Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—¡No es una mujer! ¡Es… es una criatura de película, imbécil! ¿De verdad te parece que soy así de grande? —gritó la chica—. ¡Está usando a Holy Wood! ¡Es un monstruo de Holy Wood! ¡De la tierra de las películas!

 

—¡Gira, maldita sea! ¡Gira!

—¡No sé!

—¡Sólo tienes que echar tu peso a un lado!

El tesorero se agarró a la escoba, nervioso. Se dice fácil, pensó. Tú estás acostumbrado.

Estaban a punto de salir de la Gran Sala cuando una giganta cruzó la verja de entrada, con un simio farfullante en una mano. Ahora el tesorero intentaba controlar una vieja escoba, sacada del museo de la Universidad, mientras, tras él, un loco trataba febrilmente de cargar una ballesta.

A volar, había dicho el archicanciller. Era imprescindible que remontaran el vuelo.

—¿No puedes hacer que esto se tambalee menos? —exigió el archicanciller.

—¡No es para dos personas!

—¡Pues no puedo apuntar si se sigue moviendo así!

El contagioso espíritu de Holy Wood, que recorría la ciudad como un cable de acero, azotó una y otra vez la mente del archicanciller.

—No abandonaremos a nuestros hombres —murmuró.

—Simios, archicanciller —replicó el tesorero automáticamente.

 

La Cosa avanzó hacia Víctor. Se movía insegura, luchando contra las fuerzas de la realidad, que la arrastraban. Parpadeaba intentando conservar la forma con que había llegado al mundo, de manera que la imagen de Ginger se alternaba con atisbos de algo lleno de tentáculos serpenteantes.

Necesitaba magia.

Miró a Víctor, miró la espada. Y, si era capaz de algo tan sofisticado como la comprensión, en aquel momento comprendió que era vulnerable.

Se volvió hacia Ginger y los magos.

Que empezaron a arder.

 

El decano ardía con una llama azulada, bastante bonita.

—No te preocupes, jovencita —dijo el profesor, desde el corazón de su fuego—. Es una ilusión. No es real.

—¿Y me lo dices a mí? —bufó Ginger—. ¡Seguid!

Los magos avanzaron un poco más.

Ginger oyó pisadas tras ella. Eran los Escurridizo.

—¿Por qué tiene miedo del fuego? —preguntó Soll, mientras la Cosa retrocedía ante el avance de los magos—. No es más que una ilusión. Tiene que darse cuenta de que no está caliente.

Ginger sacudió la cabeza. Parecía estar navegando sobre el oleaje de la histeria, quizá porque no todos los días ve una chica una imagen gigante de sí misma pisoteando la ciudad.

—Ha utilizado la magia de Holy Wood —dijo—. Así que no puede desobedecer las reglas de Holy Wood. No siente, no oye. Sólo ve. Y lo que ve es real. Y la película tiene miedo del fuego.

La Ginger gigante estaba ya de espaldas a la torre.

—Está atrapada —dijo Escurridizo—. Ya la tenemos.

La Cosa parpadeó ante las llamas que se aproximaban.

Se dio media vuelta. Alzó la mano libre. Empezó a trepar por la torre.

 

Víctor se bajó del caballo y dejó de concentrarse. El animal desapareció.

Pese al pánico, tuvo tiempo para un poco de vanidad. Si los magos hubieran visto películas, habrían sabido qué hacer en aquel momento.

Se trataba de la frecuencia de fusión crítica. Hasta la realidad tenía una. Si podías hacer que algo existiera durante una fracción de segundo, eso no significaba que hubieras fracasado. Significaba que tenías que seguir haciéndolo.

Caminó con la espalda apoyada a la base de la torre, alzando la vista hacia la Cosa que trepaba. Entonces, tropezó con algo metálico. Era la pica que se le había caído al bibliotecario. Un poco más allá, el extremo de la cuerda yacía dentro de un charco.

Contempló ambas cosas un instante. Luego, con ayuda de la pica, arrancó un metro de cuerda y se hizo un arnés rudimentario para el arma.

Cogió la cuerda que colgaba, le dio un tirón experimental, y entonces…

La desagradable falta de resistencia con que se encontró no presagiaba nada bueno. Dio un salto atrás justo antes de que muchos metros de cuerda húmeda se estamparan pesadamente contra el cemento.

Miró desesperadamente a su alrededor, en busca de otra manera de llegar a la cima.

 

Los Escurridizo observaron boquiabiertos a la Cosa que trepaba. No se movía demasiado deprisa, y de cuando en cuando tenía que dejar al aullante bibliotecario en el contrafuerte que más a mano tenía mientras buscaba el siguiente asidero. Pero, aun así, seguía subiendo.

