Era medianoche… No la misma medianoche de antes, sino una medianoche muy parecida. Old Tom, la campana sin badajo de la torre de la Universidad, acababa de dar sus doce tañidos silenciosos.
Las nubes de lluvia exprimieron sus últimas gotas sobre la ciudad. Ankh-Morpork se extendía bajo las escasas estrellas húmedas, tan real como un ladrillo.
Ponder Stibbons, estudiante de magia, cerró el libro y se frotó la cara.
—De acuerdo —dijo—. Pregúntame lo que quieras. Adelante. Cualquier cosa.
Víctor Tugelbend, estudiante de magia, cogió su sobado ejemplar del Necrotelicomnicón Comentado para Estudiantes, con Experimentos Prácticos y pasó las páginas al azar. Estaba tumbado en la cama de Ponder. Al menos, sus omoplatos lo estaban. Su cuerpo se extendía pared arriba. Esta posición era completamente normal para que un estudiante se relajara y descansara.
—Muy bien —dijo—. Vale, muy bien. Allá vamos, ¿cuál es el nombre del monstruo extradimensional cuyo grito de guerra más característico es «Voyaportivoyaporti»?
—Yob Soddoth —respondió Ponder sin titubear.
—Exacto. ¿Cómo tortura a sus víctimas hasta la muerte el monstruo Tshup Aklathep, Sapo Estelar Infernal con Un Millón de Edades?
—Es… no me lo digas… las sujeta cabeza abajo y les enseña fotos de sus hijos hasta que los cerebros de las víctimas implosionan.
—Bien. La verdad es que nunca he podido imaginarme cómo es eso —asintió Víctor al tiempo que pasaba las páginas—. Supongo que cuando dices «Sí, ha salido a ti en los ojos» por milésima vez, estás predispuesto a cualquier modalidad de suicidio.
—Sabes muchísimo, Víctor —señaló Ponder con tono de admiración—. Es increíble que sigas siendo un estudiante, no me lo explico.
—Ya sabes… —replicó el joven—. Esto… mala suerte en los exámenes.
—Venga sigue —pidió Ponder—. Hazme una pregunta más.
Víctor abrió el libro de nuevo.
Hubo un momento de silencio.
—¿Dónde está Holy Wood? —preguntó al final.
Ponder cerró los ojos y se tocó la frente con los nudillos…
—Espera, espera… no me lo digas… —Abrió los ojos de nuevo—. ¿Cómo que dónde está Holy Wood? —preguntó bruscamente—. No recuerdo que el libro diga nada sobre ningún lugar llamado Holy Wood.
Víctor clavó la vista en la página. Desde luego, allí no aparecía aquel nombre.
—Habría jurado que oí… no sé, debía de estar pensando en las musarañas —dijo con voz cansada—. Yo creo que es de tanto repasar.
—Sí, acaba por agotarlo a uno, ¿verdad? Pero valdrá la pena con tal de llegar a ser magos.
—Sí —asintió Víctor—. Me muero por ser mago.
Ponder cerró el libro.
—La lluvia ha cesado. Vamos a saltar el muro —sugirió—. Nos merecemos una copa.
Víctor sacudió un dedo.
—Vale, pero que sea sólo una. Tengo que mantenerme sobrio —dijo—. Mañana son los exámenes finales, ¡necesito tener la cabeza despejada!
—¡Por supuesto! —asintió Ponder.
Evidentemente, es importantísimo estar sobrio cuando te enfrentas a un examen. Ignorar este sencillo hecho ha provocado la aparición y florecimiento de más de un profesional de la limpieza callejera, el robo de fruta en los mercados, o la guitarra en el metro.
Pero Víctor tenía motivos muy especiales para mantenerse alerta.
Podía cometer un error, y aprobar.
Su difunto tío le había dejado una pequeña fortuna para que no se convirtiera en mago. No se había dado cuenta cuando redactó el testamento, pero eso era exactamente lo que había hecho el anciano. Creía estar ayudando a su sobrino a realizar sus estudios universitarios, pero Víctor Tugelbend era un joven muy inteligente en el sentido más retorcido de la palabra, y había razonado de la siguiente manera:
¿Cuáles eran las ventajas y las desventajas de ser un mago? Bueno, para empezar uno conseguía cierto prestigio, pero se encontraba a menudo en situaciones peligrosas, y corría el riesgo constante de ser asesinado por un camarada mago. No le atraía ni lo más mínimo convertirse en un cadáver muy respetado.
