Víctor caminó por lo que supuestamente era la calle principal, como si se moviera en una alucinación. Se había despertado muy temprano, a la intemperie, entre las dunas arenosas. ¿Por qué? Había decidido ir a Holy Wood, sí, pero, ¿por qué? No conseguía recordarlo. Lo único que recordaba era que, en su momento, aquello le había parecido lo más sensato del mundo. En su momento, había tenido cientos de buenas razones.
Ojalá consiguiera recordar aunque fuera tan sólo una.
Aunque claro, no le quedaba mucho sitio en la mente para revisar recuerdos. Estaba demasiado ocupado siendo consciente de que tenía mucha hambre, y una sed terrible. Registrando todos sus bolsillos, había conseguido un total de siete peniques. Con eso no podría pagar ni un plato de sopa, mucho menos una buena comida.
Necesitaba desesperadamente una buena comida. Sin lugar a dudas, las cosas le parecerían mucho más claras después de una buena comida.
Se abrió paso entre la multitud. La mayoría de la gente parecía trabajar en asuntos de carpintería, pero también había otros que tiraban de carretas o transportaban misteriosos embalajes. Todo el mundo se movía muy deprisa, con resolución, con un objetivo claro y concreto.
Todos menos él.
Subió por la improvisada calle sin dejar de mirar las casas, sintiéndose como un saltamontes perdido en la superficie de un hormiguero y tratando de no llamar la atención. Y no parecía haber…
—¡Eh, tú, mira por dónde andas!
Rebotó contra una pared. Cuando consiguió recuperar el equilibrio, la persona contra la que había chocado ya se estaba perdiendo entre la multitud. La miró unos instantes, y luego corrió desesperadamente hacia ella.
—¡Eh! —gritó—. ¡Lo siento! ¡Oiga! ¡Señorita!
La joven se detuvo y aguardó con impaciencia a que la alcanzara.
—¿Qué quieres? —preguntó.
Medía casi treinta centímetros menos que él, y su silueta era una cuestión dudosa, ya que la mayor parte de ella estaba envuelta en un ridículo vestido escarolado, aunque el traje no resultaba tan desquiciado como la enorme peluca rubia llena de rizos. Y tenía el rostro blanco por la espesa capa de maquillaje que le cubría todo excepto los ojos, bordeados por una gruesa línea negra. El efecto general era el de la pantalla de una lámpara que hubiera dormido fatal en los últimos días.
—¿Qué quieres? —repitió—. ¡Date prisa! ¡El rodaje volverá a empezar en cinco minutos!
—Eh…
La chica se destensó un poco.
—No, no me digas nada —siguió—. Acabas de llegar. Todo esto es nuevo para ti. No sabes qué hacer. Estás muerto de hambre. No tienes nada de dinero. ¿He acertado?
—¡Sí! ¿Cómo lo has sabido?
—Todo el mundo empieza así. Y ahora quieres que te ayude a entrar en las pelis, ¿a que sí?
—¿Las pelis?
La chica puso los ojos en blanco, con lo que destacaron aún más en los círculos negros.
—¡Las imágenes en acción!
—Oh…
Eso es lo que quiero, pensó Víctor. No lo sabía, pero eso es lo que quiero. Sí. Para eso he venido. ¿Cómo es que no se me ocurrió antes?
—Sí —dijo en voz alta—. Sí, eso es lo que quiero hacer. Quiero… eh… entrar. Eso, quiero entrar. ¿Cómo hace uno para entrar?
—Uno espera, y espera, y espera. Hasta que se fijan en uno. —La chica lo miró de arriba abajo sin disimular su desprecio—. ¿Por qué no te dedicas a la carpintería? En Holy Wood siempre hacen falta buenos artesanos.
Y, con esto, se dio media vuelta y se alejó, perdiéndose entre la multitud de gente ajetreada.
—Eh… ¡gracias! —gritó Víctor desde lejos—. ¡Gracias! —Alzó aún más la voz y añadió—. ¡Espero que se te cure pronto lo de los ojos!
Lo de esperar y esperar y esperar tenía sus atractivos, pero para la espera hacía falta dinero.
Sus dedos se cerraron en torno a un pequeño rectángulo inesperado. Lo extrajo de su bolsillo y lo examinó detenidamente. Era la tarjeta de Silverfish.
Holy Wood, n.° 1, resultó ser la dirección de un par de cobertizos defendidos por una alta valla hecha de tablones de madera. Ante la puerta de la valla se extendía una larga cola. Los que la componían eran trolls, enanos y humanos. Todos tenían aspecto de llevar allí cierto tiempo; de hecho, algunos de ellos habían desarrollado un estilo tan desalentado de mecerse sin dejar de estar erguidos que bien podrían ser los descendientes especialmente evolucionados y adaptados al medio ambiente de los originales seres prehistóricos que formaron la primera cola.
