—En ese caso, ayúdame a levantarme y vayamos a buscar algo para beber.
Los granjeros se alejaron arrastrándose.
—Son magos —dijo el que creía en los repollos—. Es mejor no meterse en los asuntos de los magos.
—Buena idea —confirmó el otro.
Fue la hora del silencio.
Nada se movía en Holy Wood, a excepción de la luz. Parpadeaba lentamente. Luz de Holy Wood, pensó Víctor.
Había un ambiente de temerosa expectativa. Si la escena de un rodaje era un sueño que quería hacerse realidad, entonces la ciudad era un plató a gran escala, un lugar real esperando a algo nuevo, algo que el lenguaje corriente no podía describir.
— —dijo Víctor, y se interrumpió.
—¿ ? —respondió Ginger.
—¿ ?
—¡ !
Se miraron un instante. Luego, Víctor la cogió por la mano y se la llevó a rastras hacia el edificio más cercano, que resultó ser el restaurante.
La escena con que se encontraron dentro era indescriptible, y siguió siéndolo hasta que Víctor encontró la pizarra negra que se utilizaba para lo que alguien denominó, entre risas, el menú.
Cogió un trozo de tiza.
—ESTOY HABLANDO, PERO NO ME OIGO —escribió.
Le tendió la tiza con solemnidad.
—IGUAL QUE YO.
Víctor jugueteó con la tiza. Luego, escribió:
—CREO QUE ES PORQUE NO SE HA LLEGADO A INVENTAR EL SONIDO PARA LAS PELÍCULAS. SI NO TUVIÉRAMOS DEMONIOS QUE PINTARAN A COLOR, QUIZÁ TAMBIÉN SERÍAMOS EN BLANCO Y NEGRO.
Contemplaron el interior del local. Había comidas no tocadas o a medio comer en casi todas las mesas. Aquello no era desacostumbrado en el restaurante de Borgle, pero por lo general también había gente que se quejaba amargamente.
Con delicadeza, Ginger mojó un dedo en el plato más cercano.
—Aún caliente —vocalizó.
—Vamos —indicó Víctor sin hablar, señalando la puerta. La chica intentó decir algo complicado, hizo un gesto despectivo cuando él no la comprendió, y escribió:
—DEBERÍAMOS ESPERAR A LOS MAGOS.
Víctor se detuvo un instante. Luego, sus labios dieron forma a una frase que Ginger no admitió entender, y salió de allí.
La sobrecargada silla llegaba ya por la calle, con los ejes humeando. El joven saltó ante ella, moviendo los brazos.
Tuvo lugar una larga conversación silenciosa. Quedó mucha tiza en la pared más cercana. Por fin, Ginger no pudo contener más su impaciencia, y se acercó rápidamente.
—TENÉIS QUE ALEJAROS. Si ENTRAN A TRAVÉS DE VOSOTROS, OS LIQUIDARÁN.
—A TI TAMBIÉN.
(Ésta era caligrafía más pulcra, la del decano.)
—PERO YO CREO SABER LO QUE PASA —escribió Víctor—. ADEMÁS, SI ALGO FALLA, OS NECESITARÁN.
Hizo un gesto de asentimiento en dirección al decano, y volvió con Ginger y con el bibliotecario. Lanzó una mirada de preocupación al simio. Técnicamente, el bibliotecario era un mago… al menos, mientras fue humano, había sido mago, con lo que cabía suponer que aún lo era. Por otra parte, también era un simio, y resultaba muy útil tenerlo al lado en caso de emergencias. Decidió arriesgarse.
—Vamos —vocalizó.
Fue fácil encontrar el camino hacia la colina. Lo que había sido un sendero era ahora un camino ancho, salpicado con los restos de un tránsito apresurado. Una sandalia. Una caja de imágenes. Una boa de plumas.
Habían arrancado de sus bisagras la puerta que entraba en la colina. Un brillo mortecino surgía del túnel. Víctor se encogió de hombros y entró.
Nadie se había molestado en retirar los cascotes, simplemente los habían apartado a un lado y aplastado para que pasara la multitud. El techo no se había desplomado. No era gracias a los restos de rocas. Era gracias a Detritus.
Que lo estaba sujetando.
Aunque a duras penas. Ya se había visto obligado a apoyar una rodilla en el suelo.
Víctor y el bibliotecario amontonaron los cascotes en torno al troll, hasta que el pobre pudo quitarse el peso de los hombros. Dejó escapar un gemido, o al menos dio la impresión de que gemía, y se derrumbó hacia delante. Ginger lo ayudó a levantarse.
