Pero sintió que no podía moverse; le invadía una especie de apatía. ¿Qué importaba? Se había adormecido; aquello era un sueño. En cualquier momento, algún automovilista haría sonar la bocina y él despertaría.
—Eso es —había tronado el gigante—: ¡Despertarás en el infierno!
Y en el último instante, cuando el hacha llegaba a lo más alto y quedaba allí, en equilibrio, Richie comprendió que no se trataba de un sueño. En todo caso, era un sueño que podía matar.
Tratando de gritar, pero sin poder emitir sonido alguno, rodó desde el banco a la grava que rodeaba la estatua, aunque ahora sólo quedaba de ella una base con dos enormes tornillos de acero, allí donde habían estado los pies. El sonido del hacha colmó el mundo con su insistente susurro. La sonrisa del gigante se había convertido en una mueca asesina. Sus labios descubrían las encías de plástico rojo, odiosamente rojo, reluciente.
La hoja del hacha golpeó el banco allí donde había estado Richie un momento antes. El borde era tan afilado que casi no se la oyó, pero el banco quedó instantáneamente partido en dos. Ambas mitades se separaron y cayeron a los lados; dentro de la pintura vede, la madera tenía un color blanco enfermizo.
Richie estaba de espaldas. Siempre tratando de gritar, se arrastró hacia atrás con los talones. La grava se le metió por el cuello de la camisa y el fondillo de los pantalones. Y allí estaba Paul, muy erguido ante él, mirándolo con ojos del tamaño de túneles. Allí estaba Paul, mirando al niñito que se acurrucaba contra la grava.
El gigante dio un paso hacia él. Richie sintió que la tierra se estremecía al golpe de la bota negra. La grava se levantó en una nube.
Richie rodó hasta quedar boca abajo y se levantó, tambaleante. Sus piernas intentaron correr antes de que hubiese recobrado el equilibrio y volvió a caer de plano sobre el vientre. Oyó el aliento que abandonaba sus pulmones en un soplo. El pelo le cayó sobre los ojos. El tráfico seguía corriendo por las calles Main y Canal, como todos los días, como si nada pasara, como si nadie, en esos coches, se diese cuenta de que Paul Bunyan había cobrado vida y bajado de su pedestal a fin de cometer un asesinato con un hacha que parecía una rulot.
Se borró la luz del sol. Richie yacía en un parche de sombra que tenía la silueta de un hombre.
Se arrastró de rodillas, estuvo a punto de caer de lado, logró levantarse y echó a correr. Corrió con las rodillas casi tocando el pecho y los codos sacudidos como pistones. Detrás de él se oía otra vez ese susurro espantoso, persistente, que no parecía sonido, en realidad, sino una presión sobre la piel, contra los tímpanos: suiiippp…
La tierra tembló. Los dientes de Richie se entrechocaron como platos en un terremoto. Richie no necesitaba volverse a mirar para saber que el hacha de Paul se había enterrado hasta el mango en la acera, a centímetros de sus pies.
Enloquecido, en su mente, oyó cantar a los Dovells: Oh the kids in Bristol are sharp as a pistol when they do the Bristol Stomp…
Salió de la sombra a la luz, nuevamente, y entonces empezó a reír. Era la misma risa exhausta que la había surgido al huir por las escaleras de la tienda. Jadeante, con esa punzada ardiente otra vez en el costado, se arriesgó, por fin, a mirar sobre el hombro.
Allá estaba la estatua de Paul Bunyan, de pie en su pedestal, como siempre, con el hacha al hombro y la cabeza levantada hacia el firmamento, con los labios entreabiertos en la sonrisa eterna, optimista del héroe mítico. El banco que su hacha había partido en dos estaba intacto, muchas gracias. La grava en la que el gigante había plantado su enorme pie permanecía rastrillada pulcramente, exceptuando el sitio en que Richie cayó mientras
(huía del gigante)
dormitaba. No había huellas, ni marcas del hacha en el cemento. No había sino un chico que había sido perseguido por otros chicos más grandes y que, por lo tanto, había tenido un pequeño (pero potente) sueño sobre un coloso homicida. El Henry Bowers tamaño super, como quien dice.
—Mierda —dijo Richie, con voz tenue y temblorosa. Después emitió una risa insegura.
Permaneció allí un rato más para ver si la estatua volvía a moverse (quizá le hiciese un guiño, quizá pasase el hacha de un hombro a otro, quizá bajase a atacarlo otra vez). Pero no pasó nada, por supuesto.
Por supuesto.