En la puerta de la verja había un hombretón alto y corpulento, que contemplaba a los que aguardaban con la mirada de superioridad de todos aquellos que han ostentado un fragmento de poder en cualquier lugar o tiempo.
—Disculpa… —empezó Víctor.
—El señor Silverfish no va a contratar a nadie más esta mañana —dijo el hombre sin tomarse la molestia de volverse hacia él—. Así que lárgate.
—Pero él me dio su tarjeta, me dijo que si alguna vez pasaba por…
—¡He dicho que te largues, amigo!
—Sí, pero…
La puerta de la verja se abrió un poquito. Un rostro menudo se asomó.
—Necesitamos a un troll y a un par de humanos —dijo—. Por un día, la tarifa acostumbrada.
El hombretón se irguió y se puso ante la boca las manos llenas de cicatrices, para formar bocina.
—¡Eh, gentuza! —gritó—. ¡Ya habéis oído!
Paseó la vista por la hilera de gente, con la mirada entrenada de un criador de ganado.
—Tú, tú y tú —dijo, señalando.
—Perdona —intentó colaborar Víctor—, pero creo que en realidad aquel hombre de allí iba el primero en la…
Lo apartaron de un empujón. Los tres afortunados se apresuraron a entrar. Le pareció ver el brillo de unas monedas al cambiar de manos. Luego, el portero volvió hacia él un rostro airado y enrojecido.
—Tú —le espetó—, vete al final de la cola. ¡Y no te muevas de allí!
Víctor se lo quedó mirando. Luego, miró la verja. Miró la larga hilera de gente desalentada.
—Mmm… no —dijo—. No. Pero gracias de todos modos.
—¡Pues lárgate!
Víctor le dedicó una sonrisa amistosa. Caminó hasta el final de la valla, y la siguió. Se curvaba al final para entrar en un callejón estrecho.
Víctor rebuscó durante un rato entre los restos habituales de todos los callejones, hasta dar con un trozo de papel. Luego, se arremangó. Y sólo entonces se permitió inspeccionar cuidadosamente la valla, hasta dar con un par de tablones sueltos que, con un poco de esfuerzo, le permitieron el paso.
De esta manera llegó a una zona en la que se amontonaban tablones y trozos de tela. No había nadie a la vista por los alrededores.
Caminó con decisión, a sabiendas de que nadie que esté arremangado y camine con decisión ostentando un papel en la mano suele despertar sospechas, y penetró a través de las maderas y lonas que constituían el país maravilloso de la Cinematografía Interesante e Instructiva.
Había edificios pintados en la parte trasera de otros edificios. Había árboles que eran árboles por delante, y sólo un amasijo de puntales por detrás. Había una actividad febril, aunque, por lo que Víctor pudo ver, nadie estaba haciendo nada concreto.
Divisó a un hombre vestido con una larga capa negra y sombrero también negro, que lucía un bigote gigantesco y estaba atando a una chica a uno de los árboles. Nadie parecía tener intención de ir a detenerlo, aunque la muchacha se debatía ostentosamente. De hecho, un par de personas observaban la escena sin mucho interés, y también había un hombre situado tras una gran caja montada sobre un trípode, dando vueltas a la manivela.
La chica alzó un brazo en gesto suplicante, mientras abría y cerraba la boca sin emitir sonido alguno.
Uno de los espectadores se levantó, eligió una tablilla del montón que tenía a un lado, y la sostuvo ante el orificio de la caja.
La tablilla era negra. Sobre ella, en letra blanca, se leían las palabras «¡No! ¡No!».
Víctor se alejó. El villano se retorció las guías del bigote. El hombre de las tablillas volvió con otra. Esta vez decía: «¡Ajá! ¡Mi bella orgullosa!».
Otro de los espectadores sentados se inclinó para recoger un megáfono.
—Vale, vale —dijo—. Está bien. Hacemos una pausa de cinco minutos, luego todo el mundo aquí para la escena de la gran pelea.
El villano desató a la chica. Los dos se alejaron. El hombre de la caja dejó de dar vueltas a la manivela y encendió un cigarrillo. Luego, abrió la tapa de la caja.
—¿Habéis cogido eso todos? —preguntó.
Se oyó un coro de chirridos.
Víctor se acercó al hombre del megáfono y le dio un toquecito en el hombro.
—Mensaje urgente para el señor Silverfish —dijo con voz átona.
