It (Eso) – Stephen King

Cuando tintineó la campanilla instalada sobre la puerta, el hombre sentado tras el escritorio señaló la página del libro con un trozo de caja de fósforos y levantó la vista.

—¿En qué puedo servirle?

Bill abrió la boca para preguntar por la bicicleta del escaparate, pero antes de que pudiera hablar su mente se llenó con una sola frase, insistente, palabras que apartaron cualquier otro pensamiento:

Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto a los espectros.

¿Qué, por Dios?

(castiga)

—¿Busca algo en especial? —preguntó el propietario, con voz bastante cortés aunque miraba a Bill con atención.

Divertido a pesar de su inquietud, Bill pensó: Me mira como si pensara que he estado fumando algo de eso que usan los músicos de jazz para colocarse.

—Sí, tengo in-interés en e-e-e…

(el poste tosco y recto)

—… en ese po-po-poste…

—¿El poste de barbería?

Los ojos del propietario mostraban algo que Bill, aun en su confusión, recordaba y odiaba desde su niñez: la inquietud de la persona que debe escuchar a un tartamudo, la necesidad de precipitarse a terminar el pensamiento para que el pobre tío se calle. «¡Pero yo no tartamudeo! ¡Lo he superado! ¡NO TARTAMUDEO, MALDITA SEA!».

(e insiste, infausto)

Tenía las palabras tan claras en la mente como si alguien las estuviera pronunciando allí, como si fuera un hombre poseído por los demonios en los tiempos bíblicos: un hombre invadido por una presencia del exterior. Sin embargo, reconoció la voz y supo que era la suya. Sintió que el sudor le brotaba, caliente, en la cara.

—Podría hacerle

(ha visto los espectros)

una oferta por ese poste —estaba diciendo el propietario—. Para serle franco, a doscientos cincuenta no puedo venderlo. Se lo dejaría a ciento setenta y cinco, ¿qué le parece? Es la única antigüedad auténtica que tengo por aquí.

(poste)

—POSTE —repitió Bill, casi vociferando. El propietario retrocedió un paso—. No es el poste lo que me interesa.

—¿Se siente bien, señor? —preguntó el propietario.

Su tono solícito quedaba desmentido por la dura cautela de sus ojos. Bill notó que apartaba la mano izquierda del escritorio y comprendió, con un destello de algo que era, en realidad, razonamiento inductivo y no intuición, que había un cajón abierto fuera de su vista y que el hombre tenía la mano sobre alguna pistola. Quizá le preocupaban los asaltos; quizá tenía miedo, simplemente. Después de todo, su homosexualidad era evidente y ésa era la ciudad en que unos delincuentes juveniles habían dado a Adrian Mellon un baño mortal.

(castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insistente, infausto, que ha visto los espectros)

Eso alejaba cualquier otro pensamiento. Era como estar demente. ¿De dónde había salido?

(castiga)

Una y otra vez.

Con un esfuerzo súbito, Bill lo atacó. Lo hizo obligando a su cerebro a traducir la frase extraña al francés. Era lo mismo que le había ayudado a derrotar el tartamudeo en su adolescencia. Mientras las palabras marchaban por su conciencia, las iba cambiando… y de pronto sintió que se aflojaba la trampa del tartamudeo.

Se dio cuenta de que el propietario acababa de decir algo.

—¿C-c-cómo dice?

—Dije que, si piensa tener un ataque, tendrá que ser en la calle. No necesito esa clase de mierdas aquí dentro.

Bill aspiró profundamente.

—E-empecemos de nuevo —dijo—. Supongamos q-que acabo de e-entrar.

—De acuerdo —dijo el propietario, bastante amable—. Acaba de entrar. ¿Y ahora?

—Esa bicicleta del e-escaparate —dijo Bill—. ¿Cuánto pide por ella?

—Veinte dólares, aproximadamente. —El hombre parecía más tranquilo, pero su mano izquierda seguía sin aparecer—. Creo que antes era una Schwinn, pero ahora es un híbrido. —Midió a Bill con la vista—. Una bicicleta grande. Usted mismo podría usarla.

Bill se acordó de la tabla verde.

—Creo que ya no estoy en edad de a-andar en bicicleta.

El propietario se encogió de hombros y, por fin, subió la mano izquierda.

—¿Tiene hijos?

—U-un varón.

—¿De qué edad?

—D-de once.

—Es demasiado grande para un chico de once años.

—¿Acepta cheques de viajero?

—Mientras no sea por más de diez dólares por encima del importe de la compra.

—Puedo darle uno de veinte —dijo Bill—. ¿Me permite hacer una llamada telefónica?

