It (Eso) – Stephen King

Antes de que Richie pudiera impedirlo, su boca traidora espetó:

—¡Bien, talón de plátano!

Hubo un estallido de risa, tanto entre los compañeros de Henry como entre los de Richie, pero la cara de Henry no reía al levantarse; tenía, eso sí, el color de los ladrillos recién horneados.

—Ya te arreglaré después, cuatro ojos —dijo y siguió caminando.

La carcajada cesó de inmediato. Los chicos presentes miraron a Richie como si ya estuviera muerto. Henry no se detuvo a comprobar las reacciones: se fue, simplemente, con la cabeza gacha, los codos enrojecidos por el golpe y los fondillos del pantalón mojados. Al contemplar ese sitio mojado, Richie sintió que su boca, suicidamente ingeniosa, volvía a abrirse…, pero en esa oportunidad la cerró con fuerza, tan rápidamente que estuvo a punto de amputarse la punta de la lengua con la guillotina de sus dientes.

Bueno, pero ya lo olvidará —se dijo, intranquilo, mientras se cambiaba—. Lo olvidará, claro. El viejo Henry no tiene tantos circuitos de memoria en funcionamiento. Probablemente, cada vez que echa una cagada tiene que releer el manual de instrucciones, ja-ja.

Ja-ja.

—Date por muerto, Bocazas —le dijo Vince Boogers Taliendo, mientras se cubría con el slip un miembro con forma y tamaño de un cacahuete anémico. Pero lo dijo con cierto respeto entristecido—. No te preocupes. Te llevaré flores.

—Córtate las orejas y lleva coliflores —replicó Richie, vivaz.

Y todos rieron, hasta el viejo Boogers Taliendo. ¿Por qué no? Bien podían reír. ¿Preocuparme yo? Todos estarían en casa viendo a Jimmy Dodd y los Mosqueteros, El club de Mickey Mouse o a Frankie Lymon cantando «No soy un delincuente juvenil» en Bandas de América, mientras Richie volaba por el departamento de lencería femenina hacia el de juguetes derramando sudor por la espalda hasta la raja del culo, con sus aterrorizadas pelotas tan subidas que parecían colgarle del ombligo. Oh, sí, bien podían reír. Ja, ja, jajá.

Henry no se olvidó. Richie había salido por la puerta del parvulario, por si acaso, pero Henry tenía apostado a Belch Huggins allí, también por si acaso. Ja, ja, ja-já.

Richie vio a Belch primero; de lo contrario no habría existido carrera alguna. Belch estaba mirando hacia el parque de Derry, con un cigarrillo apagado en una mano, mientras se despegaba soñadoramente del culo los fondillos del pantalón con la otra. Richie, palpitante el corazón, cruzó silenciosamente el patio. Había caminado casi una manzana por Charter Street cuando Belch giró la cabeza y lo vio. Llamó a gritos a Henry y Victor y desde entonces se prolongaba la persecución.

Cuando Richie llegó al departamento de juguetes estaba total y horriblemente desierto. Ni siquiera quedaba allí algún vendedor retrasado, un bienvenido adulto que pusiera fin a la situación antes de que se les escapara de las manos. El chico oía ya la proximidad de los tres caballos del apocalipsis. Y ya no podía seguir corriendo. Cada inhalación le provocaba una intensa puntada en el flanco.

Su vista se fijó en una puerta que decía SALIDA DE EMERGENCIA SOLAMENTE. ALARMA CONECTADA. En su pecho se renovó la esperanza.

Corrió por el pasillo, atestado de Patos Donald en cajas de sorpresa, tanques del ejército norteamericano fabricados en Japón, pistolas de fulminante y robots a cuerda. Llegó a la puerta y golpeó la barra con todas sus fuerzas. La puerta se abrió dejando entrar el fresco aire de fines de invierno. La alarma se disparó con un relincho estridente. Inmediatamente, Richie giró hacia atrás y se dejó caer, a cuatro patas, en el siguiente pasillo. Desapareció de la vista antes de que la puerta volviera a cerrarse.

Henry, Belch y Victor irrumpieron en el departamento de juguetes en el momento en que la puerta se cerraba, con un chasquido, interrumpiendo la alarma. Corrieron hacia ella, Henry en cabeza, serio y decidido.

Por fin apareció un dependiente, a toda carrera. Llevaba un guardapolvo de nylon azul sobre la chaqueta a cuadros, de una fealdad insoportable y gafas tan rosas como ojos de conejo blanco. Richie le encontró parecido con Wally Cox en el papel del señor Peepers; tuvo que clausurar su boca traidora contra la carne del brazo, para impedir que soltara vendavales de exhausta risa.

