Víctor consiguió incorporarse sobre las manos y las rodillas, y se arrastró hasta el borde.
Pese a estar cayendo, la Cosa no se rendía. Se retorcía frenética en el aire, probando extrañas combinaciones evolutivas de plumas, piel y membranas, buscando algo que le permitiera sobrevivir a la caída…
El tiempo pareció detenerse. El aire cobró un brillo purpúreo. La Muerte blandió su guadaña.
ALÉGRAME EL DÍA —dijo.
Se oyó un ruido como el de un montón de ropa mojada al estrellarse contra la pared. Por lo visto, lo único que podía sobrevivir a aquella caída era un cadáver.
Bajo la tenaz lluvia, la multitud se acercó más.
Ahora que había perdido todo el control, la Cosa se estaba disolviendo en sus moléculas básicas. El agua las arrastraba hacia las cloacas. Desde allí, el río se encargaría de dispersarlas por las frías profundidades del mar.
—Se está licuando —anunció el conferenciante de Runas Modernas.
—¿De verdad? —se sorprendió el profesor—. Creía que para eso hacía falta un aparato especial.
Hurgó entre los restos con el pie.
—Cuidado —le advirtió el decano—. No está muerto aquel que yace eternamente.
El profesor lo estudió.
—Pues a mí me parece de lo más muerto —replicó—. Un momento… algo se mueve…
Uno de los tentáculos se derrumbó a un lado.
—¿Había caído sobre alguien? —preguntó el decano. Sí. Sacaron el cuerpo inerte de Ponder Stibbons, y le dieron bofetadas y palmaditas bienintencionadas hasta que abrió los ojos.
—¿Qué ha pasado? —tartamudeó.
—Te cayó encima un monstruo de quince metros —se limitó a explicar el decano—. ¿Estás… eh… bien?
—Yo sólo quería tomar una copa —murmuró Ponder—. Iba a volver enseguida, lo prometo.
—Pero ¿de qué hablas, chico?
Ponder no hizo caso. Se alejó tambaleándose hacia la Gran Sala, y nunca jamás volvió a salir de la Universidad.
—Qué muchacho tan raro —dijo el decano.
Todos volvieron a concentrarse en la Cosa, que ya estaba casi disuelta.
—La belleza mató a la bestia —suspiró el decano, que solía decir cosas así.
—Qué va —negó el profesor—. Lo que la mató fue caer desde tan arriba.
El bibliotecario se sentó y se frotó la cabeza.
Le pusieron el libro delante de los ojos.
—¡Léelo! —gritó Víctor.
—Oook.
—¡Por favor!
El simio lo abrió por una página de pictogramas. Al verlos, parpadeó un instante. Luego, puso el dedo en la esquina inferior derecha, y empezó a recorrer los símbolos de derecha a izquierda.
De derecha a izquierda.
Así que se leían de esa manera, pensó Víctor.
O sea, que, desde el principio, lo había estado haciendo todo al revés.
Gaffer, el operador, desplazó la caja de imágenes a lo largo de la hilera de magos, y luego volvió a centrarse en el monstruo que se disolvía.
Dejó de dar vueltas a la manivela. Alzó la cabeza y sonrió con animación.
—¿Podéis apretaros un poco más, amigos? —Pidió. Los magos obedecieron—. No hay mucha luz.
Soll escribió en un cartón: «Magos mirando cadáver, toma tres».
—Qué lástima que no cogieras lo de la caída —dijo, con una voz chillona por la histeria—. Quizá podamos contratar a un especialista para que la repita.
Ginger se había sentado entre las sombras al pie de la torre. Se abrazaba las rodillas e intentaba dejar de temblar. Entre las formas que la Cosa había probado justo antes del final había estado la suya.
Se controló y consiguió ponerse de pie, apoyándose en el muro para mantener el equilibrio. Se alejó de allí. No sabía qué le depararía el futuro, pero, si ella tenía algo que decir al respecto, ese futuro incluiría una taza de café.
Al pasar junto a la puerta de la torre, oyó unas pisadas. Víctor salió, acompañado por el bibliotecario.
El joven abrió la boca para decir algo, pero lo primero que tuvo que hacer fue tomar aliento. El orangután lo apartó a un lado y agarró a Ginger por el brazo con firmeza. Tenía una mano blanda, cálida, pero con una insinuación de que, si hacía falta, el bibliotecario era perfectamente capaz de transformarle el brazo en un tubo de gelatina con tropezones dentro.
—¡Oook!
—Mira, se acabó —dijo Ginger—. El monstruo está muerto. Así es como acaban las cosas, ¿vale? Yo me voy a beber algo.
—¡Oook!
—Igualmente, oook.
Víctor alzó la cabeza.
—No… se acabó —dijo.