¿Qué, preocuparme yo? Ja, ja, jajá.
Un sueño. Nada más que eso.
Pero tal como había dicho Abraham Lincoln o Sócrates o alguien así, cada cosa a su tiempo. Era hora de volver a casa y tranquilizarse.
Y, si bien habría sido más rápido cortar por los terrenos del Centro Municipal, decidió no hacerlo. No quería acercarse otra vez a la estatua. Por lo tanto, siguió el camino más largo y, al caer la noche, ya había olvidado el incidente casi por completo.
Hasta ese momento.
He aquí un hombre —pensó—, he aquí un hombre vestido con las ropas más caras de Los Ángeles; con sus lentillas cómodamente adaptadas a los ojos; he aquí un hombre que recuerda el sueño de un niño, para quien una camisa de cuello cerrado y un par de zapatos con hebillas eran el colmo de la elegancia; he aquí un adulto que contempla la misma estatua. Y aquí estoy, viejo Paul, para decirte que no has cambiado nada, no has envejecido un solo día, grandísimo hijo de puta.
La antigua explicación aún resonaba en su mente: un sueño.
Si era necesario, podía creer en monstruos. Los monstruos no eran gran cosa. ¿Acaso no había transmitido por radio, más de una vez, los informativos referidos a gente como Idi Amin Dada y Jim Jones o ese tipo que había hecho volar a tanta gente en un restaurante? ¡Los monstruos eran cosa de todos los días! ¿A quién le hacía falta pagar una entrada de cine cuando salía más barato un diario y gratis un informativo radiofónico? Y quien puede creer en monstruos como Jim Jones, bien podía creer en la variedad propuesta por Mike Hanlon, al menos por un tiempo. Hasta podía decirse que Eso tenía su propio y lamentable encanto, pues venía del exterior y nadie era responsable de él. Rich podía creer en un monstruo con tantas caras como máscaras de goma en una tienda de novedades, al menos en teoría. Pero una estatua de plástico de seis metros que bajase de su pedestal y tratase de cortarlo a uno con un hacha de plástico… Eso ya era demasiado. Y tal como había dicho Abraham Lincoln, Sócrates o alguno de ésos, uno puede tragarse muchas cosas, pero otras no. No sólo porque…
Otra vez el agudo aguijonazo en los ojos, sin previo aviso, arrancándole un grito espantado. Ése fue peor: más hondo y más prolongado. Lo asustó a muerte. Se cubrió los ojos con las manos y buscó, instintivamente, el párpado inferior con la intención de sacarse las lentillas. Tal vez sea una especie de infección. ¡Pero cómo duele, por Dios!
Tiró de los párpados hacia abajo. Estaba listo para parpadear, con el gesto practicado que haría saltar las lentillas (y pasaría los quince minutos siguientes buscándolas a tientas entre la grava, pero a quién le importaba, si en ese momento sentía clavos en los ojos) cuando el dolor desapareció. No fue cediendo poco a poco: desapareció de un momento a otro. Sus ojos lagrimearon por un instante, nada más.
Bajó lentamente las manos, con el corazón galopándole en el pecho; estaba listo para quitárselas en el momento en que el dolor volviese a comenzar. No hizo falta. Y de pronto se descubrió pensando en la única película de terror que lo había asustado de verdad, cuando era niño, tal vez por todo lo que le habían fastidiado por sus gafas y por lo mucho que sufría en su vista. Esa película había sido The crawling eye con Forrest Tucker. No era muy buena. Los otros se habían desternillado, pero Richie no. Richie había quedado frío, blanco y mudo sin una sola de sus Voces a la que recurrir mientras ese ojo gelatinoso salía de la niebla londinense prefabricada en el plató, haciendo ondular sus tentáculos fibrosos. Algo malo, la visión de aquel ojo, en ella habían tomado cuerpo cien temores e inquietudes no del todo comprendidos. Una noche, poco después, había soñado que se miraba al espejo y sacaba un largo alfiler clavándolo lentamente en el iris negro de su ojo, sintiendo la resistencia entumecida y acuosa que se llenaba de sangre. Recordaba (ahora lo recordaba) que, al despertar, había encontrado la cama orinada. Y la mejor señal de lo horroroso que había sido el sueño era el hecho de no haberse avergonzado ante esa indiscreción nocturna: con alivio, había abrazado la tela mojada bendiciendo la realidad de su vista.
—Al cuerno —dijo Richie Tozier, en voz baja y no muy firme.
Y se levantó para irse.