—Oh, sí. Sí. Sí—jadeó Soll—. ¡Qué película! ¡Pura acción!

—¡Una giganta llevando a un simio que grita hacia la cima de un edificio alto! —asintió Escurridizo—. ¡Y ni siquiera tendremos que pagar a los actores!

—Sí —asintió Soll.

—Sí… —dijo Escurridizo.

Pero en su voz había un algo de inseguridad.

Su sobrino parecía ansioso.

—Sí—repitió—. Eh…

—Ya sé lo que quieres decir —asintió Escurridizo lentamente.

—Es… O sea, parece sensacional, pero… bueno, tengo la sensación de que…

—Sí, de que algo va mal.

—Mal no es la palabra —replicó Soll, a la desesperada—. No es que vaya mal, exactamente. Es como si faltara algo…

Se detuvo. No encontraba las palabras.

Suspiró. Escurridizo también suspiró.

En el cielo, retumbó un trueno.

Y del cielo llegó una escoba sobre la que montaban dos magos histéricos.

 

Víctor abrió de un empujón la puerta en la base de la Torre del Arte.

Dentro, todo estaba oscuro. Oía el agua gotear en el lejano techo.

Se decía que la torre era el edificio más antiguo del mundo. Desde luego, lo parecía. Ahora no se utilizaba para nada, y los suelos interiores se habían desmoronado hacía ya tiempo, de manera que en el interior no quedaba más que la escalera de caracol.

Era una espiral de enormes losas incrustadas en la pared misma de la torre. Algunas habían desaparecido. Sería peligroso subir por allí incluso a la luz del día.

En la oscuridad… imposible.

La puerta se abrió a su espalda. Ginger entró a zancadas, tirando del operador.

—¡Venga, date prisa! —le ordenó—. Tienes que salvar a ese pobre mono.

—Simio —la corrigió Víctor, distraído.

—Qué más da.

—Está demasiado oscuro —murmuró.

—En las películas nunca está demasiado oscuro —señaló Ginger—. Piensa en eso.

Dio un codazo al operador.

—Tiene razón —se apresuró a añadir éste—. En las películas nunca está oscuro. Es lógico. Tiene que haber suficiente luz como para ver la oscuridad.

Víctor alzó la vista hacia la penumbra. Luego, volvió a mirar a Ginger.

—Oye —empezó, apremiante—. Si… si algo va mal, habla a los magos sobre… ya sabes. La cueva. Las Cosas tratarán de entrar por allí.

—¡No pienso volver a aquel lugar!

El trueno retumbó.

—¡Venga, muévete ya! —gritó la chica, pálida—. ¡Luces! ¡Caja de imágenes! ¡Acción! ¡Y todo eso!

Víctor apretó los dientes y echó a correr. Había luz suficiente para dar forma a la oscuridad, y saltó de peldaño en peldaño mientras la magia de Holy Wood recitaba su letanía dentro de su mente.

—Tiene que haber suficiente luz —jadeó—, para ver la oscuridad.

Siguió adelante.

—Y en Holy Wood nunca me quedo sin fuerzas —añadió, con la esperanza de que sus piernas se lo creyeran.

Así fue.

—¡Y en Holy Wood, tengo que llegar en el último momento! —gritó.

Se apoyó un instante contra una pared para recuperar el aliento.

—Siempre en el último momento —repitió.

Echó a correr de nuevo hacia arriba.

Las losas pasaban bajo sus pies como un sueño, como imágenes de una película al emitirse por la caja proyectora.

Y llegaría en el último momento. Miles de personas lo sabían.

Si los héroes no llegaban en el último momento, ¿qué sentido tenía todo? Además…

No había ninguna losa donde iba a poner el pie.

Su otro pie ya se había tensado para dar el paso.

Enfocó hasta el último gramo de energía en sus tendones, sintió cómo los dedos de sus pies golpeaban contra el borde de la siguiente losa, se lanzó hacia delante y volvió a saltar al momento. O eso, o se rompía una pierna.

—Qué locura.

Siguió corriendo, aunque ahora prestaba atención por si faltaban más losas.

—Siempre en el último momento —murmuró.

Así que, a lo mejor, podía permitirse el lujo de parar y descansar un momento. Aun así, llegaría en el último momento…

No. Había que jugar limpio.

Ante él faltaba otra losa.

Contempló el espacio vacío.

La torre entera iba a ser así.

Se concentró un instante y saltó hacia la nada. La nada se convirtió en una losa durante la fracción de segundo que necesitó para saltar hasta la siguiente.

