Eso era lo que había bajo la Colina de Holly Wood. Los habitantes de la vieja ciudad habían usado el agujero en la realidad para divertirse. Y, entonces, las Cosas los habían encontrado.
Y ahora la gente lo estaba haciendo otra vez. Era como aprender a hacer juegos malabares con antorchas en una fábrica de fuegos artificiales. Las Cosas habían estado aguardando su oportunidad…
Pero ¿por qué seguía sucediendo aquello? Había detenido a Ginger.
La película seguía su curso. Parecía haber una niebla alrededor de la caja proyectora de imágenes, algo que difuminaba su perfil.
Agarró la manivela que giraba. Opuso resistencia un instante, antes de romperse. Víctor apartó suavemente a un lado a Bezam, que se cayó de la silla. La cogió y golpeó con ella la caja proyectora. La silla se hizo pedazos. Abrió la caja por detrás y sacó las salamandras. Aun así, la película siguió desarrollándose en la pantalla.
El edificio tembló de nuevo.
Sólo tienes una oportunidad, pensó, y luego muertes.
Se quitó la camisa y se envolvió la mano con ella. Luego agarró la tira de película, y la arrancó.
La caja se movió bruscamente hacia atrás. La película se siguió desenrollando en brillantes rizos, que caían al suelo como serpientes.
Clicaclic… a… clic.
Las ruedecillas se detuvieron.
Con cautela Víctor pisoteó el montón de película que tenía a los pies. Casi esperaba que, de un momento a otro, le atacara.
—¿Qué, hemos salvado al mundo, o no? —dijo Gaspode—. La verdad es que me gustaría saberlo.
Víctor miró hacia la pantalla.
—No —dijo.
Aún había imágenes. No eran muy claras, pero se podían distinguir las formas difusas de Ginger y de él mismo, aferrándose a la existencia. Y la pantalla, la pantalla en sí, se movía. Se abultaba en algunas zonas, había ondulaciones como las que podrían darse en un estanque de mercurio. Aquello le resultaba desagradablemente familiar.
—Nos han encontrado —dijo.
—¿Quién? —quiso saber Gaspode.
—¿Te acuerdas de esas criaturas espantosas de las que hablaste?
Gaspode frunció el ceño.
—¿Las de antes del amanecer de los tiempos?
—En el lugar de donde vienen, no hay tiempo —replicó Víctor.
El público se empezaba a mover.
—Tenemos que sacar de aquí a todo el mundo —dijo—. Pero sin que cunda el pánico…
Se oyó un coro de gritos. Los espectadores empezaban a despertar.
La Ginger de la pantalla se estaba bajando de ella. Era tres veces más grande que la Ginger original, y parecía hecha de luz parpadeante. También era vagamente transparente, pero tenía peso, porque el suelo se combó y se astilló bajo sus pies.
Los espectadores se habían levantado para marcharse. Víctor se abrió camino pasillo abajo justo en el momento en que la silla de ruedas de Poons avanzaba en marcha atrás con la marea de gente.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Que ahora empieza lo bueno! —aullaba su ocupante.
El profesor agarró el brazo de Víctor, apremiante.
—¿Esto es habitual? —quiso saber.
—¡No!
—Entonces, ¿no es un efecto especial? —insistió el profesor, esperanzado.
—A menos que los hayan mejorado muchísimo en las últimas veinticuatro horas, no —replicó Víctor—. Creo que son las Dimensiones Mazmorra.
El profesor lo miró fijamente.
—Tú eres el joven Víctor, ¿verdad? —dijo.
—Sí. Discúlpame —replicó el muchacho.
Empujó a un lado al atónito mago y trepó por los asientos hasta llegar a donde estaba Ginger, todavía sentada, contemplando su propia imagen. La Ginger monstruo miraba a su alrededor y parpadeaba muy despacio, como un lagarto.
—¿Ésa soy yo?
—¡No! —exclamó Víctor—. Bueno, quiero decir, sí. A lo mejor. No del todo. Más o menos. ¡Vámonos!
—¡Pero parezco yo! —insistió la chica, con la voz agudizada por la histeria.
—¡Eso es porque tienen que utilizar Holy Wood! Holy Wood… define la manera en que aparecen. O eso creo —añadió Víctor apresuradamente.
La obligó a levantarse. Echó a correr, con los pies perdidos entre la niebla, haciendo crujir la capa de pajaritos. La chica se tambaleaba como podía tras él, sin dejar de lanzar miradas por encima del hombro.
—¡Hay otro que quiere salir de la pantalla! —gritó.
—¡Sigue corriendo!
—¡Eres tú!
—¡Yo soy yo! ¡Eso es… otra cosa! ¡Lo que pasa es que utiliza mi forma!
—¿Y qué forma tiene si no?
