Se inclinó sobre el lavabo captando un reflejo de su cara pálida y sus ojos oscurecidos en el espejo y miro hacia el interior del ojo esperando las voces, la risa, los quejidos, la sangre.
No hubiera podido decir cuánto tiempo pasó así, inclinada sobre el lavabo, esperando lo ocurrido veintisiete años atrás. Fue la voz de la señora Kersh la que le hizo reaccionar:
—¡El té, señorita!
Dio un respingo, rota la semihipnosis, y salió del baño. Si en algún lugar de ese desagüe había existido la magia negra, ya se había ido… o dormía.
—¡Oh, es muy amable de su parte!
La señora Kersh levantó la mirada con su sonrisa brillante.
—Oh, señorita, si supiera que pocas visitas recibo últimamente no diría eso. ¡Caramba, si más que esto le sirvo al hombre de Hidroeléctricas Bangor que viene a verificar el contador! ¡Lo estoy engordando!
En la mesa redonda de la cocina había tazas y platitos delicados de porcelana blanca con bordes azules. Había un plato de pastitas y pequeños trozos de tarta. Además de los dulces, una tetera de peltre despedía un suave vapor de agradable fragancia. Bev, divertida, pensó que sólo faltaba una cosa: los diminutos sándwiches descortezados, en tres tipos: queso crema y aceitunas, berros y ensalada de huevo.
—Siéntese —dijo la señora Kersh—. Siéntese, señorita, y yo serviré.
—No soy señorita —corrigió Beverly, levantando la mano izquierda para mostrar el anillo.
La señora Kersh sonrió con un gesto que decía: ¡Pss!
—A todas las chicas jóvenes y bonitas les digo señorita —aclaró—. Es costumbre. No se ofenda.
—No, en absoluto. —Pero Beverly, por algún motivo, experimentaba un deje de intranquilidad. En la sonrisa de la anciana, algo le había parecido un poquito… ¿desagradable? ¿Falso? ¿Alerta? Qué ridículo.
—Me encanta el modo en que ha arreglado la casa.
—¿Sí? —dijo la anciana, sirviendo el té.
La infusión parecía oscura, lodosa. Beverly no sentía muchos deseos de beberla… y de pronto se dijo que no quería estar allí.
Decía Marsh, en verdad, bajo el timbre, le susurró su mente, de súbito, y tuvo miedo.
La señora Kersh le pasó el té.
—Gracias —dijo Beverly. Aunque pareciera lodo, su aroma era maravilloso. Lo probó. Sabía bien. Deja de asustarte por cualquier cosa, se dijo—. Esa cómoda de cedro, en especial, es una pieza estupenda.
—¡Ah, es una antigüedad! —dijo la señora Kersh.
Y rió. Beverly notó que la belleza de la anciana tenía un solo defecto, bastante común en la zona del Norte: sus dientes eran muy feos; fuertes sí, pero feos, amarillos; los dos incisivos estaban cruzados. Los caninos parecían muy largos, casi colmillos.
Eran blancos; cuando abrió la puerta sonrió y tú misma notaste que eran muy blancos.
De pronto su miedo creció. De pronto sintió el deseo, la necesidad, de estar lejos de allí.
—¡Muy antiguo, sí! —exclamó la señora Kersh y bebió el contenido de su taza de un solo trago, con un súbito y sorprendente ruido de absorción. Miró a Beverly, le sonrió, y ella vio que sus ojos también habían cambiado. Las córneas eran amarillas, ancianas, surcadas por legañosas puntadas rojas. Su pelo era más ralo; la trenza parecía desnutrida, sin sus reflejos dorados, de un tono gris opaco.
—Muy antiguo —rememoró la señora Kersh sobre su taza vacía mirando astutamente a Beverly con sus ojos amarillentos. Sus dientes torcidos volvieron a aparecer en una sonrisa repulsiva, casi libidinosa—. Me acompañó desde la patria. ¿Las iniciales talladas, R. G.? ¿Las ha visto usted?
—Sí. —Su voz parecía provenir desde lejos. Una parte de su cerebro insistía: Si ella no se da cuenta de que has notado el cambio, tal vez no corras peligro, si ella no se da cuenta, no ve que…
—Mi padre —dijo ella, marcando mucho la P. Beverly vio que también el tono de su vestido había cambiado. Se había convertido en un negro escabroso, que se iba deshaciendo. El camafeo era un cráneo, cuya mandíbula colgaba en una mueca morbosa—. Se llamaba Robert Gray, más conocido por el apodo de Bob Gray, más conocido como Pennywise, el Payaso Bailarín. Aunque ése tampoco era su nombre. Pero a él le gustaban sus chistes.
