—¿Quieres jugar otro poco, Richie? ¿Qué te parece si te señalo el pito y te provoco un cáncer de próstata? También puedo apuntarte a la cabeza y dejarte un buen tumor cerebral…, pero la gente diría que no hice sino aumentar lo que ya estaba ahí. Puedo señalarte la boca y esa lengua estúpida se convertirá en un montón de pus chorreante. Puedo, Richie. ¿Quieres verlo?
Los ojos de Eso se estaban ensanchando, y en esas pupilas negras, grandes como balones, Richie vio la demencial oscuridad que debía existir detrás del universo; vio una asquerosa felicidad que lo llevaría a la locura. En ese momento comprendió que Eso podría hacer cualquiera de esas cosas y más.
Sin embargo, oyó su propia voz, aunque por entonces ya no era su voz, ni tampoco una de sus Voces creadas, pasadas o presentes. Era una Voz que nunca había oído, alta y orgullosa, chillona, que se hacía burla a sí misma. Una voz de negro viejo.
—Salme de ensima, payaso trompetero e’ sirco viejo —chilló y, de repente, se vio riendo otra vez—. Yo tengo el mango, la lengua y la polla pa’ mandar. Yo tengo el tiempo y la mina pa’ haser lo que quiera. Y si no te vas cagando, te vo’ a sacar la mierda a palo’. ¿Me oye’, cara pálida ‘e letrina?
Richie creyó notar que el payaso se encogía, pero no se detuvo a comprobarlo. Corrió con los codos convertidos en pistones y la chaqueta flameando detrás, sin importarle que el padre de un pequeño lo mirara con desconfianza, como a un loco. En realidad, amigo —pensó Richie—, creo que me he vuelto loco. Oh Dios, sí. Y ésa ha debido ser la peor imitación de la historia, pero de algún modo sirvió…
Y entonces la voz del payaso tronó tras él. El padre del pequeño no la oyó, pero el niño, frunció súbitamente el rostro y empezó a llorar. El padre lo estrechó contra el pecho, desconcertado. Richie, a pesar de su propio terror, observó por el rabillo del ojo ese pequeño espectáculo secundario. Mientras tanto, la voz del payaso sonaba, tal vez jubilosa, tal vez enojada:
Aquí abajo tenemos el ojo, Richie, ¿me oyes? El que se arrastra. Si no quieres volar, si no quieres despedirte, baja por debajo de esta ciudad y saluda al gran ojo. Baja y lo verás cuando quieras. Cuando quieras, ¿me oyes, Richie? Trae tu yo-yo. Haz que Beverly se ponga una falda ancha, con cuatro o cinco enaguas. Que se ponga el anillo del marido al cuello. Que Eddie se ponga los mocasines finos. ¡Vamos a jugar, Richie! ¡Y escucharemos todos, TODOS LOS ÉXITOS!
Al llegar a la acera, Richie se atrevió a mirar sobre el hombro, pero lo que vio no era en absoluto reconfortante. Paul Bunyan no había reaparecido. El payaso tampoco estaba. En lugar de ambos había una estatua de plástico de seis metros que representaba a Buddy Holly. Tenía una escarapela en una de las estrechas solapas de su chaqueta a cuadros. Rezaba: ROCK-SHOW «TODOS MUERTOS».
Una de las patillas de sus gafas estaba reparada con cinta adhesiva.
El pequeño lloraba histéricamente; el padre se lo llevaba rápidamente hacia el centro, en brazos, pero dio un amplio rodeo al pasar cerca de Richie.
Richie siguió caminando
(que las piernas no me fallen)
tratando de no pensar en
(escucharemos todos, TODOS LOS ÉXITOS)
lo que acababa de pasar. Sólo quería pensar en la monstruosa medida de whisky que tomaría en el bar del «Town House» antes de echarse a dormir la siesta.
La idea de una copa, una de la inofensiva variedad doméstica, lo hizo sentir mejor. Miró sobre el hombro una vez más y el hecho de que Paul Bunyan estuviera otra vez allí, sonriendo al cielo, con el hacha de plástico al hombro, lo hizo sentir mejor aún. Empezó a apretar el paso poniendo distancia entre él y la estatua. Hasta empezaba a pensar en que todo hubiera sido una alucinación cuando el dolor volvió a herirle los ojos, profundo e insoportable, haciéndole dar un grito ronco. Una chica bonita que iba caminando delante de él con la vista perdida en las nubes, soñadora, se volvió a mirarlo y, tras una momentánea vacilación, se acerco apresuradamente.
—¿Se siente bien, señor?
—Son mis lentillas —dijo él con voz tensa—, mis malditas lentillas. ¡Oh, Dios, cómo duele!
