It (Eso) – Stephen King

Mientras iniciaba la búsqueda de un botón negro igual a los que tenía la camisa de Stanley, Patty notó vagamente que la conversación se establecía sobre carriles más parejos. Stanley gruñía ocasionalmente. En cierta oportunidad, preguntó:

—¿Estás seguro, Mike? —Por fin, tras una pausa muy larga—: Está bien, comprendo. Sí, voy a… Sí. Sí, todo. Me hago una idea. Yo… ¿Qué…? No, no puedo prometerte exactamente eso, pero lo voy a pensar con mucha atención. Ya sabes que… ¿eh? ¿De veras…? ¡Bueno, por supuesto! Sí, claro que sí. Sí… claro… gracias… sí. Adiós.

Y colgó.

Patty, al echarle una mirada, lo vio con la vista perdida en el vacío, sobre el televisor. En la pantalla, el público estaba aplaudiendo a la familia Ryan que acababa de anotarse doscientos ochenta puntos, la mayoría de ellos por adivinar que la encuesta entre el público respondería «Matemáticas» a la pregunta «¿Qué asignatura le gusta menos al niño de la familia?». Los Ryan saltaban y daban gritos de júbilo.

Stanley, en cambio, tenía el entrecejo fruncido. Más tarde, Patty diría a sus padres que lo había visto algo pálido y era cierto, pero no les dijo que, en ese momento, le había parecido sólo un efecto de la lámpara que tenía pantalla de vidrio verde.

—¿Quién era, Stan?

—¿Hummmm?

Se volvió a mirarla. A Patty le pareció abstraído, ligeramente fastidiado. Sólo más tarde, al evocar la escena una y otra vez, empezó a comprender que se trataba de un hombre que se estaba desconectando metódicamente de la realidad, cable a cable. La cara de un hombre saliendo del azul del cielo hacia el negro de la nada.

—¿Quién era el que llamó por teléfono?

—Nadie… —dijo él—. Nadie, de veras. Creo que me voy a dar un baño.

Y se levantó.

—¿Cómo? ¿A las siete?

Él, sin contestar, se limitó a salir del cuarto. Patty habría podido preguntarle si pasaba algo malo, hasta seguirlo para averiguar si se sentía mal del estómago; Stan no tenía inhibiciones sexuales, pero solía mostrarse extrañamente recatado con respecto a ciertas cosas. No habría sido nada extraño que hablara de darse un baño cuando, en realidad, tenía ganas de vomitar algo que le hubiera caído mal. Pero en ese momento estaban presentando a los Piscapo, otra familia, y Patty sabía que Richard Dawson no dejaría de decir algo divertido sobre ese apellido; además le estaba costando horrores encontrar un botón negro, aunque estaba segura de tenerlos a montones en esa caja. Se escondían, por supuesto. No cabía otra explicación.

Así que lo dejó ir y no volvió a pensar en él hasta que terminó el programa. Cuando aparecieron los créditos, levantó la vista y vio su silla vacía. Había oído correr el agua en la bañera durante cinco o diez minutos después… Pero en ese momento notó que no se había oído el ruido de la nevera al abrirse. Eso significaba que Stan estaba allá arriba sin su lata de cerveza. Alguien le había echado un problema sobre las espaldas con esa llamada telefónica. Y ella, ¿lo ayudaba en algo, le había dicho una sola palabra de conmiseración? No. ¿Había tratado de sonsacarle algo? No. ¿Había notado, siquiera, que algo andaba mal? Por tercera vez, no. Todo por ese estúpido programa de la tele. Ni siquiera podía cargar con la culpa a los botones, eso era solo una excusa.

Bueno, le llevaría una lata de cerveza y se sentaría a su lado, en el borde de la bañera, para frotarle la espalda, hacerse la geisha y hasta lavarle la cabeza. Así descubriría qué problema era ése…, o quién era.

Sacó de la nevera una lata de cerveza y subió la escalera. La primera inquietud real se despertó al ver que la puerta del baño estaba cerrada del todo, no entornada, como de costumbre. Stanley nunca cerraba la puerta cuando se bañaba. Era una especie de chiste entre ambos: cuando la puerta estaba cerrada, significaba que él estaba haciendo lo que le había enseñado su madre; si estaba abierta, significaba que no se opondría a hacer algo cuyo adiestramiento la madre había dejado, muy correctamente, en manos de otros.

Patty llamó a la puerta con las uñas cobrando súbita conciencia, excesiva conciencia, de que hacían un ruido de reptil contra la madera. Sin duda alguna, eso de llamar a la puerta del baño como si fuera un invitado era algo que no había hecho nunca en toda su vida matrimonial ni tampoco a las otras puertas de la casa.

