It (Eso) – Stephen King

(pero tú se lo dijiste, Bevvie, le dijiste que lo amabas, sí)

para cualquiera que supiera mirar (y que fuera bondadoso) eso era evidente en el modo en que él dejaba siempre alguna distancia entre ambos, en su manera de aspirar súbitamente cuando ella le tocaba el brazo o la mano, en el hecho de que él se vistiera con más cuidado cuando sabía que iba a verla. Querido, gordo, dulce, Ben.

Ese difícil triángulo preadolescente había terminado de algún modo. Cómo había terminado, era otra de las cosas que aún no podía recordar. Tenía la sensación de que Ben había confesado haber escrito y enviado ese pequeño poema de amor. Que ella había dicho a Bill que lo amaba y que lo amaría eternamente. Y de algún modo, esas dos confesiones habían ayudado a salvar la vida de todos…, ¿o no? No lo recordaba. Esos recuerdos (o antes bien, recuerdos de recuerdos) eran como islas que no eran islas, en realidad, sino vértebras de una misma espina dorsal coralina, que asomaba sobre el nivel del agua, no separada, sino en una sola pieza. Sin embargo, cuando trataba de profundizar más para ver el resto, intervenía una imagen enloquecedora: la de los grajos que volvían a Nueva Inglaterra cada primavera atestando los cables telefónicos, los árboles y los tejados, llenando con sus disputas y sus chismorreos el aire del deshielo. Esa imagen acudía a ella una y otra vez, ajena y perturbadora como una onda de radio que cubriera la señal deseada.

Con súbita impresión, se dio cuenta de que estaba ante la lavandería automática donde ella, Stan Uris, Ben y Eddie habían lavado los trapos aquel día de junio: trapos manchados con una sangre que sólo ellos podían ver. Ahora las ventanas estaban empañadas con jabón; pegado a la puerta había un cartel escrito a mano: DUEÑO VENDE. Espiando entre las pinceladas de jabón, Beverly vio un local vacío con cuadrados de un amarillo más claro allí donde habían estado las máquinas de lavar.

Estoy yendo a casa, pensó, horrorizada, pero siguió caminando.

El vecindario no había cambiado mucho. Faltaban algunos árboles más: probablemente, olmos atacados por alguna enfermedad. Las casas lucían algo más abandonadas. Había más ventanas rotas que en su infancia. Algunos vidrios rotos habían sido reemplazados por cartón, otros no.

Y allí estaba ya, frente al 127 de Main Street, bajos. Aún seguía en el mismo sitio. La pintura blanca desconchada que ella recordaba se había convertido en pintura marrón desconchada durante los años transcurridos, pero la casa seguía siendo inconfundible. Allí estaba la ventana de lo que había sido su cocina; allí, la ventana de su habitación.

(¡Jim Doyon, sal inmediatamente de la calle! ¿Quieres que te atropelle un coche?)

Se estremeció cruzando los brazos contra el pecho, con los codos envueltos en las palmas.

Bien podría ser que papá aún viviera aquí. Oh, sí, él no pensaba cambiar de casa mientras pudiese evitarlo. No tienes más que acercarte, Beverly. Mira los buzones. Tres buzones para tres apartamentos, como en los viejos tiempos. Y si hay uno que diga MARSH, puedes tocar el timbre y muy pronto oirás un arrastrar de zapatillas por el pasillo, se abrirá la puerta y podrás ver al hombre cuyo esperma te hizo pelirroja, zurda y con habilidad para el dibujo. ¿Recuerdas qué habilidad tenía él para el dibujo? Podía dibujar lo que se le antojara. Cuando tenía ganas, claro. Y eso no ocurría con frecuencia. Creo que tenía demasiadas preocupaciones. Pero cuando tenía ganas, tú te sentabas por horas enteras a observar, mientras él dibujaba gatos, perros, caballos y vacas con un MUUUU saliéndole de la boca en un globito. Tú reías y él también reía. Y después él decía: «Ahora tú, Bevvie», y tú sostenías la pluma mientras él te guiaba la mano, y el gato, la vaca o el hombre sonriente salían bajo tus propios dedos, mientras olías su colonia para después de afeitar y el calor de su piel. Sube, Beverly. Toca el timbre. Saldrá y verás que es viejo, que tiene arrugas profundas en la cara y que sus dientes, los que queden, son amarillos. Te mirará diciendo caramba pero si es Bevvie, Bevvie ha venido a visitar a su viejo papá, pasa Bevvie, cuánto me alegro de verte. Me alegro, porque siempre me preocupas, Bevvie, me preocupas MUCHO.

