Se detuvo a media frase. La multitud lo miraba, expectante.
No lo miraban como si fuera su única esperanza. Lo miraban como si fuera su seguridad.
—¿Qué pasará ahora, mamá? —oyó preguntar a un niño pequeño.
—Es muy fácil —respondió con voz de entendida la gruesa mujer que lo tenía cogido de la mano—. Él echará a correr y lo detendrá en el último momento. Es lo más normal. Le he visto hacerlo muchas veces.
—¡En mi vida he hecho semejante cosa! —exclamó Víctor.
—Yo te vi —replicó la mujer alegremente—. En Hijos del Desierto. Cuando esta señorita… —Hizo una breve reverencia en dirección a Ginger—, cuando ella iba a caballo, y el animal se desbocó, y estaba a punto de tirarla por un precipicio, pero llegaste tú y la salvaste en el último momento. La verdad es que me pareció impresionante.
—No fue en Hijos del Desierto —la interrumpió un anciano con tono pedante, al tiempo que cargaba su pipa—. Fue en El Valle de los trolls.
—No señor, era en Hijos —intervino una mujer delgada, detrás de él—. Lo sé perfectamente, la he visto veintisiete veces.
—Sí, era muy buena, ¿verdad? —asintió la primera mujer—. Cada vez que veo esa escena en que ella lo deja, y él se vuelve y la mira de esa manera, me echo a llorar…
—Disculpad, pero no era en Hijos del Desierto —insistió el hombre en tono lento, deliberado—. Lo que estáis contando es la famosa escena de la plaza en Pasiones Ardientes.
La señora gorda cogió la mano inerte de Ginger y le dio unas palmaditas.
—Tienes un muchacho estupendo, querida —le dijo—. Siempre está rescatándote. Si a mí me secuestrara una banda de trolls furiosos, mi marido no diría ni una palabra, si acaso preguntaría adonde me tenía que enviar la ropa.
—Pues si a mí me estuviera devorando un dragón, mi marido ni se movería del sillón —suspiró la mujer delgada. Dio un suave codazo a Ginger—. Pero tienes que ponerte más ropa, hija. La próxima vez que te vayan a secuestrar para que él te rescate, ponte firme y pide que te dejen llevarte una rebequita. Siempre que te veo en la pantalla pienso lo mismo, con tan poca ropa vas a coger una gripe en el momento menos pensado.
—¿Dónde tiene la espada? —quiso saber el niño, dando una patada en la espinilla a su madre.
—Supongo que irá a buscarla enseguida —respondió la mujer, con una sonrisa alentadora dedicada a Víctor.
—Eh… sí —dijo éste—. Vamos, Ginger.
La cogió de la mano.
—¡Dejad sitio al chico! —gritó en tono autoritario el hombre de la pipa.
La multitud despejó un espacio en torno a ellos. Víctor y Ginger se encontraron en el centro de un millar de rostros que los miraban expectantes.
—Creen que somos reales —gimió la chica—. ¡Dioses, nadie va a hacer nada, porque creen que eres un héroe! ¡Y nosotros no podemos hacer nada porque esa Cosa es más grande que los dos juntos!
Víctor se quedó mirando los húmedos guijarros de la calle. Probablemente podría recordar algo de magia, pensó, pero la magia normal no sirve de nada contra las Dimensiones Mazmorra. Además, estoy casi seguro de que los héroes de verdad no se quedan en medio de la gente para que los aplaudan. Los héroes de verdad son como el pobre Gaspode. Nadie sabe que existen hasta que no mueren. Eso es la realidad.
Alzó la cabeza lentamente.
¿O no?
El aire chisporroteó. Había otra clase de magia. Ahora revoloteaba libre y desbocada por el mundo, como una película rota. Si pudiera atraparla…
La realidad no tenía por qué ser real. Quizá, si se daban las condiciones adecuadas, no tenía más que ser lo que la gente creía…
—Atrás —susurró.
—¿Qué vas a hacer? —se asustó Ginger.
—Voy a probar un poco de magia de Holy Wood.
—¡Holy Wood no tiene magia!
—Creo que sí. Una magia diferente. Nosotros la hemos sentido. La magia está allí donde la encuentras.
Respiró hondo, y dejó que su mente se desplegara lentamente. Ése era el secreto de la cuestión. Había que hacerlo, no que pensarlo. Había que dejar que las instrucciones llegaran del exterior. No era más que un trabajo. Pero el ojo de la caja de imágenes se clavaba en ti, y entrabas en otro mundo, un mundo que consistía en un rectángulo plateado de luz parpadeante.