Volvió a reír. Algunos dientes se le habían puesto tan negros como el vestido. Las arrugas de su piel eran más profundas. El rosa lechoso de su cutis se había convertido en un amarillento enfermizo. Sus dedos eran garras. Sonrió a Beverly.
—Coma algo, querida.
Su voz se había elevado media octava, pero en ese registro sonaba cascada, casi el ruido de una puerta de cripta que se balanceara sin sentido sobre goznes llenos de tierra negra.
—No, gracias —se oyó decir Beverly con la voz aguda de la criatura que piensa oh-me-tengo-que-ir. Las palabras no parecían originarse en su cerebro. Antes bien, brotaban de su boca y tenían que llegar hasta sus oídos para que ella tuviera conciencia de lo que había dicho.
—¿No? —preguntó la bruja, siempre sonriente.
Sus garras manotearon el plato. Empezó a meterse en la boca, con las dos manos, finas pastitas de melaza y delicados trozos de tarta. Sus horribles dientes desgarraban y mordían; sus uñas, largas y sucias, se clavaban en los dulces; las migas caían por la laja huesuda de su mentón. Su aliento tenía el olor de viejos cadáveres reventados por los gases de su propia descomposición. Su risa era un carcajeo mortífero. Su pelo era más ralo; aquí y allá dejaba ver el cuero cabelludo.
—Oh, a él le gustaban sus chistes, a mi padre. Esto es un chiste, señorita, por si le gustan: mi padre me parió, antes que mi madre. ¡Me cagó por el culo! ¡Ji, ji, ji!
—Tengo que irme —se oyó decir Beverly con la misma voz aguda y herida, la de una niña a la que se ha avergonzado cruelmente en su primera fiesta.
No había fuerza en sus piernas. Tuvo la vaga conciencia de que en su taza no había té sino mierda, mierda líquida, pequeño recuerdo de las cloacas que corrían bajo la ciudad. Y ella había bebido parte de eso; no mucho pero sí un sorbo, oh Dios, oh Dios, oh Jesús bendito, por favor, por favor…
La mujer estaba encogiéndose ante sus ojos. Enflaquecía. Ahora era una vieja con cara de manzana marchita que reía con una voz aguda y chillona, meciéndose.
—Oh, mi padre y yo somos una sola cosa —dijo—, sólo él, sólo yo. Y usted, querida, si es prudente huirá, volverá corriendo a su casa, a toda velocidad, porque quedarse será peor que morir. En Derry nadie muere de verdad. Usted ya lo sabía; ahora créalo.
Beverly, a cámara lenta, recogió sus piernas. Como desde fuera, se vio a si misma poniéndose de pie y retrocediendo de la mesa y de la bruja, en un tormento de horror e incredulidad. Por primera vez comprendía que esa pequeña mesa de comedor, tan pulcra, no era de roble oscuro sino de cobertura de chocolate. Aun ante sus ojos, la bruja, siempre riendo, con los ojos amarillentos y viejos astutamente desviados hacia el rincón, partió un trozo y se lo puso ávidamente en la trampa negra que era su boca.
Las tazas eran de barquillo blanco, cuidadosamente rodeado con cobertura teñida de azul. Los cuadros de Jesús y de John Kennedy eran creaciones de azúcar casi transparente. Mientras ella los observaba, Jesús le sacó la lengua y Kennedy le dedicó un guiño lascivo.
—¡Te estamos esperando! —aulló la bruja. Sus uñas se clavaron en la mesa trazando profundos surcos en la superficie de chocolate—. ¡Oh, sí, sí!
Las luces que pendían del techo eran glóbulos de caramelo. Bajó la mirada y vio que sus zapatos estaban dejando huellas en las tablas del suelo, que no eran tablas sino barras de chocolate. El olor a dulce era sofocante.
Oh, Dios, es el cuento de Hansel y Gretel. Es la bruja, la que siempre me daba miedo porque se comía a los niños…
—¡A ti y a tus amigos! —vociferó la bruja, riendo—. ¡A ti y a tus amigos! ¡En la jaula! ¡En la jaula hasta que el horno esté caliente!
Mientras ella bramaba de risa, Beverly corrió hacia la puerta, pero corría como en cámara lenta. La carcajada de la vieja se le arremolinaba alrededor de la cabeza, como una nube de murciélagos. Beverly chilló. El vestíbulo hedía a azúcar, chocolate y dulce de café, a horribles fresas sintéticas. El pomo de la puerta, imitación cristal cuando ella entró, era en ese momento un monstruoso diamante de azúcar.