Volvería al «Town House» para dormir una siesta. Si ésa era la calle del Recuerdo, prefería las autopistas de Los Ángeles en las horas punta. El dolor de sus ojos debía ser, solamente, un síntoma de su cansancio más la tensión de encontrarse con el pasado de improviso, en una sola tarde. Basta de golpes, basta de explorar. No le gustaba el modo en que su mente resbalaba de un tema a otro. Ya se había horrorizado bastante. Era hora de dormir un poco y tomar cierta distancia con respecto a las cosas.
Al levantarse, sus ojos fueron a la marquesina del Centro Municipal, una vez más. Y de inmediato perdió la fuerza de las piernas. Tuvo que sentarse otra vez. Dejándose caer.
RICHIE TOZIER, EL HOMBRE DE LAS MIL VOCES
VUELVE A DERRY, LA TIERRA DE LAS MIL DANZAS.
EN HONOR DE BOCAZAS,
EL CENTRO MUNICIPAL PRESENTA CON ORGULLO
EL ROCK-SHOW DE RICHIE TOZIER «TODOS MUERTOS»
BUDDY HOLLY RICHIE VALENS THE BING BOPPER
FRANKIE LYMON GENE VINCENT MARVIN GAYE
GRUPO
JIMI HENDRIX (primera guitarra)
JOHN LENNON (guitarra rítmica)
PHIL LINOTT (guitarra bajo)
KEITH MOON (batería)
VOCALISTA ESPECIALMENTE INVITADO: JIM MORRISON
¡BIENVENIDO A CASA, RICHIE!
¡TÚ TAMBIÉN ESTAS MUERTO!
Sintió como si alguien le hubiese quitado el aliento de un golpe… Y entonces oyó otra vez ese sonido, ese sonido que era casi una presión en la piel y los tímpanos, ese susurro homicida: suuuiiippp. Rodó del banco a la grava, pensando: Conque así es la sensación de cosa ya vivida; ahora ya lo sabes, no tendrás que preguntarlo nunca más…
Cayó sobre el hombro y rodó, levantando la vista hacia Paul Bunyan. Sólo que ya no era Paul Bunyan. Allí estaba, en cambio, el payaso, resplandeciente y evidente, fantástico y plástico, seis metros de colores brillantes, con el rostro pintado sobre una gola cósmica y cómica. Los pompones naranja, grandes como balones de baloncesto, corrían por la pechera de su traje plateado, fundidos en plástico. En vez de hacha, sostenía un enorme manojo de globos de plástico, en los que se leían dos inscripciones: PARA MÍ TODO SIGUE SIENDO ROCK AND ROLL y ROCK-SHOW DE RICHIE TOZIER «TODOS MUERTOS».
Se arrastró hacia atrás, con las palmas y los talones. La grava le entró por el fondillo de los pantalones. Sintió que se desgarraba una manga de su costosa chaqueta deportiva. Rodó sobre sí mismo, se puso de pie, tambaleante, miró hacia atrás. El payaso lo miraba. Sus ojos rodaban en las cuencas, húmedos.
—¿Lo he asustado, amigo? —tronó.
Y Richie oyó que su boca decía, sin relación alguna con su cerebro petrificado:
—Las emociones baratas, en el asiento trasero de mi coche, Bozo, eso es todo.
El payaso sonrió, asintiendo, como si no esperase otra cosa. Sus labios pintados de rojo se abrieron para mostrar unos dientes como colmillos, cada uno de los cuales terminaba en una punta de navaja.
—Podría cogerte ahora si quisiera —dijo—. Pero esto va a ser muy divertido.
—Para mí también —dijo la boca de Richie—. Y lo más divertido será cuando vayamos a arrancarte la cabeza, querido.
La sonrisa del payaso se ensanchó más aún. Levantó una mano, con su guante blanco, y Richie sintió que el viento provocado por el gesto le apartaba el pelo de la frente, como veintisiete años antes. El dedo índice lo señaló, grande como una viga.
Grande como una vi…, pensó Richie. Y entonces sintió de nuevo el dolor, hundiendo picas herrumbradas en la suave gelatina de sus ojos.
—Antes de mirar la paja en el ojo ajeno, fíjate en la viga que tienes en el propio —entonó el payaso, con voz vibrante.
Y Richie volvió a sentirse envuelto en el hedor dulzón de su aliento a carroña.
Levantó la vista y dio cinco o seis pasos apresurados hacia atrás. El payaso se estaba inclinando con las manos enguantadas apoyadas en las rodillas.