Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Era la primera vez que el patricio acudía a ver las imágenes en acción. Por lo que alcanzaba a discernir, Víctor Maraschino era famoso por una especie de mirada fogosa que hacía que las señoras de mediana edad, a las que él personalmente habría considerado más sensatas, se desmayaran en los pasillos; y la especialidad de la señorita De Syn era comportarse lánguidamente, abofetear a la gente y tener un aspecto sensacional tendida entre cojines de seda.

Mientras que él, el patricio de Ankh-Morpork, gobernaba la ciudad, protegía la ciudad, amaba la ciudad, detestaba la ciudad y se había pasado toda la vida al servicio de la ciudad…

Y, mientras el pueblo llano ocupaba las localidades menos privilegiadas, su agudo oído había captado un fragmento de conversación.

—¿Quién es ése de ahí arriba?

—¡Es Víctor Maraschino, está con Delores De Syn! ¿Es que no sabes nada o qué?

—Me refiero al tipo alto, el de negro.

—Ah, ni idea. Supongo que algún pez gordo.

Sí, aquello era fascinante. Por lo visto, uno se podía hacer famoso sólo por el hecho de ser… bueno, famoso. Le pasó por la cabeza que aquello podía llegar a ser algo extremadamente peligroso, y probablemente algún día se viera obligado a matar a alguien, aunque con pesar[25]. Entretanto, había una especie de gloria secundaria que venía dada por el hecho de estar en compañía de los admirados. Y, para su sorpresa, lo estaba disfrutando.

Además, estaba sentado muy cerca de la señorita del Syn, y la envidia del resto del público era tan palpable que casi podía saborearla. No se podía decir otro tanto de la bolsa de cosas blancas, algodonosas, que le habían dado para comer.

Sentado a su otro lado, aquel tipo espantoso, Escurridizo, le estaba explicando la mecánica de las imágenes en acción, en la errónea creencia de que el patricio le prestaba alguna atención.

De pronto, sonaron los aplausos.

El patricio se inclinó un poco hacia Escurridizo.

—¿Por qué están apagando las lámparas? —le preguntó.

—Ah, señor —sonrió el ex-vendedor de salchichas—, eso es para que se vean mejor las imágenes.

—¿De verdad? Cualquiera habría imaginado que, sin luz, las imágenes se verían mucho peor —señaló.

—Con las imágenes en acción no pasa eso, señor —respondió Escurridizo.

—Fascinante.

El patricio se inclinó hacia el otro lado, en dirección a Ginger y a Víctor. Se sorprendió un poco al darse cuenta de que los dos parecían muy nerviosos. Lo había notado en cuanto entraron en el Odium. El joven miraba todos aquellos ridículos adornos de las paredes como si le dieran un miedo espantoso; y, cuando la chica entró en la sala, la oyó contener un gemido.

Ambos parecían conmocionados.

—Supongo que, para vosotros, todo esto es de lo más corriente —dijo.

—No —le respondió Víctor—. La verdad es que no. Nunca habíamos estado en uno de estos locales.

—Sólo una vez —señaló Ginger con amargura.

—Sí. Sólo una vez.

—Bueno, pero vosotros hacéis imágenes en acción —señaló el patricio con amabilidad.

—Sí, pero nunca llegamos a verlas. Sólo algunos fragmentos, cuando los operadores las están pegando. Las únicas películas que yo he visto se proyectaban al aire libre, sobre una sábana vieja —dijo el joven.

—De manera que todo esto os resulta nuevo… —insistió el patricio.

—No exactamente —respondió Víctor, con el rostro ceniciento.

Fascinante —dijo el patricio.

Y se volvió para seguir no escuchando a Escurridizo. No había llegado a ocupar el lugar que ocupaba molestándose en descubrir cómo funcionaban las cosas. Lo que le intrigaba era cómo funcionaba la gente.

En la misma hilera, más lejos, Soll se inclinó hacia su tío y le puso un trocito de película en el regazo.

—Creo que esto es tuyo —dijo dulcemente.

—¿Qué es? —quiso saber Escurridizo.

—Bueno, me pareció que no estaría de más echar un vistazo rápido a la película antes de la proyección…

—¿Sí? —suspiró el hombre.

—Y ¿adivinas lo que encontré en medio de la escena de la ciudad en llamas? Nada menos que cinco minutos enteros de película, en los que sólo aparecía un plato de costillas magras con salsa especial de cacahuete de Harga. Sé muy bien por qué, claro. Lo que me gustaría saber es por qué esto.

Escurridizo sonrió, con gesto culpable.

