—¡No, mamá! ¡No, mamá! ¡No, mamá!
La tele se apagó, e incluso antes de que los otros pudieran empezar a removerse, Koontz estaba sacudiendo la puerta para abrirla y diciendo:
—Vale, mamón, prepárate para recoger tu cabeza en el rebote. Tengo algo para ti.
Koontz apareció a toda carrera. Primero vio a Bowers, alto, barrigón y algo ridículo con el pijama, gomosa su carne floja bajo la luz que llegaba desde el pasillo. Luego miró a la izquierda y gritó dos pulmonadas de vidrio silencioso. Junto a Bowers había algo vestido de payaso. Medía dos metros y medio, más o menos. Su traje era plateado con pompones naranja en la pechera, y tenía enormes zapatones en los pies. Pero la cabeza no era de hombre ni de payaso, sino de perro doberman, el único animal, en este mundo de Dios, al que John Koontz tenía miedo. Sus ojos eran rojos. Su hocico sedoso se arrugó descubriendo unos inmensos colmillos blancos.
El cilindro de monedas cayó de los dedos exánimes de Koontz y rodó hasta el rincón. Al día siguiente, Benny Beaulieu, que no despertó en ningún momento, lo encontraría y lo guardaría en su armario para comprar cigarrillos (hechos a mano) durante todo un mes.
Koontz tomó aliento para gritar otra vez mientras el payaso se lanzaba hacia él.
—¡Empieza el circo! —gritó el payaso, con voz que era un gruñido.
Y sus manos enguantadas de blanco cayeron sobre los hombros de Koontz.
Sólo que las manos, debajo de los guantes, eran garras.
3
Por tercera vez en el día (en ese larguísimo día), Kay McCall se acercó al teléfono.
Esa vez llegó más lejos que en las dos primeras ocasiones; esa vez esperó a que levantaran el auricular del otro lado y oyó una sonora voz de policía irlandés:
—Comisaría de la calle Seis. Aquí el sargento O’Bannon. ¿En qué puedo servirle?
Entonces Kay colgó.
Oh, lo estáis haciendo muy bien, sí, por Dios. Después de seis o siete veces más, tal vez te salgan las agallas que te hacen falta para darles tu nombre.
Fue a la cocina y se preparó un whisky con bastante soda, aunque sabía que no era muy conveniente después de haber tomado un tranquilizante. Recordó un fragmento de canción folk que se entonaba en las cafeterías universitarias de su juventud: Me llené la cabeza de whisky y la barriga de ginebra. Dice el doctor que eso me matará pero no dice cuándo. Y soltó una risa resquebrajada. A lo largo del bar había un espejo. Vio su imagen allí y dejó abruptamente de reír.
¿Quién es esa mujer?
Un ojo hinchado, casi cerrado.
¿Quién es esa mujer maltratada?
La nariz, roja como la de un caballero ebrio tras treinta años de pelear contra molinos de viento y con un tamaño grotesco.
¿Quién es esa mujer maltratada que parece una de esas que se arrastran a los refugios de mujeres cuando están lo suficientemente aterrorizadas o se sienten lo suficientemente valientes pero se ponen furiosas como para dejar al hombre que les pega, que les pega sistemáticamente semana tras semana, mes tras mes, año tras año?
Un corte lleno de puntos en una mejilla.
¿Quién es esa Kay, pichoncita?
Un brazo en cabestrillo.
¿Quién? ¿Eres tú? ¿Es posible?
—He aquí a… Miss América —cantó.
Quiso que su voz sonara dura y cínica. Empezó así, pero vaciló en la séptima sílaba y se quebró en la octava. No fue una voz dura, sino asustada. Ella lo sabía; no era la primera vez que tenía miedo, pero siempre lo había superado. Esa vez tardaría mucho tiempo en superarlo.
El médico que la había atendido, en uno de los pequeños cubículos de la sala de urgencias, en las Hermanas de la Misericordia, era joven y bastante atractivo. En otras circunstancias, ella habría considerado ociosamente (o no tan ociosamente) la posibilidad de llevarlo a su casa para una aventura sexual. Pero no se sentía excitada en absoluto. El dolor no conducía a la excitación. El miedo tampoco.
Él se llamaba Geffin y a Kay no le gustó el modo fijo en que la miraba. Le vio llevar un vasito de papel al lavabo, llenarlo a medias de agua y sacar un paquete de cigarrillos del cajón para ofrecérselo.
Ella tomó uno y él se lo encendió; tuvo que perseguir la punta con la cerilla porque a Kay le temblaba la mano. Después arrojó la cerilla en un vaso de papel. Fsss.