Levantó los dedos tan deprisa que estuvo a punto de metérselos en los ojos. Mientras bajaba los párpados, pensó: No voy a poder parpadear para sacármelos, eso es lo que va a pasar, no voy a poder y seguirá doliendo, doliendo, doliendo, hasta que me quede ciego, ciego, ci…
Pero un parpadeo bastó, como siempre. El mundo nítido y definido, donde los colores se mantenían dentro de los límites y las caras eran claras, obvias, cayó. En su lugar aparecieron grandes borrones de color pastel. Y aunque la chica lo ayudó a buscar en la acera durante casi quince minutos, ninguno de los dos pudo encontrar siquiera una de las lentillas.
En el fondo de su mente, Richie creyó oír la risa del payaso.
5
Bill Denbrough ve un fantasma
Esa tarde, Bill no vio a Pennywise…, pero sí vio un fantasma. Un fantasma de verdad. Así lo creyó entonces y ningún acontecimiento subsiguiente le hizo cambiar de opinión.
Había subido por Witcham Street y se detuvo un rato junto a la boca de tormenta donde George había encontrado su fin aquel lluvioso día de octubre de 1957. Se puso en cuclillas para mirar hacia dentro de aquella boca, abierta en la piedra del bordillo. El corazón le palpitaba, pero miró, de cualquier modo.
—Eh, ¿por qué no sales? —dijo, en voz baja.
Y tuvo la idea, no muy descabellada, de que su voz flotaba por pasillos oscuros y chorreantes sin apagarse, alimentándose de sus propios ecos, rebotando en las paredes de piedra musgosa y en la maquinaria, muerta desde hacía mucho tiempo. La sintió flotar sobre aguas quietas y sombrías, y tal vez repetirse simultáneamente desde cien desagües diferentes en otras partes de la ciudad.
—Si no sales, iremos a buscarte.
Esperó la respuesta, nervioso, agachado y con las manos entre los muslos, como, un catcher entre dos jugadas. No hubo contestación.
Iba a incorporarse cuando una sombra cayó sobre él.
Bill levantó la vista, ansioso, listo para cualquier cosa… pero, era sólo un niño, tal vez de diez u once años. Llevaba pantaloncitos desteñidos de boy scout que exhibían sus rodillas llenas de costras. Tenía un helado en una mano y en la otra una tabla de patinar de Fiberglas, casi tan maltratada como sus rodillas. El polo era naranja fosforescente. La tabla era verde fosforescente.
—¿Usted siempre habla con las cloacas, señor? —preguntó el niño.
—Sólo cuando estoy en Derry —dijo Bill.
Se miraron con solemnidad, por un momento, y luego rompieron a reír al mismo tiempo.
—Quiero hacerte una p-p-pregunta estúpida —dijo Bill.
—Diga.
—¿Has oído algo alguna vez en una de éstas?
El chico miró a Bill como si lo creyera chiflado.
—E-está bien —dijo él—, dejémoslo a-a-así.
Siguió caminando; se había alejado diez o doce pasos, colina arriba, con la vaga idea de echar un vistazo a su antigua casa, cuando el niño lo llamó:
—¿Señor?
Bill se volvió. Llevaba la americana deportiva enganchada en un dedo y echada sobre el hombro, el cuello desabrochado y la corbata floja. El niño lo observó con atención, como si lamentara su decisión de seguir hablando. Por fin se encogió de hombros, como si pensara: «Bah, al infierno».
—Sí.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Qué decía?
—No sé. Era un idioma extranjero. Lo oí en una de esas estaciones de bombeo, que hay en Los Barrens, esas que parecen tubos que salen del suelo.
—Sí, ya sé a qué te refieres. Lo que oíste, ¿era un chico?
—Al principio era un chico; después parecía un hombre. —El niño hizo una pausa—. Me dio un poco de miedo. Corrí a casa y se lo dije a mi padre. Él dijo que debía ser un eco o algo así, que venía por las tuberías desde alguna casa.
—¿Y crees que era eso?
El chico sonrió con simpatía.
—En mi Créase o no, de Ripley, leí que un tipo sacaba música de sus dientes. Música de radio. Sus empastes eran como radios pequeñitas. Creo que, si me creí eso, puedo creer cualquier cosa.
—A-ajá —dijo Bill—. Pero esto, ¿lo crees?
El chico sacudió la cabeza con desgana.
—¿Alguna vez volviste a oír esas voces?
—Una vez sí, cuando me estaba bañando —dijo el pequeño—. Era una voz de chica. Sólo lloraba. No decía nada. Cuando terminó me dio miedo sacar el tapón, porque me pareció que podía ahogarla, ¿me entiende?
Bill volvió a asentir.