Por otra parte…
¿Cuáles eran las ventajas y desventajas de ser un estudiante de magia? Tenías bastante tiempo libre, ciertas licencias en asuntos como beber litros de cerveza y cantar canciones picantes, nadie trataba de asesinarte (excepto en el sentido vulgar y cotidiano de Ankh-Morpork) y, gracias al legado, también podía permitirse un estilo de vida modesto, pero cómodo. Por supuesto, lo del prestigio quedaba descartado, pero al menos seguías vivo para saberlo.
De manera que Víctor había dedicado una considerable cantidad de energía a estudiar, en primer lugar, las bizantinas normas que regulaban los exámenes de la Universidad Invisible, así como todas las preguntas que se habían presentado en dichos exámenes durante los cincuenta últimos años.
En los exámenes finales, la nota mínima para aprobar era un 88.
Suspender sería sencillo. Hasta un imbécil podría suspender.
Pero el tío de Víctor no había sido ningún imbécil. Una de las condiciones que imponía el testamento era que, en caso de que Víctor obtuviera una puntuación por debajo de 80, el suministro de dinero se cortaría en el acto.
En cierto sentido, había tenido éxito. Pocos estudiantes habían estudiado tanto como Víctor. Se decía que sus conocimientos de magia rivalizaban con los de algunos de los magos superiores. Se pasaba horas y horas en una cómoda silla de la biblioteca, leyendo grimorios. Investigaba sobre formulaciones de preguntas y técnicas de exámenes. Escuchaba las conferencias hasta que podía citarlas de memoria. Todo el personal docente lo consideraba el estudiante más inteligente, y desde luego el más trabajador, que habían tenido durante décadas. Y, en todos los exámenes finales, cuidadosa y certeramente, obtenía siempre una nota de 84. Era increíble.
El archicanciller leyó la última página.
—Ah. Ya veo —dijo al final—. Siento lástima por el pobre chico, ¿verdad?
—No creo que hayas comprendido lo que quiero decir, señor —dijo el tesorero.
—Pues me parece bastante obvio —replicó el archicanciller—. El chaval este suspende siempre por los pelos. —Señaló uno de los papeles—. En cualquier caso, aquí dice que aprobó hace tres años. Obtuvo un 91.
—Sí, archicanciller. Pero apeló.
—¿Apeló? ¿Contra su aprobado?
—Dijo que no creía que los examinadores se hubieran dado cuenta de que había cometido un error con las formas alotrópicas del octhierro en la pregunta número seis. Dijo que su conciencia no lo dejaría vivir tranquilo. Dijo que le remordería durante el resto de su vida si adelantaba de manera injusta a estudiantes mejor preparados y más dignos que él. El señor habrá advertido que en los exámenes siguientes sólo obtuvo puntuaciones de 82 y 83.
—Y eso, ¿por qué?
—Creemos que apuesta sobre seguro, señor. El archicanciller tamborileó los dedos con impaciencia sobre el escritorio.
—No lo podemos tolerar —dijo al final—. No podemos tolerar que alguien vaya por ahí siendo un casi mago y riéndose de nosotros ante nuestras propias… nuestras propias… ¿ante nuestras propias qué se ríe la gente?
—Yo opino lo mismo —ronroneó el tesorero, sin responder.
—Hay que hacer algo de él —insistió el archicanciller con firmeza.
—Con él, señor. Hacer algo de él significaría darle una profesión, o algo por el estilo —señaló el hombrecillo.
—Sí. Bien pensado. Pues hagamos algo con él.
—El problema es, ¿qué hacemos? Hasta ahora, es él quien hace algo con nosotros. Concretamente, burlarse —señaló el tesorero.
—En ese caso, habrá que restablecer el equilibrio de las cosas. O con las cosas —dijo el archicanciller.
El tesorero puso los ojos en blanco.
—Así que quieres que lo ponga de patitas en la calle, ¿eh? —siguió su superior—. Pues nada, que venga a verme mañana por la mañana y…
—No, archicanciller. No podemos hacer las cosas así como así.
—¿Cómo que no podemos? ¡Creí que los que mandábamos éramos nosotros!
—Sí, pero todas las precauciones son pocas cuando anda de por medio el señor Tugelbend. Es un auténtico experto en legislaciones internas de la universidad. Así que se me ocurrió que, mañana, podríamos presentarle este examen final.