—Maravilloso hábito, ¿no? —dijo él.
—Fijación oral —replicó Kay.
El médico asintió. Después se hizo el silencio. Él no dejaba de mirarla. Ella tuvo la sensación de que esperaba verla llorar y eso la enfureció, porque se sentía a punto de hacerlo; detestaba que adivinaran sus emociones de ese modo, sobre todo si se trataba de un hombre.
—¿Fue su amigo? —preguntó él, por fin.
—Prefiero no hablar de eso.
—Ajá. —Siguió fumando y mirándola.
—¿Su madre no le enseñó que no es cortés mirar fijamente a una persona?
Había querido decirlo con sequedad pero sonó a súplica: Por favor, no me mire, ya sé lo que parezco. Ya me vi. A esa idea siguió otra; sospechaba que su amiga Beverly la había tenido más de una vez: que lo peor de la paliza iba por dentro, donde una podía sufrir algo que cabía llamar hemorragia intraespiritual. Sabía cuál era su aspecto, sí. Peor aún, sabía lo que estaba sintiendo. Se sentía cobarde. Y eso era horrible.
—Voy a decirle algo una sola vez —pronuncio Geffin, en voz baja y agradable—. Cuando trabajo en la sala de urgencias veo unas veinticuatro o veinticinco mujeres maltratadas por semana. Los internos atienden a otras tantas. Así que… mire, allí, en el escritorio, tiene un teléfono. Está pagado. Llame a la comisaría en la calle Seis, deles su nombre y su dirección, dígales qué pasó y quién lo hizo. Después, cuando cuelgue, sacaré la botella de whisky que tengo en ese mueble de archivo, estrictamente con propósitos medicinales, por supuesto, y los dos brindaremos. Porque, en mi opinión, la única forma de vida inferior al hombre capaz de maltratar a una mujer es una rata sifilítica.
Kay sonrió débilmente.
—Le agradezco la propuesta —dijo—, pero no me interesa. De momento.
—Ajá —dijo él—. Pero cuando llegue a su casa échese una buena mirada en el espejo, señorita McCall. Quienquiera que lo haya hecho, hizo un buen trabajo.
Entonces sí, Kay lloró. No pudo evitarlo.
Tom Rogan había llamado cerca de mediodía, un día después de que ella viera partir a Beverly, sana y salva, para preguntarle si había tenido algún contacto con su mujer. Se le oía tranquilo, razonable, nada inquieto. Kay le dijo que llevaba casi dos semanas sin verla. Tom le dio las gracias y colgó.
A eso de la una sonó el timbre mientras ella escribía en su estudio. Fue a la puerta.
—¿Quién es?
—Floristería Cragin, señora —dijo una voz aguda.
Qué estúpida había sido al no darse cuenta de que era Tom hablando en falsete, qué estúpida al creer que él renunciaría con tanta facilidad, qué estúpida al retirar la cadena antes de abrir la puerta.
Él había entrado y ella sólo había podido decir «Sal inmediat…», antes de que el puño de Tom saliera volando de la nada para plantarse en su ojo derecho, cerrándolo y lanzando un rayo de increíble tormento en su cabeza. Retrocedió por el vestíbulo, tambaleándose, aferrándose a las cosas para mantenerse en pie: un delicado florero para una sola rosa, que se estrelló contra el mosaico, un perchero que se cayó. Ella se derrumbó sobre sus propios pies en el momento en que Tom cerraba la puerta para avanzar hacia ella.
—¡Sal de aquí! —vociferó ella.
—Sí, en cuanto me digas dónde está mi mujer —repuso Tom, acercándose.
Ella tuvo la vaga impresión de que él tampoco lucía muy bien. En realidad, habría sido mejor decir que estaba horrible. Y experimentó una difusa, pero feroz alegría, que la recorrió como un cohete. Si Tom había maltratado a Bev, era obvio que ella le había pagado con la misma moneda y con creces. Por lo visto, no había podido ponerse en pie por todo un día y por su aspecto habría estado mejor en un hospital.
Pero también se lo veía muy perverso y muy enojado.
Kay se levantó trabajosamente y retrocedió sin quitarle los ojos de encima, como si él fuera un animal salvaje escapado de su jaula.
—Te dije que no la había visto y es la verdad. Ahora, sal de aquí antes de que llame a la policía.
