Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Una nube de polvo se extendía de horizonte a horizonte. La observó pensativo durante unos minutos. Se iba haciendo más grande y, al final, alcanzó a ver a un joven de piel oscura que cabalgaba a lomos de un elefante.

El animal trotó por el camino que llevaba a las puertas, y se detuvo ante las murallas de la ciudad. Colon no pudo dejar de advertir que la nube de polvo seguía en el horizonte, cada vez más grande.

El chico se llevó las manos a la boca.

—¡Puedes decirme por dónde se va a Holy Wood! —gritó.

—Por lo que he oído, ya no existe Holy Wood —replicó Colon.

El chico pareció meditar la respuesta. Examinó un trozo de papel que llevaba en la mano.

—¿Sabes dónde puedo encontrar al señor Y.V.A.L.R. Escurridizo?

El sargento Colon repitió las iniciales entre dientes.

—¿Te refieres a Ruina? —preguntó—. ¿Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo?

—¿Está aquí?

El sargento Colon volvió la vista hacia la ciudad que tenía a su espalda.

—Iré a ver —respondió—. ¿Quién le digo que le busca?

—Tenemos una entrega para él.

En la nube de polvo, se empezaban a discernir grandes cabezas grises. También llegaba el olor característico de un millar de elefantes que llevan días pastando en campos de repollos.

—Espera aquí —indicó el guardia—. Iré a buscarlo.

Colon se metió en la garita y despertó de un codazo al cabo Nobbs, que en aquel momento constituía la otra mitad de las fuerzas defensoras de la ciudad.

—¿Qué pasa?

—¿Has visto a Ruina esta mañana, Nobby?

—Sí, estaba en la calle Tranquila. Le compré una Supersalchicha Sorpresa.

—¿Ahora vuelve a vender salchichas?

—A la fuerza. Perdió todo su dinero. ¿Qué pasa?

—Echa un vistazo ahí fuera —señaló Colon.

Nobby echó el vistazo.

—Parece… ¿no te da la sensación de que son mil elefantes, sargento?

—Sí. Unos mil, diría yo, sí.

—Ya me parecía a mí que eran unos mil.

—Ese chico dice que Ruina los encargó.

—Caray, entonces esto de las Supersalchichas da más dinero de lo que pensaba.

Se miraron. La sonrisa de Nobby era malévola.

—Anda, por favor —suplicó—. Deja que vaya yo a decírselo.

 

Clic

Thomas Silverfish, alquimista y productor fracasado de películas, agitó el contenido de una probeta y suspiró.

En Holy Wood había quedado mucho oro, a disposición de quien tuviera el valor de ir a buscarlo. Para los que no lo tenían, y Silverfish no dudaba en contarse entre ellos, sólo quedaba el método tradicional, probado y fallido hasta la saciedad, de producir riqueza. Así que había vuelto a su casa, para seguir desde donde lo había dejado.

—¿Qué tal? —preguntó Peavie, que había pasado por allí para compadecerse.

—Bueno, es plateado —titubeó Silverfish—. Y tiene un algo metálico. Es más pesado que el plomo. Hay que hervir una tonelada de mineral, claro. Lo raro es que, esta vez, pensé que lo tenía.

—¿Cómo lo vas a llamar?

—Ni idea. Seguramente ni siquiera vale la pena ponerle nombre.

—¿Ankhmorporkerio? ¿Silverfishio? ¿Noplomodio? —sugirió Peavie.

—Más bien «inutilesio» —murmuró el alquimista—. Me rindo. Pienso dedicarme a algo sensato.

Peavie echó un vistazo al horno.

—No explotará, ¿verdad?

Silverfish lo miró extrañado.

—¿Esto? —preguntó—. ¿Qué te hace pensarlo?

 

Clic

Bajo los cascotes, la oscuridad era absoluta.

La oscuridad era absoluta desde hacía tiempo.

Gaspode podía sentir las toneladas de piedras sobre el pequeño espacio que ocupaba. Para eso no hacía falta ningún sentido canino especial.

Se arrastró hacia la columna que se había derrumbado en el sótano.

Laddie alzó la cabeza con dificultad, lamió el rostro de Gaspode y consiguió lanzar un tenue ladrido.

—Buen chico Laddie… buen chico Gaspode…

—Buen chico Laddie —susurró Gaspode.

La cola de Laddie golpeó un par de veces contra las piedras. Luego, gimoteó un rato. Las pausas entre los gemidos eran cada vez más largas.

Se oyó un ruido suave. Como de un hueso contra la piedra.

Gaspode movió las orejas. Alzó la vista hacia la figura que se acercaba, visible incluso en la oscuridad, porque siempre sería más oscura que la vulgar negrura.

Consiguió erguirse, con el pelo erizado en el lomo, y gruñó.

—Un paso más y te arranco la pierna —dijo.