—Está en las oficinas, por allí —dijo el hombre, señalando con el pulgar por encima del hombro, sin dignarse a volver la vista.
—Gracias.
El primer cobertizo en el que Víctor metió la cabeza sólo contenía hileras de pequeñas jaulas que se extendían hasta perderse en la penumbra. Unos seres que no pudo distinguir se lanzaron contra los barrotes y le graznaron. Cerró la puerta apresuradamente.
En el siguiente cobertizo encontró a Silverfish, de pie ante un escritorio cubierto por trocitos de cristalería y montones de papeles. El hombre no se dio la vuelta cuando entró.
—Déjalo ahí —dijo con aire ausente.
—Soy yo, señor Silverfish —dijo Víctor.
Silverfish se dio media vuelta y examinó con gesto vago al joven, como si fuera culpa de Víctor que su cara no le sonase de nada.
—¿Sí?
—He venido a buscar ese empleo —dijo—. ¿Lo recuerda?
—¿Qué empleo? ¿Qué tengo que recordar? —replicó Silverfish—. ¿Cómo demonios has entrado aquí?
—Bueno, he entrado en las imágenes en acción por una valla —titubeó Víctor—. Pero no es nada que no se pueda arreglar con un martillo y un par de clavos.
El rostro de Silverfish reflejó el horror que sentía. Víctor sacó la tarjeta y la mostró con lo que esperaba fuera un gesto tranquilizador.
—En Ankh-Morpork —dijo—. Hace un par de noches. A usted iban a robarle…
Silverfish recordó.
—Ah, sí —suspiró con cierto desmayo—. Y tú eres el chico que me echó una mano.
—Usted me dijo que viniera a verle si alguna vez me interesaba accionar imágenes —dijo Víctor—. Entonces no quería, pero ahora, sí.
Dedicó al hombre una brillante sonrisa.
Pero, para sus adentros, pensaba: Va a intentar darme esquinazo. Ya está lamentando haberme hecho aquella oferta. Me va a decir que me ponga en la cola y que espere mi turno.
—Bueno, sí, claro —dijo Silverfish—, hay mucha gente con talento que quiere estar en las imágenes en acción. Cualquier día de estos tendremos incluso sonido. A ver, ¿eres carpintero? ¿Tienes alguna experiencia como alquimista? ¿Has entrenado duendes alguna vez? ¿Sabes hacer algún tipo de trabajo manual?
—No —admitió Víctor.
—¿Sabes cantar?
—Un poco. En la ducha. Pero no muy bien —tuvo que conceder el muchacho.
—¿Sabes bailar?
—No.
—¿Y las espadas? ¿Qué tal manejas la espada?
—De aquella manera —respondió Víctor.
Era cierto que a veces practicaba en el gimnasio. Pero la verdad era que nunca se había enfrentado a un adversario, ya que por lo general los magos aborrecen cualquier tipo de ejercicio físico, y aparte de él sólo entraba allí el bibliotecario, que se limitaba a usar las cuerdas y las anillas. Pero Víctor había practicado una técnica muy personal y llena de energía ante el espejo, y hasta entonces el espejo nunca lo había derrotado.
—Ya veo —suspiró Silverfish—. No sabes cantar. No sabes bailar. Manejas la espada de aquella manera.
—Pero le he salvado la vida dos veces —señaló Víctor.
—¿Dos veces?
—Sí. —Tomó aliento. Aquello iba a ser todo un riesgo—. Aquella noche… —dijo—, y ahora.
Hubo una larga pausa.
Fue Silverfish quien la rompió.
—La verdad es que no creo que haya mucha demanda para eso.
—Lo siento mucho, señor Silverfish —suplicó Víctor—. De verdad que no soy de ese tipo de personas, pero usted me dijo que viniera, y he llegado hasta aquí, y no tengo dinero, y estoy hambriento, y haré lo que sea, cualquier cosa. Lo que sea. Por favor.
Silverfish lo miró, dubitativo.
—¿Incluso actuar? —preguntó.
—¿Cómo?
—Moverte y fingir que haces algo —le explicó el ex-alquimista.
—¡Sí!
—Es una pena que tenga que dedicarse a eso un muchacho inteligente y culto como tú —suspiró Silverfish—. ¿A qué te dedicas?
—Soy estudiante de ma… —empezó Víctor. Entonces, recordó la antipatía de Silverfish hacia los magos, y se corrigió a media palabra—. De mecánica.
—¿De mamecánica?
—Pero, la verdad, no sé si valdré para actor —confesó el muchacho.
Silverfish pareció sorprendido.