It (Eso) – Stephen King

—¿Qué le parece? —preguntó el chico.

—Que me voy a matar de un golpe.

El chico rió otra vez.

Bill puso la tabla en la acera y apoyó un pie en ella. La hizo rodar atrás y adelante, probándola. El chico lo observaba. Mentalmente, Bill se vio viajando calle abajo, hacia la esquina de Jackson, en esa tabla verde aguacate, con la cabeza calva centelleando al sol y las rodillas flexionadas en esa frágil postura que adoptan los novatos del esquí la primera vez que salen a las cuestas. Esa postura indicaba que, mentalmente, ya se estaban cayendo. Sin duda alguna, el chico no usaría así la tabla. Sin duda alguna, volaría con ella

(como si se lo llevara el demonio)

como si no existiera el mañana.

La sensación agradable se le apagó en el pecho. Vio, con demasiada claridad, que la tabla huía bajo sus pies para seguir disparada calle abajo, sin estorbos, con su verde fosforescente, ese color que sólo a los chicos podía gustar. Se vio cayendo sentado, tal vez de espaldas. La imagen se borró lentamente dejando lugar a una habitación privada en el Hospital Municipal de Derry, como aquella donde habían visto a Eddie con el brazo fracturado. Bill Denbrough, con el torso enyesado y una pierna en tracción. Entra un médico, mira su gráfico, le echa un vistazo y dice: «Ha cometido dos faltas graves, señor Denbrough. La primera: conducción temeraria de una tabla de patinar. La segunda: olvidar que ya está cerca de los cuarenta años».

Se agachó, volvió a recoger la tabla y la devolvió a su dueño.

—Mejor no —dijo.

—Gallina —contestó el chico, no sin amabilidad.

Bill escondió los pulgares bajo los brazos y sacudió los codos, diciendo:

—Cloc-cloc-cloc…

El chico se echó a reír.

—Bueno, me tengo que ir a casa.

—Ten cuidado con eso —advirtió Bill.

—Con un patinete no se puede tener cuidado —respondió el chico, mirando a Bill como si ese adulto tuviera la cabeza llena de serrín.

—Cierto —dijo Bill—. Está bien, te entiendo. Pero no te acerques a las cloacas ni a los desagües. Y cuando salgas, hazlo siempre con tus amigos.

El chico asintió.

—Estoy cerca de mi casa.

También mi hermano estaba cerca de casa, pensó Bill. Y dijo:

—De cualquier modo, pasará pronto.

—¿Sí? —inquirió el muchachito.

—Creo que sí.

—Bueno. Hasta luego… ¡Gallina!

El chico puso un pie en la tabla y empujó con el otro. Una vez estuvo en movimiento, subió también el otro pie y salió calle abajo como un trueno, a una velocidad que Bill consideró suicida. Pero manejaba la tabla tal como él había supuesto: con garbosos e indiferentes movimientos de cadera. Bill sintió de pronto afecto por él, entusiasmo, el deseo de ser ese niño junto con un miedo casi sofocante. El chiquillo volaba como si no existieran la muerte y el envejecimiento. Parecía eterno e ineludible con sus pantaloncitos de boy scout y sus zapatillas raídas, sus tobillos desnudos y sucios, el pelo flotando hacia atrás.

¡Cuidado, hijo, que vas a pasar de largo en la esquina!, pensó Bill, alarmado. Pero el chico disparó sus caderas a la izquierda, como un bailarín de break-dance; los dedos de sus pies giraron sobre la tabla verde y, sin esfuerzo, giró zumbando hacia Jackson Street, dando por sentado que no habría allí nadie cerrando el paso.

No siempre será así, hijo, pensó Bill.

Siguió caminando hasta su vieja casa, pero no se detuvo; se limitó a aminorar el paso como quien vagabundea. En el prado había gente: una madre en una mecedora, con un bebé dormido en los brazos, contemplaba a dos niños, de ocho y diez años, aproximadamente, que jugaban al bádminton en el césped, aún mojado por la lluvia. El menor logró lanzar la pelota sobre la red y la mujer gritó:

—¡Bravo, Sean!

La casa aún estaba pintada de verde oscuro y tenía el mismo tragaluz sobre la puerta, pero los parterres de su madre habían desaparecido. También, por lo visto, las barras para gimnasia que su padre había levantado en el fondo, con caños viejos. Recordó que, un día, Georgie se había caído de lo más alto astillándose un diente. ¡Cómo había llorado!