—¡Eh, chicos! —exclamó el señor Peepers—. ¡No podéis salir por ahí! ¡Es una salida de emergencia! ¡Vosotros, eh! ¡A vosotros os hablo!

Victor le echó una mirada, algo nervioso, pero Henry y Belch no se apartaron de su camino, así que él acabó por seguirlos. La alarma volvió a bramar, esa vez por más tiempo, mientras ellos salían al callejón. Antes de que cesara de sonar, Richie estaba de pie y trotando otra vez hacia la sección de lencería.

—¡Haré que os prohíban la entrada a la tienda! —chilló el dependiente.

Richie, mirando sobre el hombro, usó su Voz de Abuelita Gruñona:

—¿Nunca le dijeron que es igualito al señor Peepers, joven?

Y así había escapado. Así había terminado a un kilómetro y medio de Freese’s frente al Centro Municipal… y, según sus devotas esperanzas, fuera de peligro. Al menos, por el momento. Estaba agotado. Se sentó en un banco, a la izquierda de la estatua de Paul Bunyan, buscando sólo un poco de paz para recomponerse. Dentro de poco se levantaría para volver a casa, pero por ahora le resultaba demasiado agradable estar así, sentado al sol de la tarde. El día se había iniciado frío, lluvioso y oscuro, pero ahora se podía creer que la primavera ya estaba en camino.

Más allá, en el mismo prado, se veía la marquesina del Centro Municipal, que en ese día de marzo ponía este mensaje en grandes letras azules, translúcidas:

¡CHICOS!

PRÓXIMAMENTE

¡EL ROCK AND ROLL SHOW DE ARNIE GINSBERG!

JERRY LEE LEWIS

THE PENGUINS

FRANKIE LYMON Y LOS TEENAGERS

GENE VINCENT Y LOS BLUE CAPS

FREDDY «BOOM-BOOM» CANNON

28 de marzo

¡UNA NOCHE DE SANO ENTRETENIMIENTO!

Era un espectáculo que Richie tenía muchas ganas de ver, pero sabía que no contaba con la menor posibilidad. Para su madre, una fiesta de sano entretenimiento no incluía a Jerry Lee Lewis diciendo a los jóvenes de América que tenemos una polla en el galpón, qué galpón, cuál galpón, mi galpón. Tampoco incluía a Freddy Cannon, cuya chica de Tallahassee tenía un chasis de alta fidelidad. Estaba dispuesta a admitir que, en sus tiempos de adolescente, se había dejado la garganta frente a Frank Sinatra, pero, tal como la madre de Bill Denbrough, no quería saber nada con el rock and roll. Chuck Berry la aterrorizaba; también declaraban que Richard Penniman, más conocido por sus votantes adolescentes con el apodo de Little Richard, le daba ganas de «ladrar como una gallina».

Frase de la que Richie nunca había pedido traducción.

Su padre era neutral con respecto al rock and roll, a él quizás, habría podido convencerlo, pero en el fondo Richie sabía que se impondrían los deseos de su madre, al menos, hasta que él tuviese dieciséis o diecisiete años. Y por entonces, según la firme convicción de su madre, la manía del rock habría quedado atrás.

Richie estaba seguro de que Danny y los Juniors tenían más razón que su madre al respecto: el rock and roll no moriría jamás. Por una parte, lo adoraba, aunque sus fuentes eran sólo dos: Bandas de América por el canal 7, por la tarde, y la WMEX de Boston por la noche, cuando el éter se aligeraba y la voz ronca, entusiasta, de Arnie Ginsberg ondulaba como la voz de un espíritu convocado en una sesión de espiritismo.

El ritmo no se limitaba a hacerle feliz: le hacía sentir más grande, más fuerte, más presente. Cuando Frankie Ford cantaba Sea Cruise o Eddie Cochran Summertime Blues, Richie se sentía realmente transportado de alegría. En esa música había potencia, una potencia que parecía pertenecer, por derecho propio, a todos los chicos flacuchos, gordos, feos, tímidos…, los perdedores del mundo. Se percibía en él un voltaje loco, frenético, que podía matar y exaltar. Idolatraba a Fats Domino (junto a quien el mismo Ben Hanscom parecía delgadito) y a Buddy Holly, que llevaba gafas como él mismo, y a Screaming Jay Hawkins, que en sus conciertos salía de un ataúd (así le habían contado), y a los Dovells, que bailaban tan bien como si fuesen negros.

