It (Eso) – Stephen King

En el borde del grifo reluciente se formó una gota de agua. Engordó. Podía decirse que como si estuviera preñada. Centelleó. Cayó. Plink.

Stan había hundido el índice derecho en su propia sangre para escribir una sola palabra en los azulejos celestes encima de la bañera. Eran dos letras enormes, vacilantes:

It (eso) Stephen King, 1986

Una huella sangrienta, zigzagueante, caía desde la segunda letra de la palabra: el dedo había hecho esa marca al caer la mano en la bañera donde ahora flotaba. Patty pensó que Stanley había hecho esa marca —su última impresión sobre el mundo— al perder la conciencia. Parecía gritarle a ella.

Otra gota cayó dentro de la bañera.

Plink.

Eso la hizo reaccionar. Patty Uris recobró la voz. Con la vista fija en los ojos muertos y centelleantes de su marido, empezó a gritar.

2

Richard Tozier se va a tomar polvo

Rich pensaba que se las estaba arreglando muy bien hasta que comenzaron los vómitos.

Había escuchado todo lo que le dijera Mike Hanlon, había contestado lo que correspondía, respondido a sus preguntas y hasta formulado algunas. Tenía vaga conciencia de estar empleando una de sus Voces, ninguna de las ridículas que solía emplear en la radio (Kinki Briefcase, contable sexual,[5] era su favorita, al menos por el momento, y la respuesta de la audiencia era casi tan fervorosa como la que mostraba ante su clásico coronel Buford Kissdrivel[6]), sino una Voz cálida, sonora, llena de confianza. Una Voz de Yo-Estoy-Bien. Sonaba estupenda, pero era una mentira, igual que las otras Voces.

—¿Hasta qué punto recuerdas, Rich? —preguntó Mike.

—Muy poco —dijo Rich. Hizo una pausa—. Lo suficiente, supongo.

—¿Vendrás?

—Iré —dijo Rich, y colgó.

Pasó un momento sentado en su estudio, reclinado en la silla de su escritorio, contemplando el océano Pacífico. Un par de chicos, a la izquierda, estaban retozando con sus tablas de surf sin montarlas de verdad. No había mucho oleaje para el surf.

El reloj de su escritorio, un costoso reloj de cuarzo regalo del representante de una casa discográfica, marcaba las 17.09 del 28 de mayo de 1985. Naturalmente, al otro lado de la línea, donde estaba Mike, serían tres horas más tarde. Oscuro, ya. Eso le puso la piel de gallina. Entonces comenzó a moverse, a hacer cosas. Lo primero, por supuesto, fue poner un disco. No lo buscó, se limitó a tomar uno a ciegas entre los miles apilados en los estantes. El rock and roll era parte de su vida, casi tanto como las Voces, y le costaba hacer cualquier cosa sin música a todo volumen. El disco sacado resultó ser una recopilación de «Motown». Marvin Gaye, uno de los miembros más recientes de ese sello discográfico, que Rich solía llamar «de los muertos», salió cantando I Heard It through the Grapevine.

Ooooh-ho, I bet you’re wond’rin’how I knew

—No está mal —dijo Rich.

En realidad, aquello estaba mal y lo cierto era que lo había dejado en la miseria, pero tenía la sensación de que podría arreglárselas. No había problemas.

Comenzó a prepararse para volver a su casa. En algún momento de la hora siguiente se le ocurrió que era como si hubiese muerto y se le permitiese tomar sus últimas medidas y disponer su propio funeral. Y lo estaba haciendo bastante bien.

Llamó a su agente de viajes pensando que a esa hora debía estar de camino hacia su casa, pero lo intentó por si acaso. Milagrosamente, dio con ella. Le dijo lo que necesitaba y ella le pidió quince minutos.

—Estoy en deuda contigo, Carol —dijo.

En los últimos tres años habían dejado de llamarse «señor Tozier» y «señorita Feeny»; ahora eran Rich y Carol; muy familiar, considerando que nunca se habían visto cara a cara.

—Muy bien, paga —dijo ella—. ¿Por qué no me haces un Kinki Briefcase?

Sin siquiera hacer una pausa (cuando uno tenía que hacer una pausa para buscar su Voz, no había, por lo regular, ninguna Voz que encontrar) Rich dijo:

—Aquí Kinki Briefcase, Contable Sexual. El otro día me consultó un tío que quería saber qué era lo peor de coger el SIDA.

Bajó un poco la voz; mientras su ritmo se iba acelerando, tornándose agitado. Era, claramente, una voz norteamericana, pero se las componía para conjurar imágenes de un adinerado colono británico, tan encantador, en su confusión, como huero. Rich no tenía la menor idea de quién era, en verdad, Kinki Briefcase, pero estaba seguro de que usaba trajes blancos, leía revistas caras, bebía en vasos altos y olía a champú de coco.

