Se los frotó contra el vaquero y se alejó deprisa con el rostro acalorado y la espalda fría como hielo. Sus ojos parecían pulsar en las órbitas con el rápido golpeteo seco de su corazón.
No podemos derrotarlo. Sea Eso lo que sea, no podemos derrotarlo. Hasta quiere que lo intentemos. Eso quiere ajustar la vieja cuenta. No está contento con el empate, supongo. Tendríamos que huir de aquí…, irnos, simplemente.
Algo le rozó la pantorrilla, ligero como la zarpa de un gato.
Se lo sacudió con un pequeño chillido. Al bajar la mirada se echó hacia atrás con una mano contra la boca.
Era un globo, tan amarillo como su blusa. En eléctricas letras azules, se leía: EZO EZ, TEZORO.
Ante sus ojos, el globo se fue calle arriba, rebotando livianamente, arrastrado por la agradable brisa primaveral.
4
Richie Tozier se larga
Bueno, algo pasó el día en que Henry y sus amigos me persiguieron, antes de que terminaran las clases…
Richie iba caminando por Canal Street, más allá del parque Bassey. De pronto se detuvo con las manos en los bolsillos mirando hacia el Puente de los Besos, pero sin verlo del todo.
Escapé por la sección de juguetes de Freese’s.
Desde la descabellada conclusión de la comida caminaba sin sentido, tratando de aceptar las cosas horribles que contenían las galletitas de la suerte… o que parecían contener. Pensó que, con toda probabilidad, de ellas no había surgido nada. Aquello había sido una alucinación en masa provocada por todas las porquerías espeluznantes de las que habían estado hablando. La mejor prueba era que Rose no había visto nada de todo eso. Claro que los padres de Beverly tampoco habían visto la sangre salida del sumidero, pero eso no era lo mismo.
¿No? ¿Por qué?
—Porque ahora somos adultos —murmuró. Y descubrió que el pensamiento no tenía poder ni lógica; era como un estribillo de canción infantil, sin significado alguno.
Volvió a caminar.
Subí por el centro municipal y me senté en un banco del parque, por un rato. Y allí creí ver…
Se detuvo otra vez, con el entrecejo fruncido.
¿Qué cosa?
…pero fue sólo un sueño.
¿Lo fue? ¿Fue de veras un sueño?
Miró a la izquierda y vio el gran edificio de vidrio, ladrillo y acero, que tan moderno parecía a fines de los cincuenta y que ahora parecía antiguo y desvencijado.
Heme aquí —pensó—. Otra vez en el maldito centro de la ciudad. Escenario de esa otra alucinación. O sueño. O lo que fuera.
Los otros lo tenían por el payaso de la clase, el loco, y él había vuelto limpia y fácilmente al viejo papel. Ah, todos caemos limpia y fácilmente en nuestros viejos papeles, ¿no lo sabías? Lo mismo pasaba, seguramente, cuando se reunían los egresados de la secundaria, después de diez o veinte años: el comediante de la difusión, que había descubierto en la universidad su vocación por el sacerdocio, después de dos copas volvía casi automáticamente a sus chistes y bromas; el genio de la literatura, que había terminado al volante de un camión, se encontraba de pronto disertando sobre John Irving; el que había tocado con el conjunto Los Perros los sábados por la noche, antes de convertirse en profesor de matemáticas, aparecía de pronto en el escenario, con la orquesta, una guitarra al hombro, cantando una pieza de aquel entonces con alegre y alcohólica ferocidad. ¿Cómo decía la canción de Springsteen? No hay retirada, nena, ni rendición…, pero era más fácil creer en las canciones viejas después de tomar un par de copas o una buena dosis de hierba.
Pero, Richie creía que la alucinación estaba en la reversión y no en la vida actual. Bien podría ser que el niño fuera el padre del hombre, pero padres e hijos suelen tener aficiones muy diferentes y sólo un parecido pasajero. Son…
Pero dijiste adultos, y ahora suena a tontería; suena a cháchara hueca. ¿Por qué, Richie? ¿Por qué?
Porque Derry está más rara que nunca. Dejémoslo así, ¿quieres?
Porque las cosas no eran tan simples, por eso.