El archicanciller cogió el documento que le tendían. Movió los labios en silencio al leerlo.
—¿Sólo una pregunta?
—Sí. No tendrá más remedio que aprobar o suspender. Me gustaría ver cómo se las arregla para sacar un 84 con esto.
En cierto sentido que sus tutores no podían acabar de definir, por mucho que les molestara, Víctor Tugelbend era también la persona más perezosa en toda la historia de la humanidad.
La suya no era una pereza vulgar y corriente. La pereza vulgar y corriente no es más que la ausencia total de esfuerzo. Víctor estaba por encima de eso desde hacía ya mucho tiempo, había superado la ociosidad normal y había salido por el otro extremo. Dedicaba más esfuerzos a evitar trabajar que los que la mayoría de la gente dedicaba a la profesión más dura.
Él nunca había deseado ser mago. Él nunca había deseado gran cosa, a excepción quizás de que lo dejaran en paz y que no lo despertaran hasta el mediodía. Cuando era pequeño y la gente le preguntaba cosas como «¿Qué quieres ser de mayor, jovencito?», su respuesta más habitual era, «No sé, ¿qué hay disponible?».
Pero la civilización no te deja salirte con la tuya en ese sentido durante demasiado tiempo. No le basta con que seas quien eres, además tienes que estar trabajando para ser alguien más.
Víctor lo había intentado. Durante bastante tiempo, había intentado desear ser herrero, porque le parecía una profesión interesante y romántica. Pero también implicaba trabajo duro e intratables pedazos de metal. Luego había intentado desear ser asesino, porque le parecía una profesión osada y romántica. Pero también implicaba trabajo duro y, bien mirada la cuestión, había que asesinar a alguien de cuando en cuando. Después intentó desear ser actor, porque le parecía una profesión dramática y romántica, pero implicaba leotardos polvorientos, alojamientos incómodos y, para su sorpresa, trabajo duro.
Llegó al punto de permitir que lo enviaran a la Universidad, porque era más sencillo que no ir.
Tenía tendencia a sonreír a menudo, con una sonrisa ligeramente desconcertada. Esto provocaba en los demás la impresión de que era un poquito más inteligente que ellos. La verdad era que, por lo general, estaba intentando comprender qué acababan de decirle.
Y también tenía un bigotito fino, que con determinada luz le daba un aspecto agraciado, y con otra le daba aspecto de acabar de beberse un batido de chocolate muy espeso.
Era un rasgo de su fisonomía del que se sentía bastante orgulloso. Cuando uno se convertía en mago, se esperaba de él que dejara de afeitarse y luciera una barba semejante a un arbusto descuidado. Los magos más viejos parecían capaces de extraer alimentos del aire filtrándolos a través de sus bigotes, como las ballenas.
Por tanto, se sintió un tanto sobrio y un poco sorprendido al encontrarse en la Plaza de las Lunas Rotas. Se había dirigido hacia el estrecho callejón situado tras la Universidad, concretamente hacia el trozo de muro con los convenientes ladrillos extraíbles por donde, durante cientos y cientos de años, los estudiantes de magia se las habían arreglado para esquivar, o mejor dicho, para saltarse, las restricciones de la Universidad Invisible.
La Plaza no caía en su camino.
Se dio la vuelta para regresar sobre sus pasos y, en aquel momento, se detuvo. Estaba sucediendo algo de lo más inusual.
Por lo general, allí había siempre un narrador de historias, o unos cuantos músicos, o un vendedor a la caza de clientes potencialmente interesados en adquirir puntos interesantes de Ankh-Morpork, tales como la Torre del Arte o el Puente de Latón.
Ahora no había más que unas cuantas personas levantando una gran pantalla, semejante a una sábana sostenida por dos pértigas.
Se dirigió hacia ellas.
—¿Qué hacéis? —preguntó en tono amistoso.
—Va a haber una sesión.
—Ah, actores —asintió Víctor, sin demasiado interés.
Volvió a adentrarse en la húmeda oscuridad, pero se detuvo al oír una voz que surgía de entre la penumbra entre dos edificios.
—Socorro —exclamó la voz, bastante bajito.
—Haz el favor de dárnoslo —replicó otra voz.
Víctor se acercó un poco más, y escudriñó las sombras impenetrables.
—¿Hola? —dijo—. ¿Va todo bien?
Hubo una pausa.
—Tú no sabes lo que te conviene, ¿eh, chico? —dijo al final alguien en voz baja.