Caminó lentamente por el sendero de entrada y las hierbas que crecían entre las resquebrajadas baldosas de cemento le rozaron los vaqueros. Miró atentamente las ventanas de la planta baja, pero estaban cubiertas por cortinas. Observó los buzones. Segundo piso, STARKWEATHERS. Primer piso, BURKE. Planta baja (perdió el aliento), MARSH.

Pero no voy a tocar el timbre. No quiero verlo. No voy a tocar el timbre.

¡Por fin una decisión firme! ¡La decisión que abriría las puertas a una vida plena y útil de decisiones firmes! ¡Volvió por el camino! ¡Volvió al centro! ¡Subió al hotel! ¡Hizo las maletas! ¡Tomó un taxi! ¡Un avión! ¡Dijo a Tom que desapareciera! ¡Vivió triunfalmente! ¡Murió feliz!

Tocó el timbre.

Oyó el campanilleo familiar en el salón, sones que siempre le habían parecido un nombre chino: Ching-Chong. Silencio. No hubo respuesta. Pasó el peso del cuerpo de un pie a otro; de pronto necesitaba orinar.

No hay nadie en casa —pensó, aliviada—. Ahora me puedo marchar.

Pero volvió a tocar: Chin-Chong. No hubo respuesta. Pensó en el encantador poemita de Ben y trató de recordar exactamente cuándo, cómo había confesado su autoría, y por qué, por un breve instante, lo había asociado a su primer período menstrual. ¿Acaso había tenido la primera regla a los once años? No, sin duda, aunque a mediados de invierno habían comenzado a crecerle dolorosamente los pechos. ¿Por qué…? Entonces, intrusa, surgió la imagen mental de miles de grajos en los cables telefónicos y los tejados, todos parloteando bajo el blanco cielo de primavera.

Ahora me marcharé. Ya he llamado dos veces; es suficiente.

Pero llamó otra vez.

¡Chin-Chong!

Entonces oyó que alguien se acercaba y el ruido era exactamente el que había imaginado: el cansado susurro de viejas zapatillas. Miró a su alrededor, aterrorizada, y estuvo a punto de salir disparada. ¿Podría bajar por el camino de cemento y doblar la esquina dejando pensar a su padre que había sido sólo una travesura de chicos? Eh, señor, ¿tiene Tío Pepe en botella…?

Dejó escapar el aliento con brusquedad y tuvo que tragar saliva. Porque lo que estaba a punto de brotar fue una risa de alivio. No era su padre, por cierto. De pie en el umbral, mirándola, había una mujer que ya se acercaba a los ochenta años. Tenía pelo largo y hermoso, casi completamente blanco, pero con vetas de oro purísimo. Tras los anteojos sin montura se veían ojos tan azules como el agua de los fiordos que, probablemente, habían despedido a sus antepasados. Llevaba un vestido de seda purpúrea, raído, pero aún digno. Su rostro arrugado era bondadoso.

—¿Sí, señorita?

—Disculpe —dijo Beverly. La necesidad de reír había pasado en un instante. Notó que la anciana lucia un camafeo en la garganta. Debía de ser marfil auténtico rodeado por una banda de oro tan fino que resultaba casi invisible—. Creo que me he equivocado de timbre. —O lo pulsé mal a propósito, susurró su mente—. Buscaba el apartamento de Marsh.

—¿Marsh? —La frente se cubrió de delicadas arrugas.

—Sí, verá…

Aquí no hay ningún Marsh —dijo la anciana.

—Pero…

—A menos que… no se refiere a Alvin Marsh, ¿verdad?

—¡Sí! —dijo Beverly—. ¡Mi padre!

La mano de la anciana se elevó para tocar el camafeo. Miró a Beverly con más atención haciéndola sentir ridículamente joven, como si fuera una niña exploradora que iba a vender pastitas o etiquetas buscando donaciones para el equipo de fútbol. Entonces la anciana sonrió…, una sonrisa amable que era, sin embargo, triste.

—Caramba, parece que lo había perdido de vista, señorita. No me gusta ser la que le dé una mala noticia, justamente una desconocida, pero su padre murió hace cinco años.

—Pero… en el timbre…

Beverly miró otra vez y emitió una exclamación aturdida, que no llegaba a risa. En su agitación, en su certeza inconsciente, pero pétrea, de que su padre aún estaría allí, había confundido KERSH con MARSH.

—¿Usted es la señora Kersh? —preguntó, aturdida por la noticia sobre su padre, pero también sintiéndose estúpida por el error; la señora la tomaría por analfabeta o poco menos.

—En efecto —dijo la anciana.