Una mano esquelética le rascó detrás de las orejas.

Se oyó un débil ladrido procedente de la oscuridad.

—¡Buen chico Laddie!

Gaspode, con el rostro lleno de lágrimas, sonrió en gesto apologético a la Muerte.

—Patético, ¿no? —dijo con voz ronca.

NO SABRÍA DECIRTE. NUNCA ME HAN GUSTADO MUCHO LOS PERROS.

—Ah, ¿no? Bueno, a mí tampoco me gusta mucho morirme —bufó Gaspode—. Nos estamos muriendo, ¿verdad?

SÍ.

—La verdad es que no me extraña. Me he pasado la vida muriéndome. Pero siempre he pensado —añadió esperanzado—, que había una Muerte especial para los perros. A lo mejor un gran perro negro…

NO —dijo la Muerte.

—Qué cosas —suspiró Gaspode—. Tenía entendido que cada especie animal tenía su propio espectro fantasmal que acudía a buscarlo al final de su vida. Sin ánimo de ofender —añadió rápidamente—. Imaginaba que un enorme perro vendría trotando y diría, «Vale, Gaspode, ya has cumplido tu misión y todo eso, no tienes que seguir llevando tan pesada carga, sígueme a una tierra de carne roja y sin ternillas»:

NO. SÓLO ESTOY YO —dijo la Muerte—. LA ÚLTIMA FRONTERA.

—Oye, si aún no estoy muerto, ¿cómo es que te veo?

TIENES ALUCINACIONES.

—¿De verdad? Vaya.

—¡Buen chico Laddie!

El ladrido era ahora más fuerte.

La Muerte rebuscó entre los misteriosos pliegues de su túnica, y sacó un pequeño reloj de arena. Casi no quedaba nada en la parte de arriba. Los últimos segundos de la vida de Gaspode pasaron del futuro al pasado.

Y, entonces, no quedó nada.

La Muerte se irguió.

VAMOS, GASPODE.

Se oyó un ruido débil. Sonaba como el equivalente audible a un guiño.

El reloj de arena se llenó de chispas doradas.

La arena fluyó hacia atrás.

La Muerte sonrió.

Y, allí donde había estado, de pronto no quedó más que un triángulo de luz brillante.

—¡Buen chico Laddie!

—¡Están aquí! ¡Ya te dije que oía ladridos! —retumbó la voz de Rock—. ¡Buen chico! ¡Aquí, chico!

—Uff, cómo me alegro de veros… —empezó Gaspode. Los trolls no le prestaron la menor atención. Rock levantó la columna y cogió suavemente a Laddie.

—No tiene nada que no se cure con el tiempo —dijo.

—¿Nos lo comemos ya? —preguntó otro troll.

—¿Estás defectuoso, o qué? ¡Es un perro heroico!

—… disculpad…

—¡Buen chico Laddie!

Rock entregó el perro al troll de arriba, y salió del agujero.

—… disculpad… —casi gritó Gaspode.

Oyó aplausos a lo lejos.

Tras un rato, como no parecía tener otra opción, trepó dolorosamente por la columna derribada, y consiguió salir de entre los cascotes.

Allí no había nadie.

Bebió agua de un charco.

Se movió para comprobar el estado de la pata herida.

Funcionará, pensó.

Dejó escapar una maldición.

—¡Guau, guau, guau!

Se detuvo. Aquello no iba bien.

Lo intentó de nuevo.

—¡Guau!

Miró a su alrededor…

… y el mundo no tenía color, volvía a su bendito blanco y negro.

Gaspode pensó que Harga debía de estar sacando la basura en aquel momento, y que seguramente habría un establo calientito en alguna parte. ¿Qué más podía querer un perro?

En las montañas lejanas, los lobos aullaban. En las casas, perros con collares y cuencos con sus nombres recibían palmaditas en la cabeza.

En un punto intermedio, y sintiéndose extrañamente alegre, Gaspode, el Perro Maravilla, cojeó hacia el glorioso ocaso monocromo.

 

A unos cincuenta kilómetros dirección dextro de Ankh-Morpork, las olas batían contra la punta de tierra azotada por el viento donde el Mar Circular se encontraba con el Océano Periférico.

La colina se divisaba desde varios kilómetros de distancia. No era muy alta, pero se alzaba entre las dunas como un bote vuelto del revés, o como una ballena desafortunada, y estaba cubierta de arbolillos resecos. La lluvia no caía allí, si podía evitarlo.

Pero el viento soplaba, y amontonaba las dunas contra las maderas descoloridas y resecas de la ciudad de Holy Wood.

Aullaba en los patios desiertos.

Levantaba trozos de papel entre los restos de las maravillas del mundo.

Golpeaba contra los tablones hasta que se derrumbaban sobre la arena, que se apresuraba a cubrirlos.