—Bueno, tal como lo veo yo —empezó—, si una simple imagen rápida puede hacer que la gente quiera comprar cosas, imagina lo que harán cinco minutos enteros.

Soll se lo quedó mirando.

—Esto me duele, de verdad —insistió Escurridizo—. No confiaste en mí. No confiaste en tu propio tío. Después de que te prometí solemnemente que no volvería a intentar nada, seguiste sin confiar en mí. Esto me duele, Soll. Me duele mucho. ¿Qué ha sido de la integridad?

—Supongo que se la vendiste a alguien, tío.

—Esto me duele mucho, de veras.

—Pero tú no cumpliste tu promesa, tío.

—Eso no tiene nada que ver. Es una cuestión de negocios. Ahora estamos hablando de la familia. Tienes que aprender a confiar en tu familia, Soll. Sobre todo, en mí.

Soll se encogió de hombros.

—Bueno. De acuerdo.

—¿De verdad?

—Sí, tío. —Soll sonrió—. Te lo prometo solemnemente.

—¡Así me gusta, muchacho!

Al otro lado de la hilera, Víctor y Ginger contemplaban la pantalla vacía con horror.

—Sabes lo que va a suceder, ¿verdad? —susurró la chica.

—Sí. De un momento a otro, alguien empezará a tocar música en un agujero del suelo.

—Entonces, ¿en esa cueva de verdad se proyectaban películas?

—Creo que sí, más o menos —asintió Víctor con cautela.

—Pero la pantalla de aquí no es más que una pantalla. No es… bueno, es una pantalla. Una simple sábana, sólo que de más calidad. No tiene…

Se oyó una ráfaga de sonido procedente del vestíbulo. Con un sonido rechinante y el siseo del aire escapándose a la desesperada, la hija de Bezam, Calíope, se elevó lentamente del suelo, tocando una pequeña gaita con todo el entusiasmo de varias horas de práctica y los esfuerzos combinados de dos trolls vigorosos que manejaban los fuelles entre bastidores. Era una joven regordeta; y, fuera cual fuera la pieza que estaba tocando, nadie la reconoció.

Abajo, en las localidades, el decano pasó una bolsa al profesor.

—Coge una pasa cubierta de chocolate —ofreció.

El profesor arrugó la nariz.

—Parecen cacas de rata —dijo.

El decano examinó el contenido en la penumbra.

—Lo son —dijo—. La bolsa se me cayó antes al suelo. Ya me parecía a mí que no estaba tan llena.

—¡Shhh! —ordenó una mujer, en la fila de detrás.

Windle Poons giró la cabeza como un imán.

—¿Qué vas a hacer luego, guapa? —cloqueó.

La intensidad de las luces bajó aún más. La pantalla se iluminó. En ella aparecieron números, que parpadeaban rápidamente en una cuenta atrás.

Calíope contempló con atención la partitura que tenía delante. Se arremangó, se apartó el pelo de los ojos, y arremetió contra una animosa melodía que los más voluntariosos identificaron como el antiguo himno de la ciudad de Ankh-Morpork.[26]

Las luces se apagaron.

 

El cielo parpadeaba. Aquello no era una niebla corriente. Proyectaba una luz plateada, de tono pizarra, que temblaba por dentro como una mezcla entre la Aurora Coriolis y un relámpago veraniego.

Sobre la zona de Holy Wood, el cielo estaba desgarrado por los rayos. Se veían incluso desde el callejón de La Casa de las Costillas de Sham Harga, donde dos perros disfrutaban de la oferta especial «Todo lo que puedas llevarte de la cocina a hurtadillas, gratis».

Laddie alzó la vista y gruñó.

—Te comprendo —asintió Gaspode—. Ya dije yo que era ominoso. Espero que todo el mundo recuerde que lo dije.

Su pelo chisporroteaba.

—Vamos —suspiró—. Tenemos que avisar a la gente. Eso se te da bien.

 

Clicaclicaclica

Era el único sonido que se escuchaba en el Odium. Calíope había dejado de tocar y tenía la vista clavada en la pantalla.

Todas las bocas estaban abiertas. Se cerraban sólo para masticar puñados de pajaritos.

Víctor era vagamente consciente de haber intentado combatirlo. Había intentado apartar la vista. Incluso en aquel momento, una vocecilla dentro de su propia mente le decía que las cosas iban mal, muy mal. Pero él no hacía caso. Obviamente, las cosas iban bien, muy bien. Había participado en el coro de suspiros mientras la heroína trataba de defender la vieja mina de la familia en un Mundo Enloquecido… se había estremecido en las batallas de la guerra. Había observado la escena de la sala de baile inmerso en una nube de romanticismo. Había… de pronto, notó una sensación fría contra su pierna. Era como si le hubieran metido un cubito de hielo a medio derretir por la pernera de los pantalones. Intentó hacer caso omiso, pero la sensación tenía un algo que no lo permitía. Bajó la vista.