—Y usted…, ¿conoció a mi padre?

—Muy poco —dijo la señora Kersh.

Su modo de hablar se parecía un poco al de Yoda en El imperio contraataca y Beverly tuvo nuevamente ganas de reír. ¿En qué otro momento había experimentado los mismos cambios bruscos de emociones? En verdad, no recordaba cuándo…, pero tenía el horrible presentimiento de que lo haría muy pronto.

—Él alquiló el apartamento de la planta baja antes que yo. Nos vimos por unos días, él yendo y yo viniendo. Se cambió a Roward Lane. ¿Conoce el pasaje?

—Sí —dijo Beverly.

Roward Lane se abría en esa misma calle, a cuatro manzanas de distancia; allí, los edificios de apartamentos eran más pequeños y aún más ruinosos.

—Yo solía verlo en el mercado de la avenida Costello, a veces —dijo la señora Kersh—; también en la lavandería, antes de que la cerraran. De vez en cuando cambiábamos unas palabras. Yo…, mujer, está muy pálida. Lo siento. Pase y le serviré un té.

—No se preocupe, sería demasiada molestia —dijo Beverly, débilmente.

Pero en realidad se sentía pálida, como un vidrio empañado a través del cual casi era imposible mirar. No le vendría mal un té y una silla.

—No es ninguna molestia —dijo la señora Kersh, cálidamente—. Es lo menos que puedo hacer, después de haberle dado una noticia tan desagradable.

Antes de que pudiera protestar, Beverly se encontró en su viejo apartamento, que ahora parecía mucho más pequeño, pero bastante seguro. Seguro, probablemente, porque casi todo estaba cambiado. En vez de la mesa de fórmica rosa con sus tres sillas, había una pequeña mesa redonda, no mucho más grande que una mesita rinconera, con flores de tela en un florero de arcilla. En vez de la vieja nevera Kelvinator, con su motor redondo encima (su padre vivía luchando con él para mantenerlo en funcionamiento), se veía una Frigidaire de color cobrizo. La cocina era pequeña, pero parecía eficiente. En las ventanas pendían cortinas azul intenso; detrás de los vidrios asomaban tiestos con flores. El suelo, de linóleo cuando ella era niña, había sido devuelto a la madera original que, tras muchas aplicaciones de cera, tenía un brillo maduro.

La señora Kersh apartó la vista de las hornallas donde estaba poniendo agua a calentar.

—¿Usted creció en esta casa?

—Sí —dijo Beverly—, pero ahora se la ve muy distinta, tan limpia y elegante… ¡Es una maravilla!

—Qué amable es —comentó la señora Kersh y la sonrisa la rejuveneció porque era radiante—. Tengo algo de dinero, ¿comprende? No es gran cosa, pero con mi jubilación vivo a gusto. Cuando era joven vivía en Suecia. Vine a este país en 1920, a los catorce años, sin dinero. Es la mejor manera de aprender el valor del dinero, ¿no le parece?

—Sí —dijo Bev.

—En el hospital, trabajaba —dijo la señora Kersh—. Muchos años, desde 1925 trabajé allí. Llegué a ecónoma en jefe. Todas las llaves tenía. Mi esposo invirtió nuestro dinero muy bien. Ahora he llegado a un pequeño puerto. Eche un vistazo a la casa, señorita, mientras hierve el agua.

—No, no podría…

—Por favor. Todavía me siento culpable. ¡Mire, si quiere!

Y ella miró. El cuarto de sus padres era ahora el de la señora Kersh y la diferencia era profunda. Parecía más luminoso y aireado. Una gran cómoda de cedro, con las iniciales R. G. grabadas en la madera, lanzaba al aire su suave aroma. La cama estaba cubierta por un gigantesco edredón estampado con mujeres sacando agua, pastores llevando al ganado, hombres apilando heno. Un edredón maravilloso.

La habitación de Bev se había convertido en salita de costura. Había allí una máquina Singer, con su mesa de hierro forjado bajo un par de lámparas sencillas y eficaces. En una pared colgaba un cuadro de Jesús; en otra, una foto de John F. Kennedy. Bajo el retrato de Kennedy había una hermosa vitrina llena de libros en vez de porcelana, sin haber perdido en el cambio.

Lo último que visitó fue el baño.

Lo habían redecorado en un color rosa, demasiado suave y agradable como para parecer chillón. Todos los artefactos eran nuevos, pero ella se aproximó al lavabo con la sensación de que la vieja pesadilla había vuelto a apresarla. Miraría por ese ojo negro y sin párpados, se iniciaría el susurro, y entonces la sangre…

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