—La has visto —dijo Tom. Sus labios hinchados trataban de sonreír. Ella notó que sus dientes tenían un aspecto extraño, desigual: algunos de los que estaban a la vista se habían roto—. Te llamo, te digo que no sé dónde está Bev. Me respondes que no la has visto en las últimas dos semanas. Y ni una pregunta. Ni una palabra para desalentarme, aunque sé muy bien que me detestas. Vamos, estúpida, ¿dónde está? Dímelo.
Kay giró en redondo y corrió hacia el otro extremo del vestíbulo con intención de entrar en la sala y encerrarse tras las puertas correderas. Llegó hasta allí sin ser alcanzada, porque él renqueaba, pero antes de que pudiera echar el cerrojo, él insertó el cuerpo, dio un empellón y pasó. Ella trató de correr otra vez, pero Tom la sujetó por el vestido tirando con tanta fuerza que le desgarró la parte posterior hasta la cintura.
Ese vestido lo hizo tu mujer, malnacido, pensó ella, incoherente. Y entonces se sintió girar por la fuerza.
—¿Adónde fue?
Kay le propinó una violenta bofetada que hizo bambolear la cabeza del hombre y le abrió otra vez el corte de la mejilla izquierda. Él la cogió por el pelo y le hundió la cara contra su puño. Por un momento, ella tuvo la sensación de que su nariz había estallado. Gritó, tomó aire para volver a gritar y tosió, ahogada por su propia sangre. Ahora estaba totalmente aterrorizada. Nunca había sospechado que se pudiera sentir tanto terror. Ese hijo de puta la iba a matar.
Gritó y gritó, hasta que él le clavó en el vientre dejándola sin aire, jadeante. Kay volvió a toser y a jadear. Por un momento espantoso pensó que se ahogaría.
—¿Adónde fue?
Kay sacudió la cabeza.
—No… la… he visto —jadeó—. Policía… irás a la cárcel… gilipollas…
Tom la incorporó de un tirón y ella sintió que algo cedía en su hombro. Más dolor, tan fuerte que estuvo a punto de vomitar. Él la hizo girar otra vez sin soltarle el brazo y se lo retorció tras la espalda. Kay se mordió el labio inferior, decidida a no gritar más.
—¿Adónde fue?
Kay sacudió la cabeza.
El hombre volvió a tirar de su brazo con tanta violencia que ella oyó su gruñido de esfuerzo. Su aliento cálido jadeaba contra la oreja de Kay. Cuando su propio puño cerrado chocó contra el omóplato izquierdo gritó otra vez: aquella cosa de su hombro había cedido otro poco.
—¿Dónde está?
—…sé.
—¿Qué?
—¡NO LO SÉ!
Tom la soltó y le dio un empujón. Kay cayó al suelo, sollozando; de la nariz le brotaban moco y sangre. Hubo un chasquido casi musical. Cuando se volvió a mirar, ese hombre se estaba inclinando hacia ella. Había roto la parte superior de otro florero; ése era de cristal de Waterford. Lo cogía por la base, sosteniendo el borde mellado a pocos centímetros de su cara. Ella lo miró como hipnotizada.
—Deja que te diga algo —pronunció él, entre breves jadeos y aliento caliente—: si no me cuentas dónde está, tendrás que recoger del suelo los restos de tu cara. Tienes tres segundos, quizá menos. Cuando me enfurezco el tiempo parece pasar mucho más rápido.
Mi cara, pensó ella. Y fue eso, por fin, lo que la hizo ceder… o derrumbarse: la idea de que ese monstruo usara el borde del florero para destrozarle la cara en pedazos.
—Volvió a su ciudad —sollozó Kay—. Adonde nació. A Derry. Es una ciudad llamada Derry, en el estado de Maine.
—¿En qué viajó?
—En a-a-autobús hasta Milwaukee. Desde allí tomaría un avión.
—¡Maldita puta mugrienta! —gritó Tom, incorporándose. Caminó en un gran semicírculo sin rumbo, pasándose las manos por el pelo, que se erizó en ridículos mechones—. ¡Arrastrada, coño de mierda!
Tomó una delicada escultura de madera que representaba a un hombre y una mujer haciendo el amor; Kay la tenía desde los veintidós años. La arrojó contra la chimenea, donde se hizo astillas. Por un momento se encontró con su propia imagen en el espejo de la repisa. Se miró con los ojos dilatados, como si estuviera ante un fantasma. Después volvió a lanzarse contra ella. Había sacado algo del bolsillo de su chaqueta. Estúpidamente asombrada, ella vio que se trataba de una novela. La portada era casi completamente negra, descontando las letras rojas que componían el título y una foto de varios jóvenes de pie en un barranco, sobre un río. Los rápidos negros.