—Para mí, sí. Oye, acabo de verme transformada en una… una COSA con tentáculos. Eso afecta mucho a una chica, ¿sabes?
—¡No tiene importancia! —consiguió replicar Víctor—. ¡Lo hemos entendido todo al revés! ¡Ahora sí que van a venir! ¡Tienes que volver conmigo a Holy Wood! ¡También entrarán por allí!
—¡Oook! —asintió el bibliotecario, señalando el libro con una uña purpúrea.
—Bueno, pues que empiecen sin mí —bufó la chica.
—¡No es posible! ¡Quiero decir, que sí, que lo harán! ¡Pero tú puedes impedirlo! ¡Oye, deja de mirarme así! —dio un codazo al bibliotecario—. Anda, explícaselo tú.
—Oook —dijo el bibliotecario con paciencia—. Oook.
—¡No le entiendo! —chilló Ginger.
Víctor frunció el ceño.
—¿No?
—¡No! ¡Para mí no son más que ruidos de mono!
Víctor puso los ojos en blanco.
—Eh…
El bibliotecario se irguió por un momento como una pequeña estatua prehistórica. Luego, cogió la mano de Ginger y, con suavidad, le dio unas palmaditas.
—Oook —dijo amablemente.
—Perdona —respondió la chica.
—¡Escucha bien! —insistió Víctor—. ¡Lo entendí al revés! ¡No estabas intentando ayudarlos a Ellos, querías detenerlos! ¡Leí el libro al revés! No es un nombre detrás de una puerta, ¡es un hombre delante de una puerta! Y un hombre delante de una puerta… —Tomó aliento—. ¡Un hombre delante de una puerta es un guardia!
—Sí, vale, pero no podemos llegar a Holy Wood, ¡está a muchos kilómetros!
Víctor se encogió de hombros.
—Llama al operador —dijo.
La tierra que rodeaba Ankh-Morpork era muy fértil. Había sobre todo campos de repollos, lo que contribuía a proporcionar a la ciudad su olor característico.
La luz grisácea del preamanecer se desenroscó sobre la extensión verdeazulada, pasando por encima de un par de labradores que iban a empezar temprano la cosecha de la espinaca.
Alzaron la vista, no hacia un sonido, sino hacia un punto de silencio allí donde debería haber sonido.
Eran un hombre, y una mujer, y algo que parecía otro hombre talla pequeña con una chaqueta de pieles talla extra. Todos viajaban en un carruaje parpadeante. El carruaje pasó como una centella en dirección a Holy Wood. Pronto lo perdieron de vista.
Un par de minutos más tarde, lo siguió una silla de ruedas. El eje de la silla brillaba al rojo vivo. Iba llena de hombres que se gritaban unos a otros. Uno de ellos daba vueltas a la manivela de una caja.
Estaba tan sobrecargada de magos que, de cuando en cuando, uno se caía y tenía que ir corriendo detrás, gritando, hasta que tenía oportunidad de saltar de nuevo a bordo para seguir gritando.
Si alguien intentaba conducir, no tenía demasiado éxito, y la silla describía curvas ebrias por el camino. Al final, completamente descontrolada, se estrelló contra el costado de un granero.
Uno de los granjeros dio un codazo al otro.
—Esto lo he visto en las películas —dijo—. Siempre pasa lo mismo. Se estrellan contra un granero, y luego salen todos por el otro lado cubiertos de pollos que chillan.
Su compañero se apoyó en la azada con gesto pensativo.
—Valdrá la pena verlo —dijo.
—Y tanto.
—Porque ahí dentro no hay más que veinte toneladas de repollos.
En aquel momento, la silla salió del granero entre una nube de pollos, y avanzó de nuevo enloquecidamente hacia el camino.
Los granjeros se miraron.
—A mí que me registren —dijo uno.
Holy Wood era un brillo en el horizonte. Los temblores de tierra eran ahora más fuertes.
El carruaje parpadeante salió de entre un grupo de árboles, y se detuvo en la cima del empinado sendero que descendía hacia la ciudad.
La niebla amortajaba Holy Wood. En esa niebla, unas lanzas de luz surcaban el aire.
—¿Es demasiado tarde? —preguntó Ginger esperanzada.
—Casi demasiado tarde —replicó Víctor.
—Oook —dijo el bibliotecario.
Su uña pasaba a toda velocidad mientras leía los antiguos pictogramas. De derecha a izquierda, de derecha a izquierda.
—Sabía que fallaba algo —había dicho antes Víctor—. Aquella estatua durmiente… el guardia. Los antiguos sacerdotes entonaban cánticos y celebraban ceremonias para mantenerlo despierto. Recordaban Holy Wood lo mejor que podían.
—¡Yo no sé nada de ningún guardia!