—¡No quieres saberlo!
—¡Claro que quiero! ¿Por qué crees que te lo he preguntado, si no? —chilló Ginger mientras caminaban a trompicones por entre los asientos rotos.
—¡Pues tiene un aspecto peor de lo que puedas imaginar!
—¡Te advierto que puedo imaginar cosas horribles!
—¡Por eso he dicho que peor!
—Oh.
La gigantesca Ginger espectral pasó de largo junto a ellos, parpadeando como una luz estroboscópica. Se oyeron gritos en el exterior.
—Parece como si se estuviera haciendo más grande —susurró la chica.
—Sal fuera —indicó Víctor—. Di a los magos que lo detengan.
—¿Qué vas a hacer tú?
Víctor se irguió en toda su estatura.
—Hay Cosas que un hombre tiene que hacer solo —afirmó con orgullo.
La chica lo miró, irritada, sin comprender.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Ahora te dan ganas de ir al lavabo?
—¡Haz el favor de salir!
La empujó hasta las puertas. Luego, se volvió, y se encontró con los dos perros, que lo miraban expectantes.
—Vosotros también, fuera —dijo.
Laddie ladró.
—Un perro tiene que permanecer junto a su amo, o eso se dice —gruñó Gaspode, avergonzado.
Víctor miró a su alrededor, desesperado. Cogió un trozo de asiento, abrió la puerta, y lanzó la madera tan lejos como pudo.
—¡A por ella! —gritó.
Ambos perros salieron corriendo tras el palo, impulsados por el instinto. Pero, a mitad de la carrera, Gaspode recuperó el suficiente autocontrol como para lanzar un grito.
—¡Cabrón!
Víctor abrió de un empujón la puerta de la sala del proyector, y salió con un montón de Lo que la Tempestad se Llevó en las manos.
El Víctor gigante tenía problemas para salir de la pantalla. La cabeza y uno de los brazos ya estaban libres y tridimensionales. El brazo se agitó vagamente en dirección a su versión original, mientras el joven le lanzaba metódicamente los rizos de octoceluloide.
Corrió de vuelta a la sala del proyector, y sacó todos los rollos de películas que Bezam, desafiando a la lógica más elemental, había almacenado debajo de la mesa.
Trabajando con la calma metódica que da ese terror que se aferra a los intestinos, llevó las latas hasta la pantalla y las lanzó hacia allí. La Cosa consiguió liberar otro brazo de la bidimensionalidad, y trató de arrebatárselas, pero, fuera lo que fuera lo que lo controlaba, no tenía práctica en el dominio de aquella nueva forma. Probablemente le resultaba extraño tener sólo dos brazos, razonó Víctor.
Lanzó la última lata al montón.
—En nuestro mundo, tienes que obedecer nuestras reglas —dijo—. Y apuesto a que ardes muy bien, ¿eh?
La Cosa se debatió para sacar una pierna.
Víctor se rebuscó en los bolsillos. Corrió a la sala del proyector y miró a su alrededor, desesperado.
Cerillas. ¡No tenía cerillas!
Abrió de golpe las puertas del vestíbulo y salió corriendo a la calle, donde la multitud se arremolinaba con una mezcla de fascinación y horror, contemplando a la Ginger de quince metros que se movía torpemente entre los restos de un edificio.
Víctor oyó un cliqueteo a su espalda. Gaffer, el operador, intentaba grabar la escena.
El profesor estaba gritando a Escurridizo.
—¡Claro que no podemos usar la magia contra ellos! ¡Necesitan magia! ¡Lo único que haríamos sería volverlos más fuertes!
—¡Pero seguro que podéis hacer alguna cosa! —chilló Escurridizo.
—Mi querido amigo, no hemos sido nosotros los que hemos andado investigando sobre cosas que el hombre no debe… —El profesor titubeó a media frase—. No debe conocer —terminó como pudo.
—¡Cerillas! —gritó Víctor—. ¡Cerillas! ¡Deprisa!
Todos se lo quedaron mirando.
Entonces, el profesor asintió.
—Fuego vulgar y corriente —dijo—. Tienes razón. Seguramente bastará con eso. Bien pensado, muchacho.
Se rebuscó en los bolsillos y sacó el puñado de cerillas que llevaban siempre los magos, habituados a fumar un cigarrillo tras otro.
—¡No puedes quemar el Odium! —estalló Escurridizo—. ¡Ahí dentro hay montones de películas!
Víctor arrancó un cartel de la pared, lo retorció para formar una rudimentaria antorcha, y la encendió por un extremo.
—Eso es precisamente lo que voy a quemar —dijo.
—Disculpad…
—¡Idiota! ¡Idiota! —aulló el ex-vendedor de salchichas—. ¡Eso arde muy deprisa!