En su niñez había sido una máquina de decir sandeces, un cómico a veces vulgar, a veces divertido, porque era un modo de seguir viviendo sin que a uno lo mataran tíos como Henry Bowers y sin enloquecer del todo por aburrimiento y soledad. En ese momento se dio cuenta de que gran parte del problema había sido su propia mente, que habitualmente avanzaba a una velocidad diez o veinte veces superior a la de sus compañeros de clase. Ellos lo tenían por extraño, chiflado y hasta suicida, según la ocurrencia de que se tratara, pero tal vez había sido un simple caso de hiperactividad mental…, si podía ser simple el efecto de estar constantemente en hiperactividad mental.
De cualquier modo, era el tipo de cosas que uno llega a controlar después de un tiempo; uno llega a controlarlo si encuentra salidas para esa hiperactividad, por ejemplo: tipos como Kinki Briefcase o Buford Kissdrivel. Eso había descubierto Richie en los meses posteriores a su aparición, bastante casual, en la emisora de radio de la universidad. En su primera semana tras el micrófono había descubierto todo lo que siempre había deseado. Al principio no fue muy bueno; estaba demasiado entusiasmado como para ser bueno. Pero comprendió que tenía la posibilidad de ser, en ese trabajo, no simplemente bueno, sino grandioso y bastó esa noción para ponerlo en la luna llevado por una nube de euforia. Al mismo tiempo, comenzaba a comprender el gran principio que mueve al universo, al menos, esa parte del universo que se relaciona con las carreras y con el éxito: uno encuentra al tío loco que andaba corriendo por dentro de uno, arruinándole la vida; lo persigue hasta un rincón y lo atrapa. Pero no lo mata, ¡oh, no! La muerte es demasiado piadosa para bichos como ese pequeño bastardo. Se le pone un arnés y se empieza a arar. Una vez que uno lo tiene entre las varas, ese tipejo loco trabaja como un demonio. Y le proporciona a uno unas cuantas risadas, de vez en cuando. A eso se reducía todo, en realidad. Y con eso bastaba.
Él había sido divertido, claro que sí: una risa por minuto. Pero al final había dejado atrás las pesadillas que formaban el lado oscuro de todas esas risas. Al menos, eso creía. Hasta ese momento, momento en el que la palabra adulto dejaba, súbitamente, de tener sentido a sus propios oídos.
Y allí tenía algo más con que entenderse o al menos algo sobre lo que pensar: allí estaba la estatua, enorme y totalmente idiota, de Paul Bunyan, frente al Centro Municipal.
Debo ser la excepción que confirma la regla, Gran Bill.
¿Estás seguro de que no hubo nada, Richie? ¿Nada en absoluto?
Junto al Centro Municipal… creí ver…
Un dolor agudo le aguijoneó los ojos por segunda vez en el día. Levantó las manos para apretárselos con un quejido sobresaltado. Un segundo después, el dolor había desaparecido tan inesperadamente como había llegado. Pero también había olido algo, ¿no? Algo que no estaba allí, en realidad, pero sí algo que había estado allí, algo que le hacía pensar en
(estoy aquí contigo, Richie, sujeta mi mano, puedes sujetarte)
Mike Hanlon. Era humo lo que le había hecho arder los ojos y lagrimear. Veintisiete años antes había respirado ese humo; al final, sólo habían quedado allí Mike y él mismo y había visto…
Pero ya no estaba.
Dio un paso más hacia la estatua de plástico, tan sorprendido por su alegre vulgaridad como de niño se había sentido abrumado por su tamaño. El mítico Paul Bunyan medía seis metros de altura; la base le agregaba un metro ochenta adicional. Sonreía al tránsito de Canal Street desde el prado del Centro Municipal.
El Centro Municipal había sido edificado entre 1954 y 1955 para un equipo de baloncesto que nunca llegó a materializarse. Un año después, en 1956, el Concejo Municipal de Derry aprobó una asignación de fondos para la estatua. Fue un acalorado debate, tanto en las reuniones públicas del concejo como en las cartas de lectores al Derry News. Muchos pensaban que sería una estatua encantadora, que no dejaría de atraer al turismo. Otros consideraban que un Paul Bunyan de plástico sería horrible, de mal gusto e increíblemente vulgar. Según Richie recordaba, la profesora de artes visuales de la secundaria había escrito al News diciendo que, si llegaba a erigirse en Derry semejante monstruosidad, la haría volar. Richie, sonriendo, se preguntó si le habrían renovado el contrato.