—Sí que lo sabes. En lo más profundo de ti.
—Oook —dijo el bibliotecario, señalando una página—. ¡Oook!
—Dice que, seguramente, eres descendiente de las primeras Sumas Sacerdotisas. Cree que todos los que vinieron a Holy Wood descienden de… ya me entiendes… o sea, la primera vez que las Cosas irrumpieron en el mundo, la ciudad resultó destruida, y los supervivientes se dispersaron en todas las direcciones. Pero todo el mundo tiene una manera especial de recordar las cosas que les sucedieron a sus antepasados. Es decir, hay como un gran estanque de recuerdos, y todos estamos unidos a él. Cuando esto empezó a suceder otra vez, fuimos llamados, y tú trataste de arreglarlo todo, pero tu impulso era débil y no podía dominarte a menos que estuvieras dormida…
Se quedó sin palabras.
—¿«Oook»? —se mosqueó Ginger—. ¿Él dice un «oook» y tú entiendes todo eso?
—Bueno, no ha dicho sólo uno —señaló Víctor.
—En mi vida había oído semejante sarta de… —empezó Ginger.
Se interrumpió bruscamente. Una mano más suave que el más suave de los cueros había cogido la suya. Clavó los ojos en una cara que saldría mal parada de la comparación con un balón deshinchado de fútbol.
—Oook —dijo el bibliotecario.
La chica suspiró.
—Pero… nunca me he sentido nada suma sacerdotisa…
—Ese sueño del que me hablaste —le recordó Víctor—, a mí me sonaba muy sumasacerdótico. Muy… muy…
—Oook.
—Eso, muy sacerdotal —tradujo el joven.
—No es más que un sueño —replicó Ginger, nerviosa—. Lo he tenido desde que puedo recordar.
—Oook oook.
—¿Qué ha dicho?
—Que probablemente lo tengas desde mucho antes de lo que puedes recordar.
Ante ellos, Holy Wood brillaba como el hielo, como una ciudad hecha de luz congelada.
—¿Víctor? —titubeó Ginger.
—¿Sí?
—¿Dónde está todo el mundo?
Víctor miró hacia abajo. Allí donde debería haber gente, refugiados, todos huyendo a la desesperada… no había nada. Sólo silencio, y la luz.
—¿Dónde están? —repitió ella.
Vio la expresión de la chica.
—¡Pero el túnel se derrumbó! —exclamó en voz alta, con la esperanza de que así resultase verdad—. ¡Está sellado!
—Pero unos trolls no tardarían mucho tiempo en despejar el camino —replicó Ginger.
Víctor pensó en el… el Cthinema. Y en el primer local que había estado funcionando miles de años. Mientras arriba, las estrellas se movían.
—Claro que, también pueden estar… en otro lugar —mintió.
—No —replicó Ginger—. Eso lo sabemos los dos.
Víctor contempló impotente la ciudad de las luces.
—¿Por qué nosotros? —preguntó—. ¿Qué nos está pasando?
—Todo le tiene que suceder a alguien —respondió la chica.
Víctor se encogió de hombros.
—Y sólo se tiene una oportunidad —dijo Víctor—, ¿verdad?
—Sí, justo cuando necesitas salvar el mundo, hay un mundo que necesita que lo salves —asintió Ginger.
—Qué suerte tenemos —bufó el joven.
Los dos granjeros escudriñaron a través de las puertas del granero. Había montones de repollos, que aguardaban estoicamente en la penumbra.
—Te dije que eran repollos —señaló uno de ellos—. Sabía que no eran pollos. Yo sé reconocer un repollo en cuanto lo veo, y creo en mis ojos.
Desde muy arriba, les llegaron unas voces que se acercaban.
—¡Por lo que más quieras, hombre! ¿Es que no puedes girar?
—¡No, archicanciller, porque no dejas de echarte para un lado!
—¿Dónde estamos? ¡No veo nada con esta niebla!
—A ver si puedo hacer que vayamos… ¡no te eches a ese lado, decano! ¡No te eches…!
Los granjeros se lanzaron de bruces al suelo, mientras la escoba pasaba zumbando por la puerta abierta, y desaparecía entre las hileras de repollos. Se oyó el ruido de uno al aplastarlo.
—Te has echado hacia un lado —dijo tras un rato una voz amortiguada.
—Tonterías. En menudo lío me has metido. ¿Qué es esto?
—Repollos, archicanciller.
—¿Una especie de verdura?
—Sí.
—No soporto la verdura. Te convierte la sangre en agua.
Hubo otra pausa. Luego, los granjeros oyeron decir a la otra voz:
—Vete a la mierda.
Otra pausa.
Luego:
—Tesorero, ¿puedo despedirte?
—No, archicanciller. Tengo el cargo en propiedad.