Sonrió en la oscuridad, y una chispa de luz brilló en un diente.

La magia de Holy Wood no creaba nada que durase demasiado tiempo.

Pero todo duraba lo suficiente.

Hurra por Holy Wood.

 

La Cosa parpadeaba ahora más despacio, perdía menos tiempo en asemejarse a una versión gigante de Ginger, y cada vez era más parecida al contenido del cubo de basura de un taxidermista. Movió su mole goteante hasta la cima de la torre, y allí se quedó un instante. El aire silbaba a través de sus tubos respiratorios. La roca se agrietaba bajo sus tentáculos, a medida que la magia se evaporaba para ser sustituida por el hambre del Tiempo.

La Cosa estaba asombrada. ¿Dónde estaban los demás? Se encontraba sola y asediada, en un lugar extraño…

… y ahora estaba furiosa. Extendió un ojo y miró al simio que se debatía bajo lo que había sido una mano. Los truenos hacían que se tambaleara la torre. La lluvia caía a cascadas por las piedras.

La Cosa extendió un seudópodo y lo enroscó en torno a la cintura del Bibliotecario…

… y entonces advirtió la presencia de la otra figura, ridículamente pequeña, que salía por el hueco de la escalera.

 

Víctor esgrimió la pica. ¿Qué tenía que hacer a continuación? Cuando uno se enfrentaba a seres humanos, había varias opciones. Se podía decir, «Eh, tú, suelta a ese simio y levanta las manos». O se podía…

Un tentáculo acabado en una zarpa tan gruesa como su brazo se apoyó bruscamente sobre las piedras, que se agrietaron.

Saltó hacia atrás y movió la pica en un gesto de revés que dejó un profundo corte amarillento en el pellejo de la Cosa. El ser aulló y se removió con desagradable velocidad para lanzar más tentáculos contra él.

Forma, pensó Víctor. En este mundo no tienen una verdadera forma. Tienen que pasarse demasiado tiempo concentrados en conservar la integridad. Cuanta más atención me preste, menos se podrá acordar de seguir de una pieza.

Un surtido de ojos desemparejados brotó de diversos puntos de la Cosa.

Cuando se consiguieron enfocar sobre Víctor, se cubrieron de furiosas venillas inyectadas de sangre.

De acuerdo, pensó el chico, ya he conseguido que me preste atención. Ahora, ¿qué?

Clavó la pica en una garra amenazadora, y tuvo que saltar hasta que las rodillas le tocaron la barbilla cuando un seudópodo, afortunadamente inidentificable, intentó cortarle las piernas de raíz.

Otro tentáculo serpenteó hacia él.

Una flecha lo atravesó. Tuvo el mismo efecto que una bala de acero disparada a través de un calcetín lleno de natillas. La Cosa chilló.

La escoba entró en barrena justo encima de la torre, mientras el archicanciller volvía a cargar el arma apresuradamente.

—¡Si sangra, lo podemos matar! —oyó Víctor a lo lejos.

—¿Cómo que podemos? —preguntó al momento otra voz.

Víctor siguió atacando, clavando la pica en cualquier punto que le pareciera vulnerable. La criatura cambiaba de forma, intentaba espesar su pellejo o generar un caparazón allá donde caía la pica, pero no era lo suficientemente rápida. Es verdad, pensó Víctor. Podemos matarla. Quizá tardemos todo el día, pero no es invencible…

Y, en aquel momento, lo que tuvo delante de él era Ginger, con una expresión de dolor y pesar.

Titubeó.

Una flecha se clavó en el cuerpo del ser.

—¡Así se hace! ¡Otra pasada, tesorero!

La imagen se disolvió. La Cosa aulló, lanzó al bibliotecario a un lado como si fuera un muñeco, y extendió todos sus tentáculos hacia Víctor. Uno de ellos lo derribó, otros tres le arrebataron la pica de las manos, y la Cosa se irguió como una sanguijuela hacia el cielo, blandiendo la pica para derribar a sus agresores.

Víctor se incorporó sobre los codos y se concentró.

Sólo tiene que ser real el tiempo suficiente.

El relámpago perfiló a la Cosa con luz azul y blanca. Tras el retumbar del trueno, la criatura se tambaleó como si estuviera ebria, mientras unos tentáculos de electricidad la recorrían con un zumbido chisporroteante. Algunos de sus miembros humeaban.

Estaba intentando conservar su integridad física, pese a las energías que rugían en su interior. Se tambaleó sobre las piedras de la torre, y entonces, tras dirigir una mirada malévola a Víctor, se lanzó al vacío.

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