—Disculpad…
—¿Y qué? No tengo intención de quedarme ahí dentro —replicó Víctor.
—¡He dicho que arde muy deprisa!
—Disculpad… —insistió Gaspode, con paciencia.
Bajaron la vista hacia él.
—Laddie y yo podríamos hacerlo —siguió—. Cuatro patas siempre son mejores que dos, como se suele decir. Al menos para salvar al mundo.
Víctor miró a Escurridizo, y arqueó las cejas.
—Puede que no sea mala idea —tuvo que reconocer Escurridizo.
Víctor asintió. Laddie saltó elegantemente, le cogió la antorcha de la mano con los dientes, y corrió de vuelta al edificio con Gaspode pisándole los talones.
—¿Me estoy imaginando cosas, o ese perrito puede hablar? —dijo Escurridizo.
—Él dice que no —replicó Víctor.
Escurridizo titubeó. Las emociones lo tenían un poco desconcertado.
—Bueno —dijo—, supongo que él lo sabe mejor que nadie.
Los perros corrieron hacia la pantalla. La Cosa-Víctor ya casi había pasado, estaba medio tendida entre las latas de películas.
—¿Me dejas que encienda yo el fuego? —pidió Gaspode—. Me corresponde a mí, de verdad.
Laddie ladró, obediente, y dejó caer el papel encendido. Gaspode lo recogió y avanzó cautelosamente hacia la Cosa.
—Hay que salvar a la humanidad —suspiró.
Dejó caer la antorcha sobre un rollo de película. Al momento, el octoceluloide empezó a arder con un fuego blanco, pegajoso.
—Ya está —dijo—. Ahora, Vámonos de aquí antes de que…
La Cosa gritó. Perdió todo parecido con Víctor, y algo semejante a una explosión en un acuario se retorció entre las llamas. Un tentáculo salió propulsado y se enroscó en torno a una pata de Gaspode.
El perro trató de morderlo.
Laddie regresó a toda velocidad, y se lanzó contra el espantoso tentáculo. Éste se contrajo y volvió a expandirse, derribando al hermoso perro y lanzando a Gaspode rodando por el suelo.
El perrito se incorporó, dio unos cuantos pasos titubeantes, y cayó.
—El muy cerdo me ha roto la pata —murmuró.
Laddie lo miró, apenado. Las llamas reptaban por las latas de películas.
—¡Venga, cachorro estúpido, lárgate de aquí! —gritó Gaspode—. ¡Esto va a venirse abajo de un momento a otro! ¡No ¡No me levantes! ¡Bájame! ¡No tienes tiempo para…
Las paredes del Odium se expandieron con aparente lentitud. Cada tablón, cada piedra, conservaba su posición relativa con respecto a las demás, pero flotaba con independencia.
Entonces, el Tiempo alcanzó a los acontecimientos.
Víctor se lanzó de bruces al suelo.
Bum.
Una bola de fuego anaranjado levantó el techo y se alzó hacia el cielo casi oculto por la niebla. Los restos del edificio se estrellaron contra los muros de las casas más cercanos. Una lata de película al rojo vivo pasó como una guadaña por encima de las cabezas de los magos tumbados en el suelo, haciendo un amenazador sonido como uipuipuip, y se estrelló contra una pared lejana.
Se oyó un zumbido alto, agudo, que de pronto se detuvo bruscamente.
La Cosa-Ginger se tambaleaba con el calor. La ráfaga de aire cálido le levantó las enormes faldas en pliegues en torno a la cintura, y la giganta se detuvo, parpadeante e insegura, mientras los restos llovían a su alrededor.
Luego, se dio media vuelta y echó a andar.
Víctor miró a Ginger, que tenía la vista clavada en las nubes de humo sobre el montón de cascotes que habían sido el Odium.
—Esto no puede ser —estaba murmurando—. Las cosas no son así. Nunca son así. Justo cuando crees que ya es demasiado tarde, salen corriendo de entre el humo. —Volvió hacia él unos ojos embotados—. ¿Verdad? —suplicó.
—Eso es en las películas —negó Víctor—. Esto es la realidad.
—¿Dónde está la diferencia?
El profesor agarró a Víctor por el hombro y lo obligó a darse la vuelta.
—¡Va hacia la biblioteca! —gritó—. ¡Tienes que impedírselo! ¡Si llega, con toda la magia que hay allí, será invencible! ¡Nunca podremos vencerle! ¡Y tendrá poder para traer a otros!
—Sois magos —señaló Ginger—, ¿por qué no lo detenéis vosotros?
Víctor sacudió la cabeza.
—A las Cosas les gusta nuestra magia —dijo—. Si se usa magia cuando están cerca, lo único que se consigue es hacerlas más fuertes. Pero no veo qué puedo hacer yo…