De pronto, la inquietud cobró potencia en ella. Pensó en el lago Carson, donde había nadado con frecuencia cuando niña. En los últimos días del verano, el lago estaba caliente como una bañera… hasta que dabas con un hoyo frío que la hacía estremecer de sorpresa y delicia. Sentía calor y al segundo siguiente era como si la temperatura hubiera descendido veinte grados bajo las caderas. Descontando el placer, así se sentía en esos momentos, como si hubiera dado con un hoyo frío. Sólo que ese hoyo no estaba por debajo de las caderas, enfriando sus largas piernas de adolescente en las negras profundidades del lago Carson.

Ése estaba alrededor de su corazón.

—¿Stanley? ¡Stan!

Esa vez hizo algo más que tamborilear con las uñas. Golpeó con los nudillos. Como aún no había respuesta, descargó el puño contra la puerta.

¡Stanley!

El corazón. El corazón ya no estaba en su pecho. Le latía en la garganta dificultándole la respiración.

¡Stanley!

En el silencio que siguió a su grito (y el sonido de su grito allí, a menos de nueve metros de la cama donde apoyaba la cabeza para dormir todas las noches, la asustó más aún) oyó un ruido que hizo ascender el pánico desde la parte baja de su mente como a un huésped indeseable. Un ruido insignificante, en realidad. Era sólo el ruido de una gota de agua. Plink…, pausa…; plink…, pausa…; plink

Imaginaba las gotas formándose en la boca del grifo, creciendo, engordando, cada vez más preñadas, para caer luego: plink.

Sólo ese ruido. Nada más. Y de pronto tuvo la terrible seguridad de que esa noche había sido Stanley, no su padre, el que había sufrido un ataque al corazón. Con un gemido, apretó el pomo de cristal tallado y lo hizo girar. La puerta no se movió. Estaba cerrada con llave. Súbitamente, a Patty Uris se le ocurrieron tres nuncas: Stanley nunca se daba un baño al anochecer, Stanley nunca cerraba la puerta a menos que estuviera usando el inodoro y Stanley nunca le había cerrado la puerta con llave, en ninguna ocasión.

¿Sería posible, se preguntó descabelladamente, prepararse para un ataque al corazón?

Patty se pasó la lengua por los labios; en su cabeza sintió como un ruido de lija contra una madera. Lo llamó otra vez por su nombre. No hubo respuesta, salvo el persistente y deliberado goteo del grifo. Al bajar la vista, vio que aún tenía en la mano la lata de cerveza. Se quedó mirándola estúpidamente, con el corazón corriendo en su garganta como un conejo, la miraba como si no hubiera visto una lata de cerveza en toda su vida. Y en verdad, esa impresión tenía, al menos, ninguna igual a ésa, porque cuando parpadeó, la lata se convirtió en un teléfono, negro y amenazante como una serpiente.

—¿Puedo ayudarla, señora? ¿Tiene algún problema? —le espetó la serpiente.

Patty colgó el auricular bruscamente y se apartó, frotándose la mano que lo había sujetado. Al mirar a su alrededor, vio que estaba otra vez en el cuarto del televisor. Comprendió entonces que el pánico, surgido en su mente como un ratero que subía sigilosamente por una escalera, se había apoderado de ella. Recordó que había dejado caer la lata junto a la puerta del baño para correr a la planta baja pensando vagamente: Todo esto es un error. Más tarde nos reiremos de esto. Stanley llenó la bañera, recordó entonces que no tenía cigarrillos y salió a comprarlos antes de desnudarse. Sí. Sólo que había cerrado la puerta del baño desde dentro y como era mucho trabajo volver a abrir, había preferido abrir la ventana sobre la bañera para descolgarse por la pared de la casa, como una mosca en una pared. Claro, por supuesto, sin lugar a dudas…

El pánico volvía a alzarse en su mente. Era como un café negro, amargo, que amenazara desbordar la taza. Patty cerró los ojos para luchar contra él. Permaneció perfectamente inmóvil, como una estatua pálida, con el pulso latiendo en su garganta.

Recordaba haber bajado a toda carrera, con los pies en los peldaños, hacia el teléfono, sí, claro, pero ¿a quién quería llamar?

Enloquecida, pensó: Llamaría a la tortuga, pero la tortuga no pudo ayudarnos.

De cualquier modo, ya no importaba. Había marcado el 0 y debía de haber dicho algo no demasiado común, puesto que la operadora acababa de preguntarle si tenía algún problema. Sí que lo tenía, pero ¿cómo explicar a una voz sin cara que Stanley se había encerrado con llave en el baño y no respondía, que el goteo del grifo en la bañera le estaba matando el corazón? Alguien tenía que ayudarla. Alguien…

Se puso el dorso de la mano contra la boca y mordió, con toda deliberación. Trató de pensar, trató de obligarse a pensar.