—Si es local…

—Sí.

—Cuando guste.

Bill llamó a la biblioteca pública. Allí estaba Mike.

—¿De dónde llamas, Bill? —preguntó. E inmediatamente—. ¿Estás bien?

—Perfectamente. ¿Has visto a alguno de los otros?

—No. Nos veremos esta noche. —Hubo una breve pausa—. Eso espero. ¿En qué puedo ayudarte, Gran Bill?

—Acabo de comprar una bicicleta —dijo Bill, tranquilamente—. Quería saber si puedo llevarla a tu casa. ¿Tiene un garaje o algún sitio donde pueda guardarla?

Otro silencio.

—¿Mike? ¿Estás…?

—Aquí —respondió Mike—. ¿Es Silver?

Bill miró al propietario de la tienda. Había vuelto a su libro… o tal vez se limitaba a mirar la página mientras escuchaba con atención.

—Sí —dijo.

—¿Dónde estás?

—En un local llamado Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano.

—Está bien —dijo Mike—. Yo vivo en pasaje Palmer, sesenta y uno. Te convendría subir por Main…

—Sé llegar.

—Está bien, allí nos veremos. ¿Te gustaría cenar?

—Me encantaría. ¿Puedes dejar tu trabajo?

—No hay problema. Carole me reemplazará. —Mike volvió a vacilar—. Dice que hace una hora, antes de que yo volviera, vino un fulano y se fue como si fuera un muerto viviente. Por su descripción era Ben.

—¿Seguro?

—Sí. Y la bicicleta. Es parte del asunto, también, ¿no?

—No me extrañaría —dijo Bill, sin apartar la vista del propietario, que parecía absorto en su libro.

—Nos veremos en casa —dijo Mike—. No olvides: número sesenta y uno.

—Está bien. Gracias, Mike.

—No tienes por qué, Gran Bill.

Bill colgó. El propietario se apresuró a cerrar su libro.

—¿Ha encontrado dónde guardarla, amigo?

—Sí.

El escritor sacó sus cheques de viajero y firmó uno de veinte. El propietario examinó las dos firmas con un cuidado que, en circunstancias mentales menos distraídas, a Bill le habría parecido insultante. Por fin, el hombre garabateó una factura de venta y plantó el cheque de viajero en su vieja registradora. Se levantó con las manos en la parte baja de la espalda, estirándose, y se fue hacia el frente del local, zigzagueando entre las montañas de trastos viejos con una delicadeza distraída que a Bill le resultó fascinante.

Levantó la bicicleta, la hizo girar y la llevó hasta el espacio libre. Mientras Bill sujetaba el manillar para ayudarlo, otro estremecimiento lo fustigó, Silver. Silver. Otra vez. Tenía a Silver en sus manos y

(castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto espectros)

tuvo que desechar la idea por la fuerza porque lo hacía sentir mareado y raro.

—Esa rueda trasera está un poco baja —dijo el propietario.

En realidad, estaba plana como un crêpe. La delantera no, pero la cubierta, a fuerza de gastada, dejaba ver la tela.

—No hay problema —dijo Bill.

—¿Podrá llevarla desde aquí a pie?

Antes me arreglaba bien con ella; ahora no sé, pensó.

—Creo que sí. Gracias.

—Y si quiere hablar de ese poste de barbería, no deje de volver.

El propietario le sostuvo la puerta abierta. Bill sacó la bicicleta, tomó por la izquierda y echó a andar hacia Main Street. La gente miraba, entre divertida y curiosa, a aquel hombre calvo que llevaba una enorme bicicleta a pie, con la rueda trasera pinchada, pero Bill no prestó atención. Le maravillaba lo bien que sus manos adultas se ajustaban aún a las empuñaduras de goma. Recordó que siempre había tenido intención de anudar varias cintas plásticas de diferentes colores en el agujero de cada una para que flamearan al viento, pero nunca había llegado a hacerlo.

Se detuvo en la esquina de Main y Center ante una librería y apoyó la bicicleta contra el edificio, para quitarse la chaqueta. No era fácil llevar una bicicleta con una rueda pinchada y la tarde se había vuelto calurosa. Arrojó la chaqueta al cestillo y continuó.

La cadena está herrumbrada —pensó—. El que la tenía no se ocupaba mucho de ella.

(de esta cosa)

Se detuvo otra vez, con el entrecejo fruncido, tratando de recordar qué había sido de Silver. ¿La había vendido? ¿Regalado? ¿Perdido, tal vez? No recordaba. Pero volvió esa frase idiota

(el poste tosco y recto e insiste)

extraña y fuera de lugar como mecedora en campo de batalla, como tocadiscos en una estufa, como hilera de lápices en la acera.

