Se interrumpió, súbitamente helado.
Por el amor de Dios, ¿qué estás pensando?
—¿Algún problema, Bill? —preguntó Mike, suavemente.
—No, ninguno. —Sus dedos tocaron algo pequeño, redondo, duro. Metió las uñas abajo y tiró de aquello. De la cubierta se desprendió una pequeña chincheta—. Aquí está la culpable —dijo, y en su mente volvió a sonar, extraño, espontáneo y poderoso: Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto a los espectros. Pero esta vez a la voz, su voz, siguió la de su madre diciendo: Prueba otra vez, Billy. Estuviste muy cerca de decirlo bien.
Se estremeció.
(el poste)
Sacudió la cabeza. Ni siquiera ahora podría decir eso sin tartamudear, pensó. Y por un momento se sintió a punto de comprenderlo todo. De inmediato se le borró.
Abrió el equipo de emparchar y puso manos a la obra. Le llevó un rato solucionar el problema. Mientras tanto, Mike, apoyado contra la pared, bajo un rayo del sol tardío, con las mangas enrolladas y la corbata floja, silbaba una melodía que Bill identificó, finalmente, como She Blinded Me with Science.
Mientras esperaba a que se secara el pegamento, Bill (por hacer algo, según se dijo) aceitó la cadena, los ejes y el piñón. Eso no mejoraría el aspecto de Silver, pero, al menos desapareció el chirrido, lo cual lo satisfizo. De cualquier modo, esa bicicleta nunca habría ganado un concurso de belleza; su única virtud era volar como el rayo.
Por entonces, ya eran las cinco y media de la tarde y casi había olvidado la presencia de Mike, absorto como estaba en los pequeños y satisfactorios menesteres de mantenimiento. Por fin atornilló la boquilla del inflador a la válvula de la rueda trasera y vio engordar la cubierta; calculó a ojo la presión correcta y comprobó, complacido, que el parche resistía bien.
Cuando consideró que todo estaba en orden, desenroscó el inflador y, en el momento en que estaba por poner a la bicicleta sobre sus ruedas, oyó el rápido aleteo de unos naipes, a su espalda. Giró en redondo y estuvo a punto de tirar a Silver.
Mike estaba allí, de pie, con un mazo de cartas de dorso azul en una mano.
—¿Las quieres?
Bill soltó un suspiro largo y tembloroso.
—Supongo que también tienes alfileres, ¿verdad?
Mike sacó cuatro del bolsillo de su camisa y se los ofreció.
—Y las tenías por casualidad, ¿no?
—Más o menos —dijo Mike.
Bill tomó las cartas y trató de barajarlas, pero le temblaban las manos y se le escurrieron entre los dedos. Volaron por todas partes… pero sólo dos aterrizaron con la cara hacia arriba. Bill las miró y levantó los ojos hacia Mike. El bibliotecario tenía la vista clavada en los naipes esparcidos, boquiabierto.
Las dos cartas a la vista eran el as de espadas.
—Es imposible —dijo Mike—. Acabo de abrir ese mazo. Fíjate. —Señaló la lata para desperdicios, junto a la puerta, y Bill vio una envoltura de celofán—. ¿Cómo es posible que haya dos ases de espadas en un mazo?
Bill se inclinó para recogerlas.
—¿Cómo es posible que, de todo un mazo esparcido por el suelo, sólo dos caigan cara arriba? —agregó—. Ahí tienes una pregunta aún más…
Miró el dorso de los ases y se los mostró a su amigo. Uno era azul; el otro, rojo.
—Por Dios, Mike, ¿en qué nos has metido?
—¿Qué vas a hacer con ésas? —inquirió Mike, como si estuviera aturdido.
—Ponerlas en la bicicleta, por supuesto. —De pronto, Bill se echó a reír—. Eso es lo que se supone que haga, ¿no te parece? Si existen ciertas condiciones previas para emplear la magia, esas condiciones previas se presentarán inevitablemente por cuenta propia. ¿Me equivoco?
Mike no respondió. Se limitó a contemplar a su amigo mientras éste sujetaba las cartas a la rueda trasera de Silver. Le costó un poco porque aún le temblaban las manos, pero al fin terminó. Entonces, aspirando profundamente, hizo girar la rueda trasera. Los naipes golpetearon con fuerza contra los radios en el silencio del garaje.
—Vamos —dijo Mike—. Acompáñame, Gran Bill. Prepararé algo para comer.
Ya habían engullido las hamburguesas y en ese momento, fumando, contemplaban el crepúsculo en el patio trasero de Mike. Bill sacó su billetera, extrajo una tarjeta de presentación ajena y escribió en ella la frase que lo acosaba desde que vio a Silver en el escaparate de Rosa de segunda mano, Ropas de segunda mano. La mostró a Mike, que la leyó con atención, ahuecando los labios.