El chico lo miraba con franqueza, los ojos brillantes y fascinados.
—¿Usted conoce esas voces, señor?
—Las oí —dijo Bill—. Hace mucho, mucho tiempo. ¿Conocías a alguno de los chi-chicos que han sido asesinados aquí, hijo?
Los ojos del niño perdieron el brillo y cobraron inquietud y cautela.
—Dice mi padre que no debo hablar con desconocidos. Dice que cualquiera podría ser el asesino.
Dio otro paso para alejarse de Bill, retirándose hacia la sombra del olmo donde él había estrellado su bicicleta veintisiete años atrás torciendo el manillar.
—Yo no, chico —le dijo él—. Estuve cuatro meses en Inglaterra. Llegué ayer.
—De cualquier modo no tengo que hablar con usted —insistió el chico.
—Me parece bien —convino Bill—. Estamos en un p-p-país libre.
Después de una pausa, el niño dijo:
—A veces jugaba con Johnny Feury. Era un buen chico. Lloré —concluyó, como sin dar importancia al asunto y se tragó el resto del polo. Como si acabara de acordarse, sacó la lengua, momentáneamente, de un naranja brillante, y se lamió el brazo.
—No te acerques a las cloacas ni a las alcantarillas —dijo Bill en voz baja—. Mantente lejos de lugares desiertos. Y de los patios del ferrocarril. Pero, sobre todo, no te acerques a las cloacas ni a las bocas de tormenta.
Los ojos del chico habían recobrado el brillo. Por un rato no dijo nada. Después:
—Señor, ¿quiere que le cuente algo divertido? —preguntó al fin.
—Claro.
—¿Usted vio esa película del tiburón que se comía a todo el mundo?
—La vio todo el mundo. Tiburón.
—Bueno, tengo un amigo que se llama Tommy Vicananza. No es muy inteligente. Tiene serrín en la cabeza, no sé si me entiende.
—Ya.
—Cree que vio a ese tiburón en el canal. Hace un par de semanas estaba solo en el parque Bassey y dice que vio una aleta. Que tenía dos metros y medio, tres metros… Dice que la aleta sola era así de grande, ¿se da cuenta? Y dice: «Fue el tiburón lo que mató a Johnny y a los otros chicos. Yo lo sé porque lo vi». Y yo le digo: «Vamos, Tommy, ese canal está tan contaminado que ni las mojarritas podrían vivir allí. Y vienes a decirme que viste al tiburón. Lo que pasa es que tienes serrín en la cabeza». Pero Tommy dice que lo vio levantarse en el agua, como hacia al final de la película; dice que trató de morderlo, pero que él se escapó a tiempo. Qué divertido, ¿no, señor?
—Muy divertido —dijo Bill.
—¿No es cierto que tiene serrín en la cabeza?
Bill vaciló.
—No te acerques tampoco al canal, hijo ¿me entiendes?
—Entonces, ¿usted se lo cree?
Bill vaciló de nuevo. Iba a encogerse de hombros, pero acabó haciendo una señal de asentimiento. El chico dejó escapar el aliento en un susurro grave, siseante, y bajó la cabeza como avergonzado.
—Sí. A veces creo que yo también tengo serrín en la cabeza.
—Te entiendo. —Bill se acercó al chico, que lo miró con solemnidad, sin apartarse—. Te estás destrozando las rodillas con esa tabla, hijo.
El niño se miró las rodillas llenas de costras y sonrió.
—Sí, creo que sí, a veces me caigo.
—¿Puedo probarla? —preguntó Bill, súbitamente.
El chico lo miró, boquiabierto; después se echó a reír.
—¡Qué divertido! —comentó—. Nunca vi a un mayor en una tabla de patinar.
—Te daré veinticinco centavos —dijo Bill.
—Dice mi papá…
—Que nunca aceptes dinero ni golosinas de desconocidos. Es un buen consejo. De cualquier modo, te daré ve-veinticinco centavos. ¿Qué te parece? Iré sólo hasta la esquina de la calle Jackson.
—Quédese con la pasta —dijo el chico, rompiendo a reír otra vez; era una risa alegre y sin complicaciones, fresca—. No la necesito. Tengo dos dólares. Prácticamente, soy rico. Pero eso es algo que quiero ver. Eso sí: si se rompe algo, no me eche la culpa a mí.
—No te preocupes —repuso Bill—. Estoy asegurado.
Hizo girar una de las ruedas de la tabla con el dedo; le gustó la veloz facilidad con que giraba: parecía haber un millón de cojinetes allí dentro. Sonaba bien y despertaba algo muy antiguo en el pecho de Bill. Un deseo caliente como la voluntad, encantador como el amor. Sonrió.