—Mil perdones —dijo Gaspode.

Víctor consiguió enfocar la mirada. Al momento, sintió que sus ojos se veían arrastrados de nuevo hacia la pantalla, donde una enorme versión de sí mismo estaba besando a una enorme versión de Ginger.

Volvió a sentir el frío pegajoso en la pierna. De nuevo, salió a la superficie.

—Si quieres, te puedo morder —ofreció Gaspode.

—Yo… eh… yo… —empezó Víctor.

—Puedo morder muy fuerte —añadió el perro—. Sólo tienes que decirlo.

—No, eh…

—Ominoso, justo lo que dije yo, ominoso. Ominoso, ominoso, ominoso. Laddie ha estado ladrando hasta quedarse afónico, y nadie le hace caso. Así que decidí probar con el viejo truco de la nariz fría. Nunca falla.

Víctor miró a su alrededor. El resto del público contemplaba la pantalla como si estuvieran dispuestos a quedarse en sus asientos durante… durante…

… durante toda la eternidad.

Cuando levantó bruscamente los brazos del asiento, sus dedos chisporrotearon. El aire tenía un tacto aceitoso que hasta los estudiantes de magia aprendían pronto a identificar con una vasta acumulación de potencial mágico. Y, en la sala, había niebla. Era ridículo, pero allí estaba, cubriendo el suelo como una marea plateada.

Sacudió el hombro de Ginger. Le pasó una mano por delante de los ojos. Le gritó al oído.

Luego intentó hacer lo mismo con el patricio, y con Escurridizo. Todos cedían ante la presión, pero, en cuanto los soltaba, volvían suavemente a su sitio.

—La película les está haciendo algo —dijo—. Tiene que ser la película. Pero no lo entiendo, ¡no lo entiendo! Es una película vulgar y corriente. En Holy Wood no usamos magia. Al menos… no es magia normal…

Se abrió paso empujando las rodillas que encontró en su camino, hasta llegar al pasillo. Lo recorrió rápidamente entre los tentáculos de la niebla. Golpeó la puerta de la sala desde donde se proyectaban las imágenes. Al no obtener respuesta, la derribó de una patada.

Bezam estaba contemplando la pantalla a través de un diminuto ventanuco horadado en la pared. El proyector de imágenes seguía cliqueteando alegremente por su cuenta. Nadie daba vueltas a la manivela. Al menos, se corrigió Víctor, nadie que él pudiera ver.

Se oyó un retumbar lejano. El suelo tembló.

Se arriesgó a echar un rápido vistazo a la pantalla. Reconoció la escena. Era poco antes de que se quemara Ankh-Morpork.

Su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Cómo era la frase que se solía decir sobre los dioses? ¿Que no existirían si la gente no creyera en ellos? La misma teoría se podía aplicar a todo. La realidad era lo que sucedía en la mente de la gente. Y, delante de él, cientos de personas estaban creyendo de verdad lo que veían…

Víctor rebuscó apresuradamente entre los trastos que abarrotaban la mesa de trabajo de Bezam. No encontró ni unas tijeras, ni un cuchillo, ni nada por el estilo. La máquina seguía cliqueteando, rebobinando realidad del futuro al pasado.

Oyó la voz de Gaspode, casi como en un sueño.

—Bueno, os he salvado a todos, ¿eh?

Por lo general, en el cerebro suelen resonar los gritos de varios pensamientos irrelevantes, todos intentando llamar la atención a la vez. Hace falta que tenga lugar una verdadera emergencia para que se callen. En aquel momento, estaban callados. Un pensamiento claro, que llevaba mucho tiempo tratando de hacerse oír, había conseguido que su voz resonara en el silencio.

¿Y si hubiera algún punto donde la realidad fuera un poco más delgada que en los demás sitios? ¿Y si se hiciera algo que debilitara todavía más esa capa de realidad? Los libros no lo hacían. Ni siquiera el teatro habitual lo hacía, porque, en lo más profundo de su corazón, los espectadores saben que están viendo a gente con ropas raras sobre un escenario. Pero Holy Wood entraba directamente por los ojos y llegaba al cerebro. El corazón pensaba que todo era real. Las películas sí lo hacían.

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