—Me preocupas, Bevvie… Me preocupas mucho.
Giró en redondo, con el pelo rojo ondeando contra su cara. Su padre venía tambaleándose por el pasillo, con el vestido negro de la bruja y su camafeo de calavera; en la cara le pendía la carne deshecha, como masa blanda, negros los ojos como la obsidiana, las manos abriéndose y cerrándose, la boca sonriendo con baboso fervor.
—Te pegaba porque quería FOLLARTE, Bevvie, eso era lo único que yo quería. Quería FOLLARTE, quería COMERTE, quería comerte el conejito, quería chuparte el clítoris, ÑAM-ÑAM, Bevvie, ooohhh, ÑAM EN MI BARRIGA. Quería ponerte en una jaula… y calentar el horno… y sentirte el coño, tu coño gordito y cuando estuviese bien gordito, comer… comer… COMER…
Aullando, Beverly tiró del pegajoso pomo y huyó al porche decorado con praliné y suelo de chocolate duro. Lejos, vagamente, como, nadando en su campo visual, los coches iban y venían; una mujer salió de Costello’s empujando un carrito cargado de provisiones.
Tengo que salir de aquí —pensó, apenas coherente—. Allá fuera está la realidad, con que sólo pueda llegar a la acera…
—Correr no te servirá de nada, Bevvie —dijo su padre, riendo—. Hemos esperado mucho tiempo por esto. Nos vamos a divertir. Vamos a llenarnos la barriga.
Ella volvió a mirar hacia atrás. Su difunto padre ya no lucía el vestido negro de bruja sino el traje de payaso de grandes botones naranja. Y una gorra de mapache al estilo de 1958, cuando Fess Parker las popularizó con la película de Disney sobre David Crockett. En una mano sujetaba un manojo de globos. En la otra, la pierna de una criatura, como si fuera una pata de pollo. Cada globo tenía una leyenda escrita: ESO VINO DEL ESPACIO EXTERIOR.
—Di a tus amigos que soy el último de una raza agonizante —dijo, con aquella sonrisa hundida, mientras avanzaba a tropezones por los peldaños del porche, siguiéndola—. Único superviviente de un planeta moribundo. He venido a robar a todas las mujeres…, a violar a todos los hombres… y a aprender cómo se baila el twist.
Comenzó a retorcerse como un loco, con los globos en una mano, y la sangrante pierna amputada en la otra. El traje de payaso se retorcía y flameaba, pero Beverly no sentía el viento. Sus piernas se enredaron, haciéndola caer al pavimento con las manos tendidas para frenar el golpe. El impacto le subió hasta los hombros. La mujer que pasaba con el carrito de provisiones se detuvo a mirarla, dudando, pero luego apretó el paso.
El payaso se acercaba otra vez, arrojando a un lado la pierna amputada. La presa cayó al césped, con un ruido indescriptible. Beverly sólo permaneció un instante despatarrada en la acera, segura, en el fondo, de que despertaría pronto, de que eso no era real, de que era un sueño, sin duda…
Comprendió que no era así un momento antes de que las garras torcidas del payaso la tocaran. Era real; podía matarla. Tal como había matado a los niños.
—¡Los grajos conocen tu verdadero nombre! —le gritó de pronto.
Eso retrocedió y ella tuvo la impresión, por un instante, de que la sonrisa de sus labios, dentro de la gran sonrisa roja pintada alrededor, se convertía en una mueca de odio y dolor… y tal vez de miedo. Quizá fuera sólo su imaginación; por cierto, ella no tenía idea de por qué había dicho semejante locura, pero le dio un segundo de tiempo.
Estaba de pie y corriendo. Hubo un chirrido de frenos y una voz áspera, a un tiempo furiosa y asustada, chilló:
—¡Por qué no miras por dónde vas, pedazo de estúpida!
Tuvo una borrosa visión del camión de panadería que había estado a punto de atropellarla al lanzarse a la calle como el niño tras una pelota de goma. Un momento después estaba en la acera opuesta, jadeando, con una puntada quemante en el costado. El camión de la panadería siguió por Main Street.
El payaso había desaparecido. La pierna había desaparecido. La casa aún estaba allí, pero ruinosa y desierta, con las ventanas cerradas con tablas, resquebrajados los peldaños que llevaban al porche.
¿Estuve realmente allí o todo fue un sueño?
Pero tenía los vaqueros sucios, la blusa amarilla manchada de polvo, y chocolate en los dedos.