—¿Tiene algún sentido para ti? —preguntó Bill.
—Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto los espectros. —Hizo un gesto de asentimiento—. Sí, ya sé qué es.
—Bueno, dímelo. ¿O vas a salirme otra vez con esa i-i-idiotez de que debo recordarlo solo?
—No —dijo Mike—, creo que en este caso no hay problema en decírtelo. Esa frase es un antiguo trabalenguas inglés que se convirtió en ejercicio de dicción para ceceosos y tartamudos. Aquel verano, el verano de 1958, tu madre insistía en que lo aprendieras. Tú solías andar por ahí, murmurándolo por lo bajo.
—¿Sí? —se extrañó Bill. Y luego agregó, lentamente, respondiendo a su propia pregunta—: Sí.
—Seguramente tenías muchos deseos de complacerla.
Bill, que súbitamente se sentía al borde del llanto, se limitó a asentir con la cabeza. No estaba en condiciones de hablar.
—Nunca lo conseguiste —dijo Mike—. Eso lo recuerdo. Te esforzabas como un loco, pero siempre se te enredaba la lengua.
—Sí que lo dije —contestó Bill—. Una vez, al menos.
—¿Cuándo?
Bill descargó el puño contra la mesa con tanta fuerza que le dolió.
—¡No lo recuerdo! —gritó.
Y luego, inexpresivo, repitió:
—No, no lo recuerdo.
XII. TRES HUÉSPEDES SIN INVITACIÓN
1
Un día después de que Mike Hanlon hiciera sus llamadas, Henry Bowers empezó a oír voces. Las voces habían estado hablándole durante todo el día. En principio, Henry pensó que provenían de la luna. Ya avanzada la tarde, mientras trabajaba en la huerta, levantó la vista y vio la luna en el cielo azul, pálida y pequeña. Una luna-fantasma.
Por eso, en realidad, creyó que era la luna que le estaba hablando. Sólo una luna-fantasma podía hablar con voces fantasmales: las voces de sus antiguos amigos, las voces de aquellos chicos que solían jugar en Los Barrens, tanto tiempo atrás. Y otra vez…, una a la que no se atrevía a poner nombre.
Victor Criss fue el primero en hablar desde la luna. Van a volver, Henry. Todos, macho. Vuelven a Derry.
Luego fue Belch Huggins el que habló desde la luna, tal vez desde su cara oscura. Tú eres el único, Henry. De todos nosotros, el único que queda. Tienes que arreglar cuentas con ellos, por mí y por Vic. Ningún mocoso puede derrotarnos de ese modo. Caramba, una vez bateé una pelota en el campo de Tracker y Tony Tracker dijo que esa bola podría haber salido del estadio de los Yankees.
Siguió trabajando con la azada mientras contemplaba la luna-fantasma en el cielo. Al cabo de un rato, Fogarty se acercó y le pegó en la nuca haciéndole caer de bruces.
—Estás sacando los guisantes junto con las hierbas, idiota.
Henry se levantó sacudiéndose la tierra de la cara y del pelo. Allí estaba Fogarty, con su chaquetilla y sus pantalones blancos, enorme, con su voluminosa barriga. Los guardias (a quienes se llamaba, en Juniper Hill, «consejeros») tenían prohibido llevar porras, pero varios de ellos, entre quienes estaban Fogarty, Adler y Koontz, eran los peores, llevaban rollos de monedas en el bolsillo. Casi siempre golpeaban con ellas en el mismo lugar: en la nuca. No había reglamento que prohibiera las monedas; en Juniper Hill no se las consideraba armas mortíferas.
—Lo siento, señor Fogarty —dijo Henry, ofreciéndole una amplia sonrisa que mostró una fila irregular de dientes amarillos. Parecían postes en la acera de una casa embrujada. Henry había empezado a perder los dientes a los catorce años, más o menos.
—Sí, lo sientes —dijo Fogarty—. Y lo sentirás mucho más si te pesco haciendo eso otra vez, Henry.
—Sí, señor Fogarty.
Fogarty se alejó, dejando grandes huellas pardas con sus zapatos negros en la tierra de la Huerta Oeste. Aprovechando que estaba de espaldas, Henry se tomó un momento para mirar en derredor, subrepticiamente. Habían sacado a todos los de la sala azul a trabajar con la azada apenas amainada la lluvia. Allí se ponía a los que antes habían sido muy peligrosos y que se consideraban sólo moderadamente peligrosos. En realidad, todos los pacientes de Juniper Hill estaban considerados moderadamente peligrosos. Se trataba de una institución para enfermos mentales con tendencias asesinas, erigida en las afueras de Augusta, cerca de la frontera municipal de Sidney. Henry Bowers estaba allí porque, en el otoño de 1958, lo habían declarado culpable del asesinato de su padre. Aquel año había sido famoso por los juicios a criminales. Tratándose de juicios a criminales, 1958 era el gran año.