—¿Qué ha pasado? —vocalizó la chica.
—¿ ? ¿ ?
Detritus pareció asombrado al no oír su voz, y trató de mirarse la boca.
Víctor suspiró. Imaginó a la gente de Holy Wood corriendo aterrada por el pasadizo, mientras los trolls alisaban los cascotes. Como Detritus era el más fuerte, le habían dejado el papel principal. Y, dado que sólo utilizaba el cerebro para evitar que se le cayera la parte de arriba de la cabeza, también era lógico que lo hubieran dejado para sujetar el peso de la colina. Víctor se lo imaginó llamando a sus congéneres, sin que lo oyeran, mientras todos pasaban corriendo junto a él.
Se preguntó si debería escribirle un mensaje alentador, pero tratándose de Detritus, probablemente sería una pérdida de tiempo. Además, el troll no iba a quedarse allí perdiendo el tiempo. Echó a correr por el túnel, con una expresión sombría en el rostro, concentrándose en su objetivo. Arrastraba los nudillos, dejando dos surcos en el polvo.
El pasadizo se abrió para dejar paso a la caverna. Víctor se dio cuenta de que era en realidad la antecámara del patio de butacas. Quizá miles de años antes, allí había acudido gente en manadas, para comprar… ¿qué? Quizá salchichas consagradas, o pajaritos bendecidos.
Ahora aparecía iluminado por una luz espectral. Allí donde Víctor miraba, todo seguía cubierto por musgo antiguo, húmedo. Pero, donde no miraba, en los bordes de su campo de visión, tenía la sensación de que el lugar entero estaba decorado como un palacio, con cortinajes de terciopelo rojo y barrocos adornos dorados. Una y otra vez volvió la cabeza bruscamente, tratando de atrapar la fantasmal imagen brillante.
Tropezó con la mirada preocupada del bibliotecario, y escribió con tiza en la pared:
—¿REALIDADES FUNDIÉNDOSE?
El bibliotecario asintió.
Víctor guió a su pequeño grupo de guerrilleros de Holy Wood por los gastados escalones que ascendían hacia el patio de butacas.
Y se dio cuenta más tarde de que Detritus los había salvado a todos.
Echaron un vistazo a las imágenes que se movían en la monstruosa pantalla y…
Sueña. Realidad. Cree.
Aguarda…
… y Detritus intentó pasar a través de ellos. Las imágenes diseñadas para atrapar y hechizar a cualquier mente inteligente rebotaron contra el cráneo del troll y volvieron a salir. No les prestó atención. No estaba por tonterías.[28]
Estar a punto de ser aplastado por un troll angustiado es la cura casi ideal para cualquier persona que no esté diferenciando la realidad de la fantasía. La realidad es una cosa muy pesada que te pisotea la espalda.
Víctor se incorporó rápidamente, tiró de los demás, señaló la pantalla parpadeante y vocalizó:
—¡No miréis!
Asintieron.
Ginger le agarró el brazo con fuerza mientras avanzaban por el pasillo.
Allí estaba todo Holy Wood. Vieron los rostros que tan bien conocían, en los asientos, inmóviles ante la luz temblorosa, cada expresión clavada en su lugar.
Víctor sintió las uñas de la chica clavadas en su piel. Allí estaban Rock, y Morry, y Fruntkin, el del restaurante, y la señora Cosmopilita, la encargada del vestuario. Vieron también a Silverfish, junto con todos los alquimistas. Estaban los carpinteros, y los operadores, y todas las estrellas que no llegaron a serlo, y todos los encargados de sujetar caballos, de limpiar mesas, o de hacer cola y aguardar a que llegara su gran oportunidad…
Langostas, pensó Víctor. Hubo una gran ciudad, y murió mucha gente, y ahora aquí sólo hay langostas.
El bibliotecario señaló.
Detritus había encontrado a Rubí en la primera fila, y estaba intentando levantarla de su asiento. La moviera para donde la moviera, los ojos de la troll seguían clavados en las imágenes. Cuando se puso delante de ella, parpadeó, frunció el ceño y lo apartó de un manotazo.
Luego, se acomodó de nuevo en el asiento y volvió a quedarse con una expresión vacía.
Víctor le puso una mano en el hombro e hizo lo que esperaba que fueran movimientos tranquilizadores para que fuera con ellos. El rostro de Detritus era la imagen misma de la tristeza.
La armadura seguía sobre la losa, tras la pantalla, delante del disco bruñido.
La miraron, desesperados.
Víctor pasó un dedo por el polvo. Dejó a la vista un surco de brillante metal amarillo. Miró a Ginger.