Los duplicados de las llaves. Los duplicados de las llaves estaban en el armario de la cocina.

Se puso en marcha. Uno de sus pies golpeó contra la caja de los botones, que descansaba junto a su silla. Algunos de los botones cayeron centelleando como ojos de vidrio a la luz de la lámpara. Vio, al menos, cinco o seis de los negros.

En la cara interior de la puerta del armario, sobre el fregadero doble, había un gran tablero de madera barnizada con forma de llave. Lo había hecho dos años antes uno de los clientes de Stan en su taller como regalo de Navidad. El tablero estaba lleno de pequeños ganchos de los cuales pendían todas las llaves de la casa; dos duplicados por gancho. Bajo cada uno se veía una tirita de cinta adhesiva con la pulcra letra de Stan: COCHERA, DESVÁN, BAÑO P. BAJA, BAÑO P. ALTA, PUERTA CALLE, PUERTA TRAS. A un lado, las llaves de los coches, rotuladas M. B. y VOLVO.

Patty sacó de un manotazo la llave marcada BAÑO P. ALTA y echó a correr hacia la escalera; luego se obligó a caminar. Si corría, el pánico trataba de volver y estaba demasiado cerca de la superficie como para permitírselo. Además, si caminaba, tal vez todo podría salir bien. O si había, en verdad, algo mal, Dios podía echar una mirada, verla simplemente caminando y pensar: Bueno, se me fue la mano, pero tengo tiempo de arreglarlo todo.

A paso tranquilo de una mujer que va a su reunión del Club del Libro, Patty subió la escalera y caminó hasta la puerta del baño.

—¿Stanley? —llamó, tratando de abrir al mismo tiempo.

De pronto tenía más miedo que nunca. No quería usar la llave. De algún modo, usar la llave le parecía algo demasiado definitivo. Si Dios no había corregido las cosas para cuando ella hubiera abierto, no lo haría jamás. Después de todo, la era de los milagros había pasado.

Pero la puerta todavía estaba cerrada. El constante plink… pausa, del grifo goteante era su única respuesta.

Le temblaba la mano. La llave dio la vuelta por toda la cerradura, antes de hundirse en su sitio. La hizo girar y oyó el ruido que hacía al retirarse. Intentó asir el pomo de vidrio tallado, pero se le escapaba una y otra vez, no porque la puerta estuviese cerrada, sino porque la palma de su mano estaba empapada de sudor. Afirmó la mano y, finalmente, consiguió hacerlo girar. Abrió la puerta.

—¿Stanley? Stanley… St…

Miró hacia la bañera, con su cortina azul recogida en un extremo del tubo y olvidó como terminaba el nombre de su marido. Simplemente siguió mirando la bañera con el rostro solemne, como el de un niño en su primer día de colegio. Un momento después comenzaría a gritar a todo pulmón. Entonces la oiría Anita MacKenzie, la vecina, y sería Anita MacKenzie quien llamara a la policía convencida de que un delincuente había entrado en la casa de los Uris y que allí estaban matando a alguien.

Pero de momento Patty Uris permanecía en silencio, con las manos recogidas sobre su falda de algodón oscuro, solemne, enormes los ojos. Y entonces, esa solemnidad casi sagrada comenzó a transformarse en otra cosa. Los ojos enormes comenzaron a sobresalir y su boca se estiró hacia atrás en una horrible mueca de horror. Quiso gritar y no pudo. Los gritos eran demasiado grandes para salir.

El baño estaba iluminado por tubos fluorescentes. Había mucha luz, nada de sombras. Se veía todo, aunque una no quisiera verlo. El agua de la bañera tenía un tono rosado intenso. Stanley yacía con la espalda apoyada contra la parte posterior de la bañera. La cabeza había caído tan hacia atrás que algunos mechones de corto pelo negro le rozaban la piel entre los omóplatos. Si sus ojos fijos hubieran podido ver, habría visto a Patty cabeza abajo. Su boca abierta colgaba como una puerta desencajada. Su expresión era de abismal, petrificado horror. En el borde de la bañera había una cajita de hojas de afeitar Gillette Platinum Plus. Se había provocado dos cortes en la cara interior del brazo, desde la muñeca hasta el hueco del codo, y cruzado después cada uno de esos tajos con un corte transversal en la muñeca formando dos sangrientas T mayúsculas. Las heridas relumbraban, rojo purpúreo, bajo la áspera luz blanca. Patty pensó que los tendones y los ligamentos expuestos parecían trozos de carne barata.

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