La controversia (que él reconocía ahora como típica de ciudad pequeña, una tempestad en un vaso de agua) duró seis meses, aunque carecía de importancia, naturalmente, porque la estatua ya había sido comprada. Aún si el Concejo Municipal hubiera decidido algo tan aberrante (sobre todo, tratándose de Nueva Inglaterra) como no utilizar un objeto en el que se habla invertido dinero, ¿dónde cuernos iban a guardarla? Por fin, la estatua, moldeada en alguna planta de plásticos de Ohio, fue puesta en su lugar, aún envuelta en una lona tan grande que habría podido servir de vela a un clíper. Se la descubrió el 13 de mayo de 1957, sesquicentenario del municipio. Una facción emitió previsibles gemidos de ira; la otra, gemidos de embeleso igualmente previsibles.
Aquel día, al ser descubierto, Paul lucía un mono y una camisa a cuadros rojos y blancos. Su barba era espléndidamente negra, espléndidamente poblada, espléndidamente leñadora. Apoyada contra un hombro, llevaba su hacha de plástico, sin duda la mejor de todas las hachas de plástico; sonreía sin cesar a los cielos septentrionales que ese día eran tan azules como la piel de su famoso compañero; sin embargo, Babe no estaba presente en la ceremonia; el costo calculado de agregar a la estatua un buey azul se había considerado prohibitivo.
Los niños que asistieron a la ceremonia (había cientos, entre ellos Richie Tozier, de diez años, en compañía de su padre) quedaron totalmente encantados ante el gigante de plástico. Los padres levantaban a los más pequeños hasta el pedestal para tomarles fotos; después observaban, entre divertidos y temerosos, a los niños que trepaban y se arrastraban, riendo, sobre las enormes botas negras de Paul (corrección: las enormes botas negras de plástico).
Fue en marzo del año siguiente cuando Richie, exhausto y aterrorizado, acabó en uno de los bancos situados frente a la estatua, después de eludir, por estrechísimo margen, a los señores Bowers, Criss y Huggins en una persecución que partió desde la escuela primaria municipal, cruzando la mayor parte del centro de la ciudad. Por fin los había esquivado en el departamento de juguetería de Freese’s.
La sucursal de esa gran tienda era poca cosa, comparada con la de Bangor, pero Richie no estaba como para preocuparse por esas nimiedades; por entonces, era cuestión de encontrar cualquier puerto en la tormenta. Henry Bowers venía pisándole los talones y, por entonces, él empezaba a flaquear lastimosamente. Como último recurso, se zambulló en la puerta giratoria de la tienda. Henry, que parecía no entender las leyes físicas de ese artefacto, estuvo a punto de perder la punta de los dedos en un intento por atrapar a Richie, que pasaba al interior del negocio.
Voló por la escalera hacia abajo, con los faldones de la camisa ondeando, mientras la puerta giratoria dejaba oír una serie de ruidos casi tan fuertes como disparos televisados; comprendió que Larry, Moe y Curly[20] aún lo seguían. Mientras bajaba hacia el primer sótano, reía pero era sólo un efecto de los nervios: estaba tan aterrorizado como un conejo en una trampa. Esos tres chiflados tenían toda la intención de darle una buena paliza. (Richie no tenía idea de que, unas diez semanas después, consideraría a ese grupo y a Henry en especial, capaces de cualquier cosa cercana al asesinato; sin duda se habría puesto lívido de terror si hubiera previsto la apocalíptica pelea a pedradas de julio, momento en que hasta la última cláusula restrictiva desaparecería de su mente). Y el episodio era total, típicamente idiota.
Richie había entrado en el gimnasio con los otros niños de quinto curso en el momento en que un grupo de sexto, entre quienes Henry sobresalía como un buey entre las vacas, salía de él. Henry todavía estaba en quinto, pero hacía gimnasia con los del curso siguiente. Las tuberías del techo habían estado goteando otra vez, pero el señor Fazio aún no había tenido tiempo de poner su cartel de ¡CUIDADO! ¡SUELO MOJADO!, en su pequeño caballete. Henry resbaló en un charco y aterrizó de culo.