—¿Y ahora, qué? —vocalizó.
La chica se encogió de hombros. Significaba, ¿y yo qué sé? Las otras veces estaba dormida.
Sobre ellos, la pantalla estaba cada vez más abultada, más gruesa. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que salieran las Cosas?
Víctor trató de sacudir al… bueno, al hombre, por llamarlo de alguna manera. Era un hombre muy alto. Con una armadura dorada sin costuras. Tanto le daría intentar despertar a una montaña.
Trató de soltarle la espada de las manos, aunque era más alta que él. Aunque pudiera levantarla, le resultaría tan inmaniobrable como una barcaza.
La tenía bien agarrada.
El bibliotecario estaba intentando leer el libro a la luz de la pantalla, pasaba las páginas, frenético.
—¿NO SE TE OCURRE NADA? —escribió Víctor en un lado de la losa.
Ginger cogió la tiza.
—¡NO! ¡¡TÚ ME DESPERTASTE!! ¡¡¡NO SÉ QUÉ HACER!!!
Las últimas exclamaciones se perdieron cuando se rompió la tiza. Se oyó un «ping» a lo lejos.
Víctor le cogió de la mano el trozo que quedaba.
—¿POR QUÉ NO ECHAS UN VISTAZO AL LIBRO? —Sugirió.
El bibliotecario asintió y trató de poner el volumen en las manos de Ginger. La chica se negó un momento, siguió mirando hacia las sombras.
Cogió el libro.
Miró al simio. Miró al troll. Miró al hombre.
Luego, levantó el brazo y lanzó el libro a lo lejos.
Esta vez no hubo ningún ping. Fue un «poooong» claro, resonante, definitivo. Algo podía hacer ruido en un lugar sin sonido.
Víctor rodeó la losa.
El gran disco era un gong. Lo tocó. Cayeron restos de óxido, pero el metal brillaba bajo la luz, y vibraba bajo sus dedos. Ahora que sus ojos lo buscaban instintivamente, vio debajo un barrote metálico de casi dos metros, con una bola en la punta.
Lo agarró y lo arrancó de sus soportes. O al menos, lo intentó. El óxido lo había fijado sólidamente.
El bibliotecario se situó al otro lado, miró a Víctor, y ambos tiraron a la vez. Las esquirlas de metal oxidado se clavaron en las manos del joven.
No había manera de moverlo. El martillo del gong y sus soportes se habían convertido, con el tiempo y la sal, en un todo metálico.
Entonces, el tiempo pareció ralentizarse en una serie de acontecimientos aislados por la luz parpadeante. Como las imágenes proyectadas por la caja.
Clic.
Detritus se inclinó sobre el hombro de Víctor, agarró el martillo por el centro, y lo levantó, arrancando de la roca el corroído soporte.
Clic.
Todos se lanzaron de bruces al suelo cuando el troll agarró el instrumento con ambas manos, flexionó los músculos, y lo blandió hacia el gong.
Clic.
Clic.
Clic.
Clic.
Atrapado en una serie de imágenes independientes, Detritus pareció moverse instantáneamente entre… clic… diferentes posiciones, pero conectadas, mientras pivotaba sobre un robusto pie, y la cabeza del martillo… clic… describía un brillante arco en la oscuridad.
Clic.
El impacto contra el gong fue tan fuerte que las cadenas se rompieron, y fue a estrellarse contra una pared del patio de butacas.
El sonido volvió rápidamente, y en grandes cantidades, como si hubiera estado encerrado en algún lugar y lo acabaran de liberar para que volviera alegremente al mundo, advirtiendo de su presencia a todos los tímpanos.
Boooong.
Clic.
La gigantesca figura tendida sobre la losa se incorporó lentamente, mientras el polvo caía a cascadas de ella. Su parte trasera seguía dorada, sin sufrir el paso de los años.
Se movía con lentitud, pero con decisión, como controlada por un mecanismo. Una mano agarró la gigantesca espada. La otra se apoyó en el borde de la losa. Las grandes piernas se situaron sobre el suelo.
El ser se alzó en sus tres metros de altura, apoyó las manos en la empuñadura de la espada, y se detuvo. No parecía haber adoptado una postura muy diferente de la que había tenido en la losa, pero ahora estaba alerta, parecía imbuido de poderosas energías. No prestó atención a los cuatro que lo habían despertado.
La pantalla dejó de palpitar. Algo había advertido la presencia del hombre dorado, y estaba concentrando su atención en él. Así que, al menos de momento, no concentraba su atención en otras cosas.
El público se agitó. Estaban despertando.
Víctor agarró al bibliotecario y a Detritus.