Vio todo eso (lo viejo y lo nuevo) y pensó en acercarse a la mujer que tenía al bebé dormido en los brazos. Pensó decirle: «Hola, me llamo Bill Denbrough. En otros tiempos vivía en esta casa». La mujer diría: «Ah, qué bien». ¿Y qué más? ¿Podría preguntarle si en la viga de la buhardilla aún estaba la cara que él había tallado cuidadosamente, la que él y Georgie solían usar para probar puntería con los dardos? ¿Podría preguntarle si sus hijos dormían, a veces, en el porche trasero, en noches muy calurosas, hablando en voz baja mientras observaban la danza de los relámpagos en el horizonte? Tal vez podría hacer esas preguntas, pero era seguro que tartamudearía mucho si trataba de mostrarse simpático. Y en realidad, ¿quería las respuestas? Tras la muerte de Georgie, aquella casa se había vuelto fría. De cualquier modo, lo que él buscaba con su retorno a Derry, fuera lo que fuese, no estaba allí.

Así que siguió hasta la esquina y giró a la derecha, sin mirar atrás.

Pronto se encontró en Kansas Street rumbo al centro otra vez. Se detuvo por un rato ante la cerca que bordeaba la acera para contemplar Los Barrens. La cerca era la misma: madera desvencijada cuya pintura blanca se estaba borrando. Y Los Barrens parecían estar igual… más salvajes, tal vez. Las únicas diferencias visibles eran un largo puente que cruzaba sobre el enmarañado verdor (la extensión de la autopista) y la desaparición de la sucia humareda que siempre había indicado el sitio del vertedero municipal reemplazado por una moderna planta de procesamiento de desperdicios. Todo lo demás estaba tan igual como si él lo hubiera visto el verano anterior: hierbas y matojos que descendían hacia esa zona plana, pantanosa, ubicada a la izquierda y a densos bosquecillos de arbustos achaparrados a la izquierda. Vio los cañaverales que ellos llamaban bambúes, cuyos tallos plateados alcanzaban tres y cuatro metros de altura. Recordó que Richie, cierta vez, había tratado de fumar de eso, asegurando que era como lo que fumaban los músicos de jazz y que estimulaba. Sólo había conseguido ponerse enfermo.

Bill oía el rumor del agua que corría en múltiples arroyuelos, mientras el sol se reflejaba en la amplia extensión del Kenduskeag. Y el olor era el mismo, aun desaparecido el vertedero. El denso perfume de la vegetación, en lo más acentuado del crecimiento primaveral, no llegaba a disimular el hedor de los desechos humanos, leves, pero inconfundibles. Olor a corrupción: un vaho del mundo subterráneo.

Aquí es donde acabó todo aquella vez y donde acabará ahora —pensó con un estremecimiento—. Aquí dentro… bajo la ciudad.

Se detuvo por un rato convencido de que debía ver algo, alguna manifestación del mal que iban a combatir. No había nada. Oía correr el agua, un sonido lleno de vida, primaveral, que le hizo pensar en el dique construido allá abajo. Los árboles y los arbustos ondulaban ante la leve brisa. No había nada más. Ni señales. Siguió caminando, sacudiéndose el polvo blanco de las manos.

Continuó camino del centro, medio recordando, medio soñando, hasta que apareció otra criatura. Esa vez era una niña de unos diez años con pantalones de pana y blusa roja desteñida. Iba haciendo rebotar una pelota con una mano y en la otra llevaba una muñeca cogida por el pelo rubio.

—¡Oye! —dijo Bill.

Ella levantó la mirada.

—¿Qué?

—¿Cuál es la mejor tienda de Derry?

Ella lo pensó por un momento.

—¿Para mí o para cualquiera?

—Para ti —dijo Bill.

—Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano —dijo ella sin vacilar.

—¿Cómo has dicho?

—¿Eh?

—Preguntaba si eso era el nombre de una tienda.

—Por supuesto —replicó la niña, mirando a Bill como si lo creyera débil mental—. Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano. Mi madre dice que es un local de trastos viejos, pero a mí me gusta. Tienen cosas viejas. Discos que una ni conoce. Y postales. Tiene olor a buhardilla. Me tengo que ir. Adiós.

Siguió caminando sin mirar atrás haciendo rebotar su pelota y con la muñeca cogida por el pelo.

—¡Oye! —le gritó Bill.

Ella se volvió, con desparpajo.

—¿Cómo ha dicho?

—La tienda. ¿Dónde está?

—Siga recto. Está al pie de Up-Mile Hill.

Bill sintió que el pasado se plegaba sobre sí, se plegaba sobre él. No había sido su intención preguntar nada a la niña: la pregunta había salido de su boca como el corcho de una botella de champán.

Descendió por Up-Mile Hill rumbo al centro. Los depósitos y frigoríficos que recordaba desde su niñez (sombríos edificios de ladrillos, con ventanas sucias que rezumaban repulsivos olores de carne) habían desaparecido en su mayoría, si bien aún estaban allí el Armour y el Star. Pero Hemphill ya no existía; Eagle Beef y Kosher habían sido reemplazados por un Banco y una panadería. Y en el sitio anexo de Tracker Hermanos había un cartel con letras anticuadas que anunciaba como había anticipado la niña del muñeco: ROSA DE SEGUNDA MANO, ROPAS DE SEGUNDA MANO. Los ladrillos estaban pintados de un color amarillo que quizá había sido alegre, diez o doce años antes. Ahora se veía sucio, como el color que Audra llamaba «amarillo orina».