—Se lo dije enseguida: es tratar de explicarle a tu madre que te lo contagió una haitiana. Hasta la próxima vez, éste ha sido Kinki Briefcase, Contable Sexual, diciéndote, como siempre: «Si no entras en calor, me necesitas de asesor».

Carol Feeny aullaba de risa.

—¡Es perfecto! ¡Perfecto! Mi novio no cree que tú puedas hacer esas voces. Dice que ha de ser un filtro de sonido o algo así.

—Puro talento, querida —dijo Rich. Kinki Briefcase había desaparecido. Allí estaba W. C. Fields, sombrero de copa, nariz roja, palos de golf y todo—. Estoy tan lleno de talento que debo ponerme corchos en todos los orificios del cuerpo para que no se me escape como…, bueno, para que no se me escape.

Ella estalló en carcajadas. Rich cerró los ojos. Sentía un principio de dolor de cabeza.

—Sé buena y haz todo lo que puedas, ¿quieres? —pidió, siempre con la voz de W. C. Fields.

Y cortó la comunicación en medio de la carcajada.

Ahora tenía que volver a ser él mismo, y eso resultaba difícil. Resultaba más difícil con cada año qué pasaba.

Cuando estaba tratando de elegir un buen par de mocasines, medio decidido por las zapatillas, sonó otra vez el teléfono. Era Carol Feeny en tiempo récord. Él sintió la inmediata necesidad de adoptar la voz de Buford Kissdrivel, pero se contuvo. Carol le había conseguido un pasaje de primera clase en el vuelo sin escalas de la American Airlines desde Los Ángeles hasta Boston. Saldría de Los Angeles a las 21.03, para llegar a Logan a eso de las cinco de la mañana. Desde Logan, Delta lo llevaría a Bangor, Maine, saliendo a las 7.30 y aterrizando a las 8.20. Ya le habían conseguido un sedán bien grande por medio de Avis. Había sólo cuarenta kilómetros desde el local de Avis, en el aeropuerto de Internacional de Bangor, hasta el límite municipal de Derry.

¿Sólo cuarenta kilómetros? —pensó Rich—. ¿Eso es todo, Carol? Bueno, tal vez sea cierto… al menos en kilómetros. Pero no tienes la menor idea de lo lejos que está Derry y yo tampoco. Pero, Dios mío, lo voy a descubrir.

—No traté de reservarte alojamiento porque no me dijiste cuánto tiempo vas a pasar allí —dijo ella—. ¿Quieres…?

—No, ya me encargaré yo —respondió Rich. Y entonces entró en escena Buford Kissdrivel con su voz engolada y sus vocales despatarradas.

—Te has portado como un ángel, corazón mío, como un ángel de verdá, verdá.

Le colgó con suavidad (siempre hay que dejarlas riendo) y marcó 207-555-1212, Información del Estado de Maine. Quería el número de «Town House» de Derry. Cielos, ése sí que era un nombre del pasado. No había pensado en el «Town House» de Derry por… ¿Cuánto tiempo? ¿Diez, veinte, veinticinco años, tal vez? Aunque pareciera descabellado, calculaba que habían sido, lo menos, veinticinco años. Y si Mike no hubiera llamado, bien habría podido pasar el resto de su vida sin acordarse de ese hotel. Sin embargo, en otros tiempos pasaba junto a esa gran mole de ladrillo todos los días. Y en más de una ocasión había pasado corriendo con Henry Bowers, Belch Huggins y aquel otro grandullón, Victor noséqué, persiguiéndole y gritándole lindezas como «¡Ya vas a ver, caraculo! ¡Te vamos a coger, cuatro ojos! ¡Nos las vas a pagar, mariquita!». ¿Alguna vez habían llegado a cogerle?

Antes de que Rich pudiera acordarse de eso, una telefonista le preguntó de qué ciudad, por favor.

—Derry, señorita…

¡Derry, por Dios! Hasta el nombre parecía extraño y olvidado en su boca. Pronunciarlo era como besar una antigüedad.

—¿Tiene el número del «Town House» de Derry?

—Un momento, señor.