Ahí estaba el secreto. En el parpadeo.
La magia normal y corriente sólo era capaz de mover las cosas. No podía crear una cosa real que durase más de un segundo, porque para eso hacía falta una enorme cantidad de energía.
Pero Holy Wood creaba cosas constantemente, docenas de veces por segundo. No tenían que durar demasiado. Sólo lo necesario.
Aun así, la magia de Holy Wood había que practicarla según las normas de Holy Wood.
Extendió hacia el cielo oscuro una mano firme como una roca.
—¡Luces!
Una cortina de luz iluminó toda la ciudad.
—¡Caja de imágenes!
Gaffer movió furiosamente la manivela.
—¡Acción!
Nadie supo de dónde había llegado el caballo. Simplemente estaba allí, saltando por encima de las cabezas de la gente. Era blanco, con impresionantes filigranas de plata en las riendas. Víctor montó de un salto cuando pasó a su lado, y lo hizo erguirse sobre las patas traseras, sacudiendo las delanteras en el aire en un gesto francamente impresionante. Luego, desenfundó la espada que no tenía en el instante anterior.
Tanto la espada como el caballo parpadeaban de manera casi imperceptible.
Víctor sonrió. La luz se reflejó en uno de sus dientes. Ting. Brillo, pero no sonido. Todavía no habían inventado el sonido.
Cree en ello. Es la clave. No dejes de creerlo. Engaña al ojo, engaña a la mente.
Entonces, emprendió el galope entre las hileras de espectadores que aplaudían. Se encaminó hacia la Universidad, hacia la escena culminante.
El operador se relajó. Ginger le dio una palmadita en el hombro.
—Si dejas de dar vueltas a esa manivela —dijo dulcemente— te romperé el jodido cuello.
—Pero si ya está fuera de plan…
Ginger lo empujó bruscamente hacia la antigua silla de ruedas de Windle Poons, y dirigió al anciano una sonrisa que hizo que las bolas de cera de sus orejas se derritieran.
—Disculpe —dijo con una voz cálida que les puso las uñas de punta a todos los magos—, ¿se nos presta un momento?
—¡Yupiyeiyei!
… uuhhmm… uuhhmm…
Ponder Stibbons conocía la existencia de la vasija, por supuesto. Todos los estudiantes habían pasado por allí para echarle un vistazo.
No le prestó mucha atención mientras se deslizaba a hurtadillas por el pasillo, intentando una vez más escaparse para tener una noche de libertad.
… uuhhmmuuhhmm…UUHHMMUUHHMMUUHHMMMMuuhhmm.
Lo único que tenía que hacer era atajar por los claustros y…
PLIB.
Los ocho elefantes de cerámica dispararon perdigones a la vez. El resógrafo estalló, convirtiendo el techo en algo muy semejante a un molinillo de pimienta.
Tras uno o dos minutos, Ponder se incorporó con sumo cuidado. Su sombrero no era más que una colección de agujeros unidos por hebras de hilo. Le faltaba un trozo de oreja.
—Sólo quería tomar una copa —dijo con voz ronca—. ¿Qué tiene de malo?
El bibliotecario se acurrucó en la cúpula de la biblioteca, y observó el movimiento de la multitud por las calles a medida que la monstruosa figura se acercaba.
Le sorprendió un poco ver que la seguía una especie de caballo espectral, cuyos cascos no hacían el menor ruido contra los adoquines.
Y que al caballo lo seguía una silla de tres ruedas que dobló la esquina sobre tan sólo dos de ellas, dejando a su paso una estela de chispas. La silla iba cargada de magos, que gritaban a pleno pulmón. De cuando en cuando, uno de los magos perdía su asidero y tenía que correr hasta coger impulso suficiente como para volver a saltar a bordo.
Tres de los magos no lo habían conseguido. Mejor dicho, al menos uno lo había conseguido lo justo como para agarrarse a la túnica de otro de los que conservaban el equilibrio, y los dos restantes se agarraron el primero a su túnica, y el segundo a la del primero… de manera que ahora, cada vez que la silla tomaba una curva, una cola de tres magos gritando «aaaaaah» serpenteaba locamente por el camino tras ella.
También había bastantes civiles, pero la verdad era que gritaban aún más que los magos.
El bibliotecario había visto muchas cosas extrañas en su vida, y aquélla, sin lugar a dudas, ocupaba el puesto 57° en la lista.[27]
Ahora ya alcanzaba incluso a oír las voces con claridad.
—¡…tienes que seguir dándole vueltas! ¡Víctor sólo conseguirá que funcione si no dejas de darle vueltas! ¡Es magia de Holy Wood! ¡La está haciendo funcionar en el mundo real!