Sólo que ellos no lo creían culpable de asesinar sólo a su padre. Si hubiera sido sólo por su padre, Henry no habría pasado veinte años en el hospital para enfermos mentales de Augusta, casi siempre inmovilizado por medios químicos o físicos. No, no sólo por su padre. Las autoridades creían que él los había matado a todos o a casi todos.
Tras el veredicto, el Derry News había publicado un artículo en primera plana titulado: Termina la larga noche de Derry. En él recordaban los puntos sobresalientes: el cinturón del desaparecido Patrick Hockstetter que se encontró en el escritorio de Henry; el montón de libros escolares, algunos asignados a Belch Huggins, otros a Victor Criss, ambos desaparecidos y ambos amigos del chico Bowers, que habían aparecido en el armario de Henry; y lo más condenatorio: una braguita, escondida en una desgarradura de su colchón, identificada, gracias a una marca de lavandería, como perteneciente a Veronica Grogan, fallecida.
Henry Bowers, según el Derry News, era el monstruo que había asolado Derry en la primavera y el verano de 1958.
Pero el Derry News, en su primera plana del 6 de diciembre, había proclamado que terminaba la larga noche de Derry. Y hasta un «idiota» como Henry sabía que, en Derry, la noche jamás terminaría.
Lo habían acribillado a preguntas, rodeándolo, apuntándole con el dedo. El jefe de policía lo había abofeteado dos veces; otra vez, un detective llamado Lottman le había dado un puñetazo en el vientre para que confesara y no les hiciera perder tiempo.
—Allí fuera hay gente que no está nada contenta, Henry —le había dicho ese Lottman—. Hace mucho tiempo que no se lincha a nadie en Derry, pero en cualquier momento podría volver a ocurrir.
Seguramente, estaban dispuestos a prolongar aquello todo el tiempo necesario, no porque temieran que los justos de Derry irrumpieran en la comisaría para llevarse a Henry y colgarlo de un manzano silvestre, sino porque ansiaban desesperadamente cerrar las cuentas de ese verano, lleno de sangre y horror. Habrían prolongado aquello, pero Henry no lo hizo necesario. Querían que él se confesara culpable de todo; al cabo de un rato lo comprendió así. A él no le molestó. Después del horror visto en las cloacas, después de lo que había pasado con Belch y Victor, ya todo le daba igual. Dijo que sí, que había matado a su padre. Eso era cierto. Sí, había matado a Victor Criss y a Belch Huggins. Eso también era cierto; al menos, los había llevado a los túneles donde habían sido asesinados. Sí, había matado a Patrick. Sí, también a Verónica. Sí a éste, sí a todos. No era verdad, pero no importaba. Había que cargar con la culpa. Tal vez para eso lo habían dejado vivir. Y si se negaba…
Comprendió lo del cinturón de Patrick. Se lo había ganado a las cartas, un día de abril, pero no le quedaba bien y por eso lo arrojó dentro de su escritorio. También comprendía lo de los libros; diablos, los tres andaban juntos y se preocupaban tanto por los textos que les daban en la escuela como un pájaro carpintero por el claqué. Probablemente los armarios de ellos estaban llenos de libros de Henry y los policías seguramente lo sabían.
En cuanto a la braguita… no, no sabía cómo podía haber ido a parar a su colchón.
Pero creía saber quién —o qué— se había encargado de eso.
Mejor no hablar de esas cosas.
Mejor cerrar la boca.
Así que lo enviaron a Augusta. Por fin, en 1979, lo trasladaron a Juniper Hill; desde entonces sólo se había metido en líos una vez, y eso porque, al principio, nadie entendía. Un sujeto quiso apagarle el velador. El velador era un Pato Donald saludando con el sombrerito de marinero. Donald era la protección cuando se ponía el sol. Sin luz alguna, podían entrar cosas. Los cerrojos de la puerta y el alambrado no las detenían. Entraban en forma de niebla. Cosas. Hablaban y reían… y a veces daban manotazos. Cosas peludas, cosas suaves, cosas con ojos. El tipo de cosas que habían asesinado, realmente, a Vic y a Belch, mientras los tres perseguían a los chicos por los túneles, debajo de Derry, en agosto de 1958.