Imposible. Debe de haber desaparecido, derribado en algún programa de renovación urbana. Convertido en el Club de los Elks, en una bolera o en un salón de videojuegos. O tal vez incendiado hasta los cimientos, una noche, cuando la ley de las probabilidades hizo que algún viajante borracho se quedara dormido con el cigarrillo en la mano. Desaparecido, Richie, igual que los anteojos por los que te fastidiaba Henry Bowers. ¿Cómo dice la canción de Springsteen? «Días de gloria, perdidos en el guiño de una chica». ¿Qué chica? Hombre, Bev, por supuesto, Bev…

Podía ser que el «Town House» estuviera cambiado, pero no había desaparecido, por lo visto, pues una inexpresiva voz de robot surgió en la línea diciendo:

—El… número… es… 9… 4… 1… 8… 2… 8… 2. Repito: el… número… es…

Pero Rich lo había anotado la primera vez. Fue un placer colgarle a esa voz monótona; resultaba fácil imaginar a un gran monstruo globular, de la Sección de Información, sepultado en algún punto de la Tierra, sudando riachuelos y sosteniendo miles de teléfonos en miles de tentáculos articulados. Versión telefónica del Doctor Octopus, némesis de Spidey. Año tras año, el mundo en el que Rich vivía se parecía cada vez más a una enorme casa electrónica hechizada donde fantasmas digitales y asustados seres humanos habitaban en intranquila coexistencia.

Aún de pie. Parafraseando a Paul Simon, aún de pie, después de tantos años.

Marcó el número del hotel que había visto a través de los anteojos de su infancia. Marcarlo, 1-207-9418282, era fatalmente fácil. Sostuvo el auricular contra su oreja mientras miraba por el amplio ventanal de su estudio. Los surfistas se habían ido, una pareja caminaba lentamente por la playa, cogidos de la mano, por el mismo lugar. Esa pareja parecía uno de los pósters de la agencia donde trabajaba Carol Feeny, perfectos. Exceptuando, claro está, el hecho de que ambos usaban gafas.

¡Te vamos a coger, caraculo! ¡Te vamos a romper las gafas!

«Criss, transmitió su mente de pronto. El apellido era Criss. Victor Criss».

¡Cristo! No tenía ningún interés en recordar eso a esas alturas, pero lo mismo daba. Algo estaba pasando allá en las bóvedas, allí donde Rich Tozier conservaba su colección personal de Viejos Éxitos Dorados. Las puertas se estaban abriendo.

Sólo que allá abajo no hay discos, ¿verdad? Allá abajo no eras Rich Discos Tozier, el gran disc-jockey de «KLAD», el Hombre de las Mil Voces, ¿eh? Y esas cosas que se están abriendo… no son exactamente puertas, ¿verdad?

Trató de quitarse de encima esos pensamientos.

Lo que debo recordar es que estoy bien. Yo estoy bien, tú estás bien, Rich Tozier está bien. Eso sí, me vendría bien un cigarrillo.

Había dejado de fumar hacía cuatro años, pero sí, le habría sentado bien un cigarrillo.

No son discos, sino cadáveres. Los sepultaste, pero ahora se ha producido una especie de descabellado terremoto y la Tierra está escupiendo a la superficie. Allá abajo no eres Rich Discos Tozier; allá abajo eres Richie Cuatro Ojos, nada más, y estás con tus compañeros, tan asustado que sientes las pelotas volviéndose mermelada de ciruelas. Ésas son puertas y no se están abriendo. Son criptas, Richie. Se están resquebrajando y los vampiros que habías dado por muertos vuelven a alzar el vuelo, todos.

Un cigarrillo, sólo uno. Hasta uno light podría servir, por Dios sagrado.

¡Te vamos a coger, cuatro ojos! ¡Te vas a tragar esa maldita cartera de libros!

—«Town House» —dijo una voz masculina con acento del Norte; había viajado desde Nueva Inglaterra por el Medio Oeste y bajo los casinos de Las Vegas hasta alcanzar llegar a sus oídos.

Rich preguntó a la voz si podía reservar una suite en el «Town House» a partir del día siguiente. La voz le dijo que podía y le preguntó por cuánto tiempo.

—No podría decirle. Tengo…

Hizo una pausa breve, minúscula. ¿Qué tenía, en realidad? Con los ojos de su mente vio a un muchachito con una cartera de tartán llena de libros, que huía de los gamberros. Vio a un chiquillo con gafas, flaco, pálido, que parecía gritar: ¡Péguenme! ¡Adelante, péguenme!, de algún modo misterioso, a todos los matones que pasaban. ¡Tengan mis labios: háganlos puré contra mis dientes! ¡Tengan mi nariz; háganla sangrar, rómpanla, si pueden! ¡Denme un puñetazo en la oreja para que se me hinche como una coliflor! ¡Pártanme una ceja! ¡Aquí está mi barbilla: busquen el punto del knock-out! Y mis ojos, tan azules, tan aumentados por estas odiosas gafas, con una patilla remendada con celo. ¡Rompan los cristales! ¡Hundan un fragmento de vidrio en uno de estos ojos y ciérrenlo para siempre, qué joder!

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