Bill sacudió la cabeza. La frase se dispersó como el humo. Siguió empujando a Silver hacia la casa de Mike.

6

Mike Hanlon establece una relación

Pero antes preparó la cena: hamburguesas con cebolla y champiñones salteados, acompañadas con ensalada de espinaca. Por entonces, habían terminado de arreglar a Silver y estaban más que dispuestos a comer.

La casa era una pulcra vivienda al estilo Cape Cod, blanca, con detalles verdes. Cuando Bill apareció por el pasaje Palmer, Mike acababa de llegar, sentado tras el volante de un viejo Ford que tenía marcas de herrumbre en la carrocería y una rotura en la ventanilla posterior. Bill recordó entonces lo que el bibliotecario había señalado tan serenamente: de los miembros del Club de los Perdedores, los que habían abandonado Derry habían dejado de ser perdedores. Mike, por haber permanecido en la ciudad, se había quedado atrás.

Metió a Silver en el garaje de Mike, que tenía el suelo de tierra batida y todo tan ordenado como la casa. Las herramientas colgaban de sus respectivos clavos; las luces, con pantallas cónicas de lata, se parecían a las que iluminan las mesas de billar. Bill apoyó la bicicleta contra la pared y los dos la miraron por un rato sin decir nada, las manos en los bolsillos.

—Es Silver, sí —dijo Mike por fin—. Pensé que podías haberte equivocado, pero no. ¿Qué vas a hacer con ella?

—Ni puñetera idea. ¿Tienes un inflador de bicicletas?

—Sí, y también un equipo para emparchar. Esas cubiertas, ¿son sin cámara?

—Siempre lo fueron. —Bill se inclinó para estudiar la cubierta rota—. Sí, sin cámara.

—¿Quieres pedalear otra vez?

—N-ni pensarlo —respondió Bill, de inmediato—. Pero no me gusta verla así, inútil.

—Como te parezca, Gran Bill. Tú mandas.

Bill giró bruscamente la cabeza, pero Mike se había acercado a la pared del garaje y estaba sacando un inflador. De un armario sacó una cajita de lata que entregó a Bill. El escritor la observó con curiosidad: el equipo se parecía a los de su niñez: una pequeña caja de lata, de tapa brillante y granulada con la que se frotaba la goma alrededor del agujero antes de aplicar el parche. Parecía flamante; tenía aún una etiqueta adhesiva con el precio: 7,23. Bill creía recordar que, en su infancia, esos equipos se compraban por un dólar con veinticinco, a lo sumo.

—No me digas que tenías esto porque sí —dijo Bill. No era una pregunta.

—No —reconoció Mike—. Lo compré la semana pasada en las galerías, en realidad.

—¿Tienes bicicleta?

—No —dijo Mike, mirándolo a los ojos.

—Y compraste este equipo porque se te ocurrió.

—Fue un impulso —dijo Mike sin apartar sus ojos de Bill—. Me desperté pensando que podía hacerme falta. Y la idea siguió volviéndome durante todo el día. Así que… compré el equipo. Y ahora te viene bien.

—Ahora me viene bien —repitió Bill—. Pero, como dicen en los seriales de la tele, ¿qué significa todo esto, querido?

—Pregúntaselo a los otros —dijo Mike— esta noche.

—¿Los veremos allí? ¿Qué piensas tú?

—No sé, Gran Bill. —Mike hizo una pausa antes de agregar—: Existe la posibilidad de que no todos se presenten. Quizá uno o dos decidan desaparecer de la ciudad. O… —Se encogió de hombros.

—¿Y qué haremos si pasa eso?

—No sé —repitió Mike, señalando el equipo de emparchar—. Pagué siete pavos por eso. ¿Piensas usarlo o sólo mirarlo?

Bill sacó su chaqueta del cesto y la colgó cuidadosamente de una percha desocupada. Luego puso a Silver sobre el asiento y comenzó a hacer rodar un poco la rueda trasera. No le gustó el chirrido herrumbrado del eje y recordó el chasquido casi silencioso de la tabla de patinar del chico. Lo que le hace, falta es un poco de aceite 3-en-1 —pensó—. Y no le vendría mal engrasar también la cadena. Está mohosa… Y naipes. Le hacen falta naipes en los radios. Seguramente Mike tiene algunos. De los buenos, con cobertura de celuloide, de esos tan resbaladizos que, la primera vez, siempre terminan desparramados en el suelo en cuanto uno intenta barajarlos. Naipes, si, y alfileres para sujetarlos…

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