Ésa era la voz de una chica.
—Vale, vale, pero te advierto que los duendes son muy reacios a…
Ésa era la voz de un hombre sometido a una presión terrible.
—¡A tomar por culo los duendes!
—¿Cómo ha podido hacer un caballo? —Ése era el decano. El bibliotecario reconoció la voz gimoteante—. ¡Es magia del más alto nivel!
—No es un caballo de verdad, es un caballo de imágenes en acción. —La chica de nuevo—. ¡Eh, tú! ¡No bajes el ritmo!
—¡No lo bajo! ¡No lo bajo! ¡Estoy dando vueltas a la manivela! ¡Estoy dando vueltas a la manivela!
—¡No se puede cabalgar en un caballo que no es real!
—¿Y lo dices tú, un hechicero?
—Mago, —señorita.
—Bueno, lo que sea. Da igual. No es magia de la vuestra.
El bibliotecario asintió, y dejó de escuchar. Tenía que ocuparse de otros asuntos.
La Cosa estaba ya muy cerca de la Torre del Arte, y pronto giraría para encaminarse hacia la biblioteca. Las Cosas siempre se encaminaban hacia la fuente de magia más cercana. La necesitaban.
El bibliotecario había encontrado una larga pica de hierro en uno de los mugrientos almacenes de la Universidad. La sostuvo cuidadosamente con un pie mientras desanudaba la cuerda que había atado a la veleta. La cuerda llegaba hasta la cima de la Torre. Había tardado toda la noche en preparar aquello.
Examinó la ciudad que se extendía a sus pies. Entonces, se golpeó el pecho y rugió:
—¡AaaaAAAaaaAAA… ngh, ngh!
Quizá los golpes en el pecho no habían sido del todo necesarios, pensó mientras esperaba a que le dejaran de zumbar los oídos y desaparecieran las lucecitas que tenía ante los ojos.
Asió la pica con una mano, la cuerda con la otra, y saltó.
La manera más gráfica de describir la trayectoria del bibliotecario entre los edificios de la Universidad Invisible es, sencillamente, transcribir los sonidos que emitió durante su vuelo.
Primero: «AaaAAAaaaAAAaaa». Esto se explica solo, y hace referencia a la primera parte del balanceo, cuando todo parecía ir bien.
Luego: «Aaaarghhhh». Éste fue el ruido que emitió cuando falló el golpe contra la Cosa por varios metros, y se estaba dando cuenta de que, si has atado una cuerda a la cima de una torre de piedra muy alta y extremadamente sólida, y has decidido balancearte desde ella, no golpear el objetivo que te marques es un error que lamentarás durante el resto de tu truncada vida.
La cuerda completó el arco. Se oyó un ruido que era exactamente igual al de un saco de goma lleno de mantequilla al chocar contra una losa de piedra. Lo siguió tras unos segundos, un «oook» muy bajito.
La pica cayó en la oscuridad. El bibliotecario, con los brazos abiertos de par en par, se aferró como pudo con los dedos a las grietas de la pared.
Quizá habría podido bajar por el muro, pero no tuvo ocasión de intentarlo, porque la Cosa movió una mano parpadeante y lo despegó de la torre con un ruido semejante al de un desatascador. Lo alzó hasta la altura de lo que, en aquel momento, era su cara.
La multitud llegó hasta la plaza que se extendía ante la Universidad Invisible, con los Escurridizo a la cabeza.
—¡Míralos! —suspiró con tristeza Y-Voy-A-La-Ruina—. Aquí debe de haber miles de personas, y nadie les vende nada.
La silla de ruedas patinó y se detuvo en otra lluvia de chispas.
Víctor la estaba esperando, montado en el espectral caballo parpadeante. No en un caballo, sino en una sucesión de caballos. Que no se movían, sino que cambiaban de plano en plano.
El relámpago brilló de nuevo.
—¿Qué hace? —quiso saber el profesor.
—Va a impedir que Eso entre en la biblioteca —explicó el decano, tratando de escudriñar la escena entre la lluvia que empezaba a caer—. Para seguir viviendo en la realidad, las Cosas necesitan algo que mantenga su integridad. No tienen un campo morfogénico natural, como todo el mundo sabe, y…
—¡Haz algo! ¡Lánzale magia! —chilló Ginger—. ¡Ay, pobre monito!
—¡No podemos utilizar magia! ¡Sería como echar aceite al fuego! —replicó el decano—. Además… no sé qué hacer para acabar con una mujer de quince metros. No me he visto muchas veces en la tesitura.