Bueno, casi tan bien.

Algún día escucharía todo el rock and roll que se le antojase; estaba seguro de que el rock estaría esperándole cuando su madre cediese por fin. Pero eso no sucedería el 28 de marzo de 1958… ni en el 1959, ni…

Sus ojos se habían apartado vagamente de la marquesina y…, bueno…, seguramente se había quedado dormido. Era la única explicación que tenía sentido. Lo que ocurrió a continuación sólo ocurría en los sueños.

Y allí estaba otra vez Richie Tozier, después de haber conseguido todo el rock and roll que había deseado… y de descubrir, por suerte, que aún no le bastaba. Sus ojos subieron a la marquesina del Centro Municipal y leyeron, con un detestable don para encontrar lo no buscado, en las mismas letras azules:

14 de junio

¡HEAVY-METAL-MANÍA!

JUDAS PRIEST

IRON MAIDEN

ENTRADAS AQUÍ Y EN

TAQUILLAS AUTORIZADAS

En algún momento descartaron aquello del «sano entretenimiento», pero a mi modo de ver es la única diferencia, pensó Richie.

Y oyó a Danny y los Juniors, opacos y distantes, como voces oídas por un largo pasillo, surgidas de una radio barata: El rock and roll nunca morirá. Me lo tragaré hasta el final… Pasará a la historia. Espera y lo verás.

Richie volvió a mirar a Paul Bunyan, santo patrono de Derry, que había surgido a la existencia, según decían, porque allí se recogían los troncos cuando venían río abajo. En otros tiempos, llegada la primavera, tanto el Penobscot como el Kenduskeag estaban atestados de troncos, de un lado a otro, centelleantes las cortezas negras a la luz del sol. Si uno tenía los pies veloces, podía caminar desde la Manzana del Infierno hasta la taberna de Ramper, en Brewster (un lugar de tan mala reputación que se la llamaba «El cántaro de sangre») sin mojarse las botas más allá del tercer cruce de los cordones. Al menos, así se decía en los tiempos en que Richie era niño, y tal vez había un poco de Paul Bunyan en todos esos cuentos.

Oh, viejo Paul —pensó, mirando la estatua de plástico—. ¿En qué has andado desde que me fui? ¿Has hecho algún río nuevo al volver a casa cansado, arrastrando el hacha detrás de ti? ¿Has fabricado algún lago para meterte en el agua hasta el cuello? ¿Has asustado a algún chiquillo como me asustaste a mí, aquel día?

Ah, de pronto lo recordaba todo, así como se recuerda la palabra que uno tenía en la punta de la lengua.

Había estado sentado allí, bajo la madura luz de marzo, algo adormecido, pensando en volver a su casa para ver la última media hora de Bandas de América y de pronto recibió en la cara un golpe de aire caliente que le apartó el pelo de la frente. Cuando levantó la vista se encontró con la enorme cara plástica de Paul Bunyan frente a la suya, más grande que en una pantalla de cine: lo llenaba todo. El golpe de aire había sido causado por Paul al agacharse…, aunque ya no se parecía a Paul. La frente se había vuelto estrecha y ruda; de la nariz, roja como la de un borracho habitual, surgían mechones de pelo duro; sus ojos estaban inyectados en sangre y uno bizqueaba un poco.

El hacha ya no descansaba sobre su hombro. Paul estaba reclinado sobre su mango y la punta roma de la cabeza había cavado una trinchera en el cemento de la acera. Aún sonreía, pero su gesto no tenía ya nada de alegre. De entre sus gigantescos dientes amarillos surgía un olor como el de animalitos pudriéndose entre zarzas calientes…

—Te voy a comer —dijo el gigante, en voz baja y resonante. Era un ruido de piedras cayendo, unas sobre otras, durante un terremoto—. Si no me devuelves mi gallina, mi arpa y mis bolsas de oro, te voy a comer bien comido.

El aliento de esas palabras hizo que la camisa de Richie flameara como una vela en un huracán. Se encogió contra el banco, muy abiertos los ojos, el pelo erizado como plumas, envuelto en una ola de hedor a carroña.

El gigante empezó a reír. Apoyó las manos en el mango del hacha, como un jugador de béisbol lo habría hecho con su bate y la arrancó del agujero que había hecho en la acera. El hacha empezó a elevarse en el aire con un susurro grave, mortal. De pronto, Richie comprendió que el gigante tenía intenciones de partirlo por la mitad.

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