Clicaclicaclica.

El viento suspiró en torno al esqueleto de una máquina proyectora de imágenes, que se apoyaba ebria en su trípode abandonado.

El viento encontró un trozo de película y lo movió por última vez, como si alguien manejara la manivela de la caja.

En el ojo de cristal del proyector de imágenes, pequeñas figuras se movieron, vivas por un momento…

Clicaclica.

La película se soltó. El viento la arrastró hacia las dunas.

Clica… clic…

La manivela se meció un momento más. Luego, se detuvo.

Clic.

Holy Wood sueña.

FIN

[1] Esta fruta crece sólo en determinadas zonas de Mandarinalandia. Mide siete metros de largo, está cubierta de púas color cera de oreja, y huele como un oso hormiguero que se hubiera comido una hormiga en mal estado.

[2] De hecho, la popular publicación del Gremio de Comerciantes, Bienvenido a Ankh-Morpork, la Ciudad de las Mil Sorpresas, cuenta ahora con toda una sección titulada ¿Así que eres un invasor bárbaro?, con abundantes notas sobre la vida nocturna, las compras típicas que se pueden hacer en el bazar y, bajo el epígrafe «Ir de Copas», una lista de los restaurantes donde se sirve buena leche de yegua y budín de yak. Más de un vándalo de casco puntiagudo ha regresado a caballo a su gélida yurta, preguntándose por qué se siente mucho más pobre y mucho más propietario de una alfombra mal trenzada, un litro de vino imbebible y un burrito de peluche color púrpura con un sombrero de paja.

[3] La alternativa era elegir por su propia voluntad y sin coacción alguna ser arrojado al pozo de los escorpiones.

[4] En esto tenía razón, pero por pura casualidad.

[5] Literalmente «Detector de Cosidad», un instrumento para localizar y medir los cambios en el tejido de la realidad.

[6] SUBTÍTULO: «Una vez más me estoy enamorando (lit., experimentando la agradable sensación de recibir en la cabeza una pedrada propinada por Megalito, el dios troll del amor)». Nota: No se debe confundir a Megalito con Gigalito, el dios troll que da a sus fieles buena suerte cuando los golpea con una piedra en la cabeza, ni con el héroe popular Monolito, el primero que consiguió arrancar el secreto de las rocas a los dioses.

[7] SUBTÍTULO: «Y ahora la nostalgia se ha apoderado de mi ser, la tristeza me domina».

[8] SUBTÍTULO: «Me pregunto, ¿qué puedo hacer?».

[9] SUBTÍTULO: «No puedo evitarlo. Hola, muchachote».

[10] La señora Marietta Cosmopilita, que antes fuera costurera en Ankh-Morpork, hasta que sus sueños la llevaron a Holy Wood, donde descubrió que su habilidad con la aguja se cotizaba a un alto precio. En el pasado se había dedicado a zurcir calcetines, y ahora tejía falsas cotas de mallas para los trolls, y era capaz de confeccionar unos pantalones de harem en un instante.

[11] Los camellos son demasiado inteligentes como para reconocer que son inteligentes.

[12] Algunas de ellas tenían portapapeles.

[13] Los dientes de los trolls son de diamantes.

[14] Pero cortaron la escena en el montaje.

[15] No era por motivos religiosos. Sencillamente, les gustaba el efecto que causaban al sonreír.

[16] El idioma de los trolls incluye 5.400 palabras diferentes para decir «roca», y una para toda la vegetación, desde el musgo hasta las secuoyas gigantes. Desde el punto de vista de los trolls, si no te lo puedes comer, no vale la pena ponerle nombre.

[17] Iba sobre un joven simio que quedaba abandonado en la gran ciudad, y crece con la capacidad de hablar el lenguaje de los humanos.

[18] El Necrotelicomnicon fue escrito por un hechicero nigromante klatchiano a quien todo el mundo conocía por el nombre de Achmed el Loco, aunque la verdad era que él prefería que lo llamaran Achmed Sólo Son Jaquecas. Se decía que el libro había sido escrito un día después de que Achmed bebiera demasiado de ese extraño café klatchiano tan espeso, que no sólo te pone sobrio, sino que se pasa de largo y te lleva más allá de la sobriedad, de manera que alcanzas a ver el universo real más allá de las cálidas nubes de autoengaño que los seres conscientes suelen generar en torno a ellos para no volverse locos de remate. Poco se sabe de su vida anterior a este momento, porque la página que empezaba diciendo Acerca del Autor presentó un bonito caso de combustión espontánea poco después de su muerte. De cualquier manera, la sección titulada Otros Libros por el Mismo Autor indica que su única obra publicada con anterioridad se titulaba Historias Humorísticas sobre Gatos, por Achmed Sólo Son Jaquecas, cosa muy significativa.

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