Bill se encaminó lentamente hacia allí mientras esa sensación de cosa ya vivida volvía a él. Más tarde diría a los otros que estaba seguro de cuál era el fantasma iba a ver antes de haberlo visto.

El escaparate de Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano estaba peor que sucio: estaba mugriento. No se trataba de uno de esos locales de antigüedades del Este, con bonitas camitas talladas y armarios finos o vajilla vendida en la época de la Depresión iluminada por reflectores ocultos: eso era lo que su madre llamaba, con absoluto desdén, «una compraventa yanqui». Los artículos estaban desparramados en profusión, amontonados sin sentido aquí, allá y en todas partes. Había vestidos colgados de perchas, guitarras atadas del mástil como si fueran criminales ejecutados. Había una caja con discos de 45 revoluciones: DIEZ CENTAVOS CADA UNO, decía el letrero; DOCE POR UN DOLAR. ANDREWS SISTERS, PERRY COMO, JIMMY ROGERS, OTROS. Había conjuntos para niños y horribles zapatos con una tarjeta: USADOS PERO EN BUEN ESTADO, UN DOLAR UN PAR. Había dos televisores que parecían ciegos. Un tercero lanzaba imágenes legañosas de La tribu de los Brady a la calle. Una caja de libros viejos en ediciones baratas, casi todos sin tapa (DOS POR 0,25, DIEZ POR UN DOLAR, HAY MÁS ADENTRO, ALGUNOS PICANTES), descansaba sobre una radio grande, de sucia cubierta de plástico blanco, con un dial más grande que un despertador. Ramos de flores plásticas, en floreros sucios, decoraban una mesa de comedor astillada y llena de marcas.

Bill vio todas esas cosas como caótico fondo de lo que había atraído inmediatamente su mirada. La contempló con ojos grandes, incrédulos. La carne de gallina corría por su cuerpo, hacia arriba y hacia abajo. Sentía la frente caliente, las manos frías. Por un momento tuvo la impresión de que todas las puertas interiores se abrirían de par en par y lo recordaría todo.

Allí estaba Silver, en el escaparate de la derecha.

Aún le faltaba el soporte y la herrumbre había florecido en los guardabarros, pero la bocina seguía en su manillar, aunque el bulbo de goma estuviera marcado por los años y las grietas. La bocina en sí, que Bill había mantenido siempre bien lustrada, estaba opaca y llena de abolladuras. El cesto trasero, plano, que tantas veces sirvió de asiento a Richie, aún estaba en su sitio, pero torcido, colgando de un solo tornillo. Alguien había cubierto el asiento con falso cuero de tigre, ya tan raído que las rayas eran casi invisibles.

Silver.

Bill levantó una mano distraída para secarse las lágrimas que le resbalaban lentamente por las mejillas. Después de hacerlo mejor con el pañuelo, entró.

La atmósfera de Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano tenía el musgo de los años. Era, como había dicho la niña, un olor a buhardilla, pero no agradable como los olores de ciertas buhardillas. No era olor a aceite de lino primorosamente aplicado a mesas viejas ni a terciopelos y panas antiguas. Era olor a encuadernaciones podridas, a sucios plásticos cocinados por el sol del verano, a polvo y a cagarrutas de ratón.

Desde el televisor del escaparate La tribu de los Brady carcajeaba y gritaba. Con ella competía, desde algún sitio de la trastienda, la voz radiofónica de un discjockey que se identificaba como «tu amigo Bobby Russell», prometiendo el nuevo álbum de Prince a quien llamara por teléfono y pudiera dar el nombre del actor que había representado a Wally en Leave It to Beaver. Bill lo sabía: era un chico llamado Tony Dow, pero no tenía interés en ese disco. La radio estaba en un estante alto entre varias fotos del siglo XIX. Debajo estaba el propietario, un hombre cuarentón vestido con vaqueros modernos y camiseta de red. Llevaba el pelo alisado hacia atrás y estaba, más que flaco, consumido. Tenía los pies apoyados en el escritorio repleto de libros de contabilidad entre los que se imponía una vieja caja registradora. Estaba leyendo una novela en edición barata que, sin duda, nunca había sido nominada para el premio Pulitzer; se titulaba Los machos del andamio. En el suelo, frente al escritorio, había un poste de barbería con las bandas girando hacia arriba hasta el infinito. Su cable gastado serpenteaba por el suelo hasta un enchufe, como una serpiente cansada. Frente a él, la tarjeta decía: ¡ESPECIE EN EXTINCIÓN! 250 DÓLARES.

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