa nena era la que él pensaba, había reparado especialmente en ella porque se parecía muchísimo a Beverly: pelo largo y rojo, ojos verdes, tetas estupendas.
Se irguió un poquito en el asiento, dándose golpecitos en la pierna con la novela, tratando de olvidar que le dolían la cabeza y la boca. Sí, estaba seguro. Audra Phillips era la pelirroja de las tetas buenas. La había visto en una película con Clint Eastwood y, un año después, en otra de terror, llamada Luna de cementerio. En esa ocasión había ido con Beverly; al salir del cine, él le había mencionado que esa actriz se le parecía mucho. «No lo creo —había dicho Bev—. Yo soy más alta y ella es más bonita. Además, su pelo es de un tono más oscuro». Eso fue todo. Hasta el momento no había vuelto a pensar en el asunto.
Él y su esposa, la actriz Audra Phillips…
Tom tenía vagas nociones de psicología que había usado para manipular a su mujer durante todos sus años de casados. Y ahora lo carcomía una idea desagradable, más sensación que idea. Se centraba en el hecho de que Bev y ese Denbrough habían jugado juntos en la niñez y de que Denbrough se había casado con una mujer que, pese a la opinión de su mujer, se parecía asombrosamente a ella.
¿A qué habían jugado Denbrough y Beverly de niños? ¿A doctores? ¿A papás y mamás? ¿A la botellita?
¿A que otros juegos?
Tom, sin dejar de golpearse la pierna con el libro, sintió que le palpitaban las sienes.
Cuando llegó al aeropuerto internacional de Bangor y recorrió los mostradores de alquiler de automóviles, las chicas (algunas vestidas de amarillo, otras de rojo, otras de verde claro) observaron con nerviosismo su aspecto y le dijeron, con más nerviosismo aún, que no tenían automóviles para alquilar, lamentablemente.
Tom se acercó a un quiosco de periódicos y compró un diario de Bangor. Buscó inmediatamente los anuncios clasificados sin prestar atención al modo en que lo miraba la gente y eligió tres promisorios. Acertó con la segunda llamada.
—El diario dice que usted vende un furgón LTD, modelo 1976, por mil cuatrocientos dólares.
—Así es.
—Le propongo algo —dijo Tom, tocando la billetera de su bolsillo, gorda de efectivo: seis mil dólares—: tráigalo al aeropuerto y cerraremos el trato aquí mismo. Usted me da el coche y una factura de venta, más la documentación. Yo le doy el dinero en efectivo.
El dueño del LTD hizo una pausa. Luego adujo:
—Tendré que quitarle mis placas de identificación.
—Sí, como quiera.
—¿Su nombre, señor?
—Barr —dijo Tom, leyendo un cartel que rezaba: AEROLÍNEAS BAR HARBOR.
—Y, ¿cómo nos reconoceremos, señor Barr?
—Estaré esperándole junto a la puerta más alejada. Me reconocerá porque mi cara no está en muy buenas condiciones. Ayer fui a patinar con mi mujer y me di un golpe terrible. Tuve suerte, supongo, porque no hubo fracturas.
—Caramba, lo lamento, señor Barr.
—Ya pasará. Usted tráigame ese coche, amiguito.
Colgó y se acercó a la puerta para salir a la cálida y fragante noche de primavera.
El tío del LTD llegó diez minutos después. Era casi un niño. Cerraron trato. El chico le extendió una factura que Tom guardó en el bolsillo de su chaqueta con gesto indiferente, mientras el chico retiraba las placas de Maine.
—Te doy otros tres dólares por ese destornillador —dijo Tom, cuando la tarea estuvo terminada.
El chico le clavó una mirada pensativa, pero se encogió de hombros y le entregó la herramienta a cambio de los tres dólares que Tom le alargaba. No es asunto mío, decía el gesto. Y Tom pensó: Cuánta razón tienes, amiguito. Lo acompañó a tomar un taxi y se puso tras el volante del LTD.
Era una porquería: la transmisión chirriaba, había ruidos por todas partes, la carrocería resonaba y los frenos estaban flojos. No tenía importancia. Tom entró en el aparcamiento y estacionó junto a un Subaru que parecía llevar bastante tiempo allí. Usó el destornillador del chico para retirar las placas del Subaru y ponerlas en el LTD, canturreando mientras trabajaba.
A las diez de la noche iba hacia el este, por la carretera 2, con un mapa del estado abierto en el asiento, a su lado. Conducía en silencio, porque había descubierto que la radio del coche no funcionaba. No tenía importancia. Había mucho en que pensar. En todas las cosas fantásticas que haría con Beverly cuando la alcanzara, por ejemplo.
En el fondo de su alma, estaba muy seguro de que Beverly andaba cerca.
Y fumando.
Oh, querida mía, hiciste muy mal en joder a Tom Rogan. Ahora, la cuestión es qué vamos a hacer contigo.
El Ford volaba por la noche persiguiendo la luz de sus faros. Al llegar a Newport, Tom ya lo sabía. Buscó una tienda abierta y compró un cartón de Camel. El propietario le dio las buenas noches. Tom le retribuyó el deseo.
Arrojó el cartón al asiento y siguió viaje. Condujo lentamente por la carretera 7, buscando la salida. Allí estaba: Carretera 3. HAVEN 21. DERRY 15.
Giró por allí y aceleró más. De vez en cuando miraba el cartón de cigarrillos, sonriendo un poquito. Bajo el resplandor verdoso del tablero, su cara llena de cortes y chichones parecía extraña, monstruosa.
Tengo algunos cigarrillos para ti, Bevvy —pensó, mientras el furgón corría entre bosques de pinos y abetos, rumbo a Derry, a casi cien kilómetros por hora—. Oh, sí, todo un cartón. Sólo para ti. Y cuando te coja, querida, haré que te comas hasta el último. Y si ese Denbrough necesita algunas lecciones, eso también se puede arreglar. No